miércoles, 27 de octubre de 2010

Volar como los pájaros



Pocos episodios históricos tan impactantes en la historia de Brasil, como la Revolución Constitucionalista de Sâo Paulo (1932). El relato se acerca a ella de la mano ilustre del pionero de la aviación, Alberto Santos Dumont (1873-1932) quien, en cierto modo, fue una víctima civil de la contienda. Un joven, trabajador e ilusionado, dará la réplica al ilustre prócer, porque no habría guerras sin una juventud que quemar en ellas

1.      La despedida
     El salón de baile del Grand Hôtel La Plage de Guarujá relucía en la noche invernal, como si los vientos de guerra civil no zumbaran en derredor. Es verdad que el número de huéspedes no era crecido, pero probablemente porque la mayoría había preferido los atractivos del casino a los de la música de cámara. Pues aquel 17 de julio de 1932, sobre el pequeño escenario montado en la cabecera de la sala, un quinteto de profesores estaba tocando La Trucha de Schubert. Eran ellos el cuarteto de cuerdas de la Sinfónica de Campinas y el afamado pianista Cléber da Costa. Los oyentes se distribuían caprichosamente por mesas y divanes, sin privarse de cuchichear entre sí, ni de fumar y hacer los honores al licor, conforme a los usos de las veladas musicales, tras las copiosas cenas del balneario.
     En una de las mesas próximas a la entrada, un caballero de mediana edad, moreno, enjuto y bigotudo, seguía distraídamente las notas del bucólico cuarto movimiento de la obra, con la mirada perdida en los frescos del techo y los dedos de su mano derecha tamborileando suavemente sobre el mantel, al compás de la música. Momentos antes, aprovechando la pausa entre tiempo y tiempo, un caballero de edad parecida a la suya y otro, más joven, se habían ausentado de la mesa, tras cuchichear al oído alguna excusa. Fue el momento que aprovechó –como si lo hubiese estado esperando- un jovencísimo camarero, vestido de rigurosa etiqueta, para acercársele:
-          Don Alberto, disculpe la interrupción, pero quería despedirme de usted y no encontraba el momento.
-          ¿Despedirse, joven? Entonces… ¿No le habrán echado del trabajo?
-          No, señor. Es que mañana mismo marcho para Santos, a alistarme.
-          Entonces, no he conseguido disuadirle, por lo que veo.
-          Perdone, señor ingeniero, usted ha hecho lo que ha podido, pero la decisión es mía y está tomada. Cuide su salud y, si me permite el atrevimiento, no deje que lo utilicen.
     El camarero quedó de pie, junto a su interlocutor, tal vez, esperando una mano tendida, pero fue en vano. Don Alberto había fijado la mirada en el estrado de los músicos, aunque su gesto abstraído no llegaba a enmascarar la tristeza. Echó mano al billetero y volvió el rostro hacia el lugar donde, hasta un momento antes, había permanecido el muchacho, pero éste ya había desaparecido. Con cierta dificultad y signos de dolor, el hombre se puso en pie. El traje gris marengo parecía colgar de la percha de su tronco escuálido y las perneras del pantalón apenas llegaban a la caña de sus botines. Apoyado en un bastón, caminó buscando infructuosamente al destinatario de su frustrada dádiva. Insensiblemente, accedió a la veranda que, como espléndido telón de fondo, tenía la playa de las Pitangueiras y el mar color noche con la plata de las olas rompientes. Una fuerza superior a su razón se apoderó de él y emprendió trabajosamente el descenso de la escalinata, hacia las fauces del mar que repetía su nombre con sordo murmullo. En un instante, tuvo a su lado a dos alarmados y gesticulantes compañeros:
-          Pero, tío, ¿a dónde diablos vas, solo y a estas horas?
-          ¿No querrías darnos esquinazo, querido colega, para ir a coger mejillones?
     Don Alberto titubeó un instante; luego, respondió de una vez a sus dos interpelantes:
-          Intentaba comprar la tranquilidad de espíritu por unos cientos de contos[1].



1.      De saltamontes y de pájaros

     Don Alberto había llegado dos meses antes al Gran Hotel. Deprimido y presa de agotamiento nervioso, afectado de esclerosis múltiple, había sido rescatado en Francia por su sobrino Jorge. El retorno a la tierra natal no parecía haberle sentado especialmente bien. En unos meses, habían probado con diversos ambientes y ciudades, todo en vano. Finalmente, el sobrino había optado por aquel lugar paradisiaco, la perla del Atlántico, en la isla de San Amaro. En el libro de registro del hotel-casino-balneario, un apellido ilustre, ya para siempre compuesto: Santos-Dumont[2]. El tío había bromeado con el sobrino:

-          Aquí estamos. Vamos de brinco en brinco, como los saltamontes[3].

     El enfermo  no parecía disfrutar de los atractivos de aquel paraíso. Perdía el dinero en las mesas de juego sin emoción. Recibía la caricia de la brisa y los besos de las olas en sus pies, sin aparente beneficio. Recorrió los bananeros con indiferencia y tentó la suerte en la pesca con hastío. Jorge cambió impresiones con el director médico de la estación balnearia, quien le recomendó frecuentar a personas conocidas. Pero, a esas alturas de la estación y con la tensión política existente, ¿qué paulista amigo podría encontrarse? Finalmente, dio con la persona adecuada.

     Edu Chaves era un viejo amigo y compañero de glorias aeronáuticas[4]. Jorge le telefoneó y, una semana más tarde, recibían su visita. Santos-Dumont no pareció mostrar mucho interés por el encuentro, hasta que Edu comenzó a hablar con cierta aprensión de la revolución que se estaba preparando en São Paulo. Comentó:

-          Las cosas no están nada claras. No me cabe duda de que Getúlio es un arribista sin escrúpulos, que está tratando a los Estados, São Paulo entre ellos, como tierra conquistada. Pero, de eso a conspirar en pro de una sublevación militar, va un abismo. Por otra parte, ¿qué posibilidades tendrían los rebeldes contra el Gobierno Provisional? El ejército los aplastaría.

     Don Alberto fijó sus grandes y tristes ojos negros en Chaves y, por unos minutos, le sometió a un interrogatorio implacable. Jorge empezó a sentirse a disgusto pues, a cada respuesta del interrogado, su tío parecía más y más excitado. La tensión llegó al culmen cuando Edu le confesó sus aprensiones de que el Gobierno federal emplease, incluso, la aviación en caso de conflicto. Santos-Dumont rugió con fuerza imprevista:

-          ¡No se atreverán!
-          ¿De qué te extrañas, amigo Alberto? –replicó Chaves-. ¿No escribiste tú varias veces al Presidente de la República, hace años, pidiéndole que potenciara la aviación militar de Brasil?
-          ¡Para caso de guerra internacional, no para matarnos entre nosotros!
-          Así están las cosas, concluyó Edu, encogiéndose de hombros. No creo que importe mucho que te disparen desde un avión o en tierra.

     Decididamente, Jorge no había tenido una buena idea al programar la visita. De camino a sus habitaciones, el tío interpeló al sobrino:

-          ¿No podrías escribir a tu amigo Henry Ford, a ver si los Estados Unidos pueden parar la que se nos viene encima[5]?
-          Pero tío, ¿qué tienen que ver mis negocios de hace años con la política presente?
-          Ya veo que tendré que arreglármelas solo. Espero que mis compatriotas se acuerden todavía de mí.

***

     Eurico de Melo Neves era pariente lejano del conocido político João Neves da Fontoura[6], sorprendente simpatizante de la revolución paulista. No debía de haber mucha relación entre ellos, siendo así que Eurico, natural de Piratini, había tenido que emigrar en busca de trabajo, sin formación y sin referencias. Su buena presencia y talento natural habían sido suficientes para ser empleado en el Gran Hotel como maletero y recepcionista. En un año, había ascendido a camarero y, en sus escasos ratos libres, tomaba clases nocturnas de francés e inglés en la escuela estatal Barnabé de Santos que, un día, también acogería su reclutamiento como voluntario.

     Con no más de diecinueve años, poco o nada le hubieran significado los apellidos Santos Dumont. Por tanto, fue simple casualidad que a mediados de mayo, le tocase servir la mesa del ilustre aeronauta y de su sobrino, al que ya hemos conocido. La notable pronunciación de la palabra vichyssoise fue el casi ridículo desencadenante de la simpatía de don Alberto por el rapaz, que no dejó de ser observada por el maître de turno en el comedor:

-          ¿No sabes quién ese señor mayor? Pues el mismísimo Santos Dumont.
-          Ya. Parece algo francés.
-          Anda, ignorante. A ver si te enteras que fue el primero en sobrevolar la torre Eiffel.

     Eurico podría ser inculto, pero no desidioso. En un par de horas libres, había leído y escuchado lo suficiente sobre el padre de la aviación, como para mantener una conversación sobre el tema. Y, lo más importante, le había caído bien el tipo, con esa mezcla de desenfado y respeto de la juventud por las viejas glorias.

     Sin afectación ni insistencia, había empezado a tener atenciones con el ilustre huésped: su limón helado cuando, tras la sesión de balneoterapia, se arrellanaba en la sala de lectura rodeado de periódicos; un plato de frutas de jugo en su habitación del segundo piso; el café a la vienesa, a las cinco de la tarde. De buen grado, el maître consentía en adjudicarle el servicio de la zona de mesas de comedor correspondiente al ingeniero. Por cierto, que este título fue motivo de una breve consideración:

-          ¿Por qué me titulas de ingeniero? Nunca seguí formalmente estudios en ninguna materia técnica.
-          Ingeniero, de ingenio, don Alberto. Pocos habrá que lo tengan más abierto y desarrollado que usted.

     Una mañana, a finales de mayo, tras servirle el refresco en una mesa de la terraza, Dumont ofreció:

-          Te veo muy atareado con tus estudios de idiomas. ¿Qué dirías si me ofrezco a darte yo las clases?
-          Pero, don Alberto, ¿cómo va ocuparse de mí, con sus quehaceres y problemas de salud?
-          Es que pienso cobrarte muy bien mis lecciones, no te vayas a creer.

     A partir de ese momento, por la mañana o por la tarde, en función del horario de trabajo de Eurico, don Alberto y el joven caminaban del brazo, arriba y abajo por la playa, conversando alternativamente en francés o inglés, cuanto permitían los rudimentarios conocimientos del camarero. Si la mar estaba en calma, bogaban en una barquichuela, hasta la playa de las Asturias o cruzar el canal. Aunque con fuertes dolores, el enfermo tomaba uno de los remos con ambas manos y acompañaba a duras penas el ágil ritmo de Eurico. Sus músculos parecían recobrar el vigor de antaño y el dolor se iba calmando con la actividad. A escondidas de todos, Dumont se quedaba en traje de baño y se deslizaba hasta el agua, dejándose arrastrar suavemente por la barca, mientras sus pies chapoteaban. El médico comentó a su sobrino:

-          Encuentro a su tío mucho mejor últimamente. Cuando menos, soporta las molestias con mejor ánimo, como si no pudieran rendir su espíritu.

     Es lo mismo que, con otras palabras, decía don Alberto a Eurico quien, por supuesto, no entendía ni  jota:

-          Tal vez los saltamontes, cuando emprenden el salto, por un instante se sienten pájaros.


3. La amistad truncada

-          ¿Piensas seguir de camarero toda la vida?
-          Hombre, don Alberto, dicho así... Pongamos que, si aprendo idiomas y saco algún título, podría llegar a ser alguien en el Hotel.
-          ¿Y eso te satisface? ¿Toda la vida en esta isla, sirviendo a los demás?
-          No veo que tenga de malo. La gente paga por venir a este lugar paradisiaco y se atiende a personas estupendas; como usted, sin ir más lejos.
-          Tal vez no te falte razón. Pero quiero que sepas que, si es problema de dinero, te puedo ayudar en lo que precises.
-          Gracias, muchas gracias, don Alberto, pero, mientras tenga trabajo, poseo todo  cuanto necesito.  

     La conversación que acabamos de sorprender nos pone sobre la pista de que el ingeniero había llegado a encariñarse con Eurico, al menos, hasta el punto de aconsejarle e intentar ayudarlo. Tampoco es cosa de exagerar la importancia del gesto. Dumont era un hombre rico y sin compromisos familiares directos. Pero no dejaba de evidenciar que seguía siendo el mismo que, treinta años atrás, había repartido los 129.000 francos del premio Deutsch entre su equipo de vuelo y los desempleados de París.
     Y, por otra parte, tal vez Eurico tuviese a la sazón más urgentes requerimientos y peores limitaciones.  El día 10 de julio, ediciones de última hora de los periódicos y emisiones radiofónicas empezaron a divulgar la evidencia de que la rebelión latente en São Paulo había estallado abiertamente. Eurico escapó a Santos y volvió con la noticia de que el Regimiento de Caballería de la guarnición se había sumado a las fuerzas revolucionarias. Todo el hotel andaba revuelto, pese a las órdenes expresas de la dirección de mantener la normalidad y la calma. Algunos huéspedes pidieron fulminantemente la cuenta y partieron a la ventura. Nuestro camarero contó cuanto había visto y oído a don Alberto. Éste pareció más indignado que abatido:

-          Ya me lo había adelantado Edu. ¿Es que la oligarquía paulista no tiene nada mejor que hacer para imponer su dominio? Y los militares, ¿ponemos armas en sus manos para que se adhieran a la división y al desorden?
-          No sé qué decirle, respondió el joven. No entiendo de política, pero sí puedo asegurarle que la gente por las calles parecía muy entusiasta y que los jóvenes acudían en masa a alistarse como voluntarios.
-          Líbrete Dios, Eurico, de seguir sus pasos. La guerra es sólo para los imbéciles y los canallas. Te lo digo yo, que viví de cerca los primeros meses de la Europea, allá en Francia, y pude comprobar con horror cómo los aviones que yo contribuí a crear servían para instalar en ellos ametralladoras y lanzar bombas. ¡Nunca más!

     Al día siguiente, por la tarde, don Alberto, al regreso de su paseo con Eurico, estaba deprimido, como tiempo atrás. Para incordiarle aún más, un titular de A Tribuna, resaltaba con grandes caracteres: São Paulo, en una demostración de vibrante civismo, se levanta unánime por un Brasil fuerte y libre. El prohombre se descompuso:

-          ¿Has visto, Jorge, parejo cinismo? ¡Ahora resulta que Brasil será más fuerte y libre gracias al separatismo y la guerra civil!

     Varios circunstantes volvieron la cabeza ante el exabrupto. El sobrino, un tanto corrido, contemporizó a media voz:

-          Vamos, tío, no todo es tan claro como tú lo ves. Tal vez el Gobierno Provisional necesite una advertencia para no seguir por el mismo camino que hasta ahora.
-          Sí, una advertencia consistente en levantar tropas y amenazarle con renunciar o ser depuesto por la fuerza. ¡Pobres pracinhas[7], pobres voluntarios!

     A la mañana, Eurico volvió a hacer una escapada a Santos. Volvió con una nueva inquietante: Se había formado en la ciudad la Milicia Civil. Don Alberto, desvelado y todavía sin afeitar, gruñó, como de costumbre:

-          Milicia civil: ¿qué te parece el oxímoron?

     El camarero no había oído aquella palabra en su vida, pero sospechaba su significado:

-          Supongo que todos tendremos que apoyar la revolución. Se habla de que van a crearse batallones de señoras y de niños y que…

     Eurico debía tener algo de adivino pues, al día siguiente, 13 de julio, las mujeres paulistas se organizaban para apoyar la lucha por la ley. Trescientas de ellas se ofrecieron voluntarias, en esa jornada, para formar una unidad de Cruz Roja y trabajar en el campo de batalla. Los diarios acogían la presunta noticia de que tropas mineiras y paranaenses se encaminaban hacia São Paulo para sumarse a la revolución. Don Alberto, mineiro él mismo, se sentía avergonzado por la actitud de aquellos paisanos suyos.

     El 14 de julio, fiesta nacional francesa, era para Dumont un día festivo. Sin embargo, todo se torció cuando, a eso del mediodía, Radio Clube de Santos dio el dato que todos temían o esperaban desde hacía días: Se han trabado en Cunha los primeros combates entre nuestras fuerzas y fusileros navales venidos de Parati. El general Isidoro Lopes ha salido hacia la zona de operaciones. Dumont no quiso escuchar más. Sin comer, subió a su habitación y, con su clara letra cursiva, que tan bien había resistido los ultrajes de la enfermedad, redactó de corrido la carta abierta que ha pasado a la posteridad[8]. Tal vez, no esté de más recordarla, aunque sea en una pobre traducción española:

     Compatriotas: Reclamado por mis coterráneos mineiros residentes en este estado, para suscribir un mensaje que reivindique el orden constitucional del país, no me es posible, por enfermedad, salir del refugio al que por necesidad me he acogido, pero sí puedo mediante estas palabras escritas asegurarles, no sólo mi total acuerdo, sino también la llamada de quien, habiendo siempre pretendido la gloria de su Patria dentro del progreso armonioso de la humanidad, juzga poderse dirigir en general a todos sus compatriotas como sincero creyente en que los problemas de orden político y económico que ahora se debaten, solamente podrán resolverse dentro de la ley y en un ámbito de plena concordia, de forma que conduzcan a nuestra Patria a la finalidad superior de lograr sus grandes destinos. Viva Brasil unido.

     Eurico pasó la tarde copiando varias veces el breve y hermoso texto y rellenando los sobres con las direcciones que don Alberto le dictaba. Llegó a aprender casi de memoria el contenido, experimentando a la vez sentimientos de emoción e inutilidad. Sólo se atrevió a hacer una pregunta:

-          Ingeniero, ¿es cierto que los mineiros le han pedido que apoye el camino de la paz?
-          Vivimos días, hijo, en que para derramar sangre sólo hace falta tener un arma, pero, para clamar por la concordia, es preciso buscarse argumentos.



4.       El final
   
     Jorge Dumont Villares estaba intranquilo. Desde la partida de aquel muchacho tan servicial, tío Alberto había vuelto a dar evidentes síntomas de depresión y ciertos indicios de maquinar el suicidio. Por ello, había vuelto a recurrir a Edu Chaves, tratando de constituir una especie de turnos disimulados de guardia, a fin de no dejar solo ni por un momento al enfermo. El doctor movió la cabeza dubitativo, al saber del montaje:

-          No sé, no sé. Cuando a alguien se le mete entre ceja y ceja suicidarse, es casi imposible evitarlo. Tal vez, si se le ocultasen las noticias de la guerra, o volviendo a Europa…

     Dumont no dejó de percibir el cerco en su torno. Una y otra vez, daba vueltas a la marcha de Eurico. El maître le reveló:

-          El muchacho dudaba sobre lo que hacer. Si hubo algo que lo decidió fue la actitud de su pariente, el señor Neves da Fontoura.
-          ¿Fontoura? ¿Y qué fue lo último que se le ocurrió a ese veleta?
-          Pues acudir a São Paulo, a ofrecer su persona y el apoyo de toda la juventud riograndense.

     Dumont soltó un juramento. El maître se retiró prudentemente.
     A mediodía del 23 de julio, aviones del Gobierno sobrevolaron Guarujá, camino de São Paulo, donde dice la historia que bombardearon el Campo de Marte. Lo que la historia no dice –aunque lo supone- es que el ruido de aquellos motores acabó de desquiciar al padre de la aviación, que abominó definitivamente de sus criaturas. Comió con aparente buen apetito, pidió un pernod, como acostumbraba en las fiestas y dijo a sus guardianes:

-          Tengo sueño. La noche pasada no dormí bien. Voy a echarme una siesta.

     Edu y Jorge se miraron complacidos. El segundo respondió:

-          ¿Te acompaño hasta arriba?
-          No es preciso. Aunque todavía no sé si estará arriba mi morada.

     Lo vieron salir pausadamente, apoyándose en el bastón. Un camarero le abrió ceremoniosamente la puerta. La puerta de la eternidad.

***

     Quien más, quien menos, todos conocemos el destino de Alberto Santos-Dumont. Pero, ¿qué fue de Eurico de Melo? Tras múltiples pesquisas, había yo desesperado de dar con la respuesta, cuando una vieja fotografía me trajo la solución.

     La instantánea había sido tomada en el entonces descampado existente ante al Instituto Biológico de São Paulo. Un frente de blancas tiendas de campaña cubre el plano medio de la foto. Delante, algunos soldados posan o faenan. La imagen, muy conocida, suele presentarse en los libros con un pie que aproximadamente reza: Tropas gaúchas acampadas en el área del Instituto Biológico (futuro parque de Ibirapuera) durante la Revolución Constitucionalista de 1932.
Lo sorprendente es que los textos no se sienten en la obligación de aclarar si esas tropas fueron de las pocas que pudieron llegar a la capital paulista para apoyar a los revolucionarios, o de las que, adictas al Gobierno Provisional, contribuyeron a la toma de la ciudad al final de la sublevación. Y, más sorprendente aún, para mí, es que uno de los soldados que posan es, sin lugar a dudas, Eurico de Melo Neves. Como si fuera un pájaro con las alas desplegadas, reposa sus brazos sobre sendos compañeros, que con él forman un grupo compacto. Así que, ¿luchó a favor de unos, de otros, o de ambos bandos? ¿Pudo morir en los combates o sobrevivió a los mismos? ¿Llegaría, en consecuencia, a conocer la muerte de don Alberto y sus pormenores, aunque fuesen celosamente ocultados por su familia[9]?

      De lo que no cabe duda es de que, cualesquiera que fueran las fidelidades o las veleidades de Eurico, tuvo que estar de acuerdo en algún momento con su pariente Fontoura. No en vano, éste preparó en seguida la eufemísticamente denominada reaproximación a Vargas. Y es que, aunque no fuera precisamente el padre de la aviación, ¡él sí que sabía sobrevolar el mundo con vista de águila!... y sin necesidad de motor.



[1]  Cantidad virtual de moneda, equivalente a mil unidades de la de curso legal; en el caso del Brasil de la época, los réis, de muy escaso valor.
[2]  Alberto Santos Dumont (1873-1932), pionero brasileño de la aviación, cuya peripecia vital y dramática muerte pueden seguirse en cualquier enciclopedia. Por lo que a este relato respecta, he procurado mezclar fantasía y realidad, con el debido respeto a su honrosa memoria.
[3]  El relato juega en varios lugares –entre ellos, éste- con la conocida frase de Santos Dumont: quería volar como un pájaro, no brincar como los saltamontes.
[4]  Eduardo Pacheco Chaves (1887-1975), famoso aviador paulista que, entre otras hazañas, fue el primero en volar sin escalas entre São Paulo y Río de Janeiro, en julio de 1914. El viaje duró unas seis horas y media, a la velocidad promedio de casi 80 km/h.
[5]  Alusión algo maliciosa a la taimada venta por Jorge Dumont Villares a Henry Ford de 2,5 millones de acres en el valle del río Tapajós, por 125.000 dolares, cuando el Gobierno del Estado de Pará estaba dispuesto a regalarle el terreno. Los hechos sucedieron en 1923 y el objeto era crear extensas plantaciones del árbol del caucho, para servir a las necesidades del gigante automovilístico americano.
[6]  João Neves da Fontoura (1887-1963), político riograndense que, en relación con el Presidente Getúlio Vargas, cambió varias veces de opinión y de bando.

[7]  Equivalente al español “soldaditos”.
[8]  Que yo sepa, el original de esta carta abierta obra en la Colección Pedro Correa do Lago (sección de Documentos y Autógrafos Brasileños).

[9]  La familia de Alberto Santos Dumont logró, en un primer momento, ocultar que su muerte había sido debida a un suicidio, hecho difícilmente discutible hoy, a partir de las revelaciones del delegado de policía que atendió la incidencia, Dr. Raimundo de Menezes. Según ellas, Dumont se suicidó por ahorcamiento, colgándose del caño de la ducha del cuarto de baño con el cinturón de su albornoz.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Coincidencia fatal



     No puedo permitirme destruir la intriga de este relato en su presentación, reconociendo en su frontispicio la identidad del protagonista. Baste decir que la gran mayoría de los hechos e identidades recogidos son sustancialmente ciertos. Y les aseguro que la historia tiene lo bastante de humor y de sensibilidad, como para que, pese a mi poca maestría, alcancen ustedes enseñanza y deleite. Empeño mi palabra.


  1. Una casa junto al Esgueva

     Ante la presencia de un pelotón de guardias de Calomarde, los estudiantes concentrados a las puertas de la Universidad de Valladolid se dispersaron como por ensalmo, no sin que el profesor D. Pedro Alcántara hubiera antes prevenido a los universitarios de la llamada del rector, doctor Macho, a las denominadas fuerzas del orden. El grupo más numeroso corrió calle abajo hacia la de las Angustias, perseguidos de cerca por los agentes. Llegados a esa vía, se produjo una mayor dispersión. Uno de los universitarios salvó de pocas zancadas la distancia que le separaba de la orilla del Esgueva y torció por la calle Cantarranas. Aunque no se tomó tiempo de mirar hacia atrás, le pareció escuchar a sus alcances el ruido metálico de las botas de los uniformados. A punto de perder el aliento, sitiado entre la cenagosa orilla del río y la hilera de casas que se asomaban al mismo, notó un siseo y que un brazo tiraba de él hacia el interior de un portal. La autora de este conato de salvación le invitó a seguirla, escaleras arriba, hasta el segundo piso. Llave en la cerradura y portazo: los jóvenes estaban dentro y a salvo.
-          ¿Eres tú, Bernarda? ¿Qué pasa que has dado ese golpe a la puerta?
-          Nada, señora, que andaba la policía por la calle y ya sabe usted que me da miedo esa gente.
-          ¡Jesús hija, qué susto me has dado! Anda, ve a la cocina y prepara la comida, que hoy te has entretenido demasiado en la compra.

     Bernarda, indudablemente la criada de la casa, hizo ademán de silencio y condujo al perseguido Mariano hasta una sala que daba al patio trasero.

-          Espera aquí unos minutos, sin hacer ruido. Luego sal, cerrando suavemente la puerta y te marchas. No creo que la policía te vaya a buscar por más tiempo.
-          Gracias por todo. Me has hecho un favor muy grande.
-          Vamos, vamos. No te metas más en líos, que no siempre vas a tener quien te proteja.
-          ¿Te llamas Bernarda, verdad? Volveré a verte, para contarte quién soy y en qué acaba todo.
-          Sí, sí; si te he visto, no me acuerdo. No volverás, ni falta que hace, no vayas a comprometernos.

     Corría el mes de febrero del año de gracia de 1825.

***

     El segundo piso de la casa número 12 de la calle Cantarranas no tenía mucho de particular. Casa modesta por fuera, era el típico inmueble construido en fondo, con la puerta de entrada en medio de un largo y oscuro pasillo, al que daban un par de dormitorios casi ciegos y el excusado. Al frente de la calle, el cuarto de estar-comedor y la cocina. En retaguardia, dando a un patio de manzana, la sala del resguardo mariano y el dormitorio principal. El mobiliario parecía de casa venida a menos, con algunos restos de pasado esplendor y ciertos huecos y muebles desvencijados, que parecían preludiar tiempos peores.

     La impresión decadente respondía a la verdad. Las ocupantes permanentes de la casa eran dos y a ambas ya las hemos escuchado. La señora, doña Aurora Enciso, se acercaba a la treintena, en plenitud de belleza y atractivo, que velaba hasta cierto punto con ropas oscuras y casi completa ausencia de afeites y aderezos. No de otro modo había de comportarse externamente la esposa de un teniente coronel de los sublevados con Riego, cuando era teniente, y que ahora cumplía una pena de veinte años de presidio en el penal de Ceuta. El militar, condenado año y medio antes, se había llevado consigo –como quien dice- las llaves de la despensa y de la vida social de doña Aurora, quien además se había visto desposeída por incautación de dinero y propiedades, viviendo con apuros a partir de entonces, gracias a algunos ahorrillos salvados de la quema y a los subsidios enviados por su madre, terrateniente de cierto postín en la villa de Alaejos.

     De allí mismo era la mejor joya de la casa, siquiera lo fuera con dientes, como ella apostillaba con sorna. Bernarda Garrote, la criada y segunda habitante fija de la casa, era una oronda joven de unos veinte años, designada por la madre de Aurora para cuidar y ayudar a esta en su soledad y necesidades. Hija de unos renteros de la familia, profesaba a su ama un afecto especial y una honradez a toda prueba, disfrutando, a su vez, de la libertad que le concedía la moderación de Aurora y su plena confianza en ella. Bernarda, desde luego, no tenía que guardar fidelidad a ningún militar; así que a nadie debía rendir cuentas si había pasado por los brazos de algún gañán o de cierto ayudante de tendero, por poner ejemplos; en todo caso, relaciones ocasionales, fruto del vigor de la edad, más que de sentimientos profundos.

     Esas eran las ocupantes fijas de la casa, en la que Aurora había ido a morar a raíz de la detención de su esposo por los Cien Mil Hijos de San Luis. Hasta entonces, su residencia había estado en Cáceres, donde su Vicente era segundo jefe de la guarnición y disfrutaban de posición y alojamiento muy superiores; pero, ¡qué se le va a hacer! Circunstancias mandan, y su madre, doña Ascensión, había preferido tenerla más cerca y aprovechar el piso comprado en Valladolid para cuando ella o sus deudos tuvieran la necesidad o el gusto de venir a la capital.

     Ni que decir tiene, que la ocupante ocasional más frecuente de la vivienda era la propia doña Ascensión, que cada tres o cuatro meses daba una vuelta  con calma, a ver cómo estaba su hija predilecta y, de paso, guarnecer debidamente la despensa. Y, en cuanto al otro ocupante esporádico, necesitaremos de una más amplia alusión: baste decir que el tal era amante de doña Aurora.

***

     Se habían conocido en la ciudad cacereña, cuando Aurora tuvo un aborto, años atrás. El caballero, emigrado del año trece, posteriormente amnistiado, casado en segundas nupcias, ejercía de galeno en la plaza, con la vitola de haber sido médico particular del infante don Francisco de Paula y de primera clase en el ejército del rey José. Hombre culto, afable y serio, gozaba de buena fama entre los de su profesión, la cual probó merecida en el caso difícil de Aurora, que sacó adelante sin detrimento de la paciente y con la gratitud y amistad del matrimonio. Poco después, vino la debacle ya reseñada y el facultativo se convirtió en el paño de lágrimas de su amiga y, no en pocas ocasiones, en  garante  para sus apuros económicos. La relación fue haciéndose cada vez más íntima, pese a (o quizás, a causa de) la gran diferencia de edad entre ambos y a sus respectivas nupcias, desgraciadas en ambos casos aunque por muy distintos motivos. En el caso del doctor, su joven esposa había resultado inculta, un tanto casquivana y poco inclinada a ejercer sus deberes maternales.  De los infortunios de Aurora ya tenemos suficiente conocimiento.

     El hecho es que, cuando Aurora hubo de trasladarse a Valladolid, por firme decisión de su madre, su amante hizo lo posible por seguirla, encubriendo sus motivos bajo apariencia de órdenes superiores. No le fue posible conseguir destino en la capital del Pisuerga, pero sí en la próspera villa de Aranda de Duero, a unas veinte leguas de aquella, es decir, a medio día de diligencia, contando con las paradas intermedias. Su esposa, Dolores, había puesto el grito en el cielo, cuando se vio “encerrada en aquel poblachón del demonio”, pero su marido no era hombre que cambiara así como así sus decisiones. Por tanto, toda la familia se instaló cómodamente en la Arcadia arandina, desde donde el ilustre médico se desplazaba, al menos, una vez al mes a Valladolid para recibir instrucciones clínicas y atender a algunos pacientes ilustres. Innecesario es señalar la identidad de su paciente menos ilustre, pero más visitada en su domicilio, a orillas del  Esgueva.


2. Del amor y sus clases

     Marianito, a sus dieciséis años recién cumplidos, era ya un mozo de honor o, cuando menos, de quienes ejercen aquello de que de bien nacidos es ser agradecidos. De forma que hizo por ver a Bernarda, cosa que consiguió pocos días después de la persecución policíaca. El joven no era lo que se dice clasista y, por otra parte, la criadita tenía unas prendas y un desparpajo como para atraer a cualquier chico de edad parecida a la suya. Y así, Mariano se le hacía el encontradizo a eso de las doce, cuando el plúmbeo profesor apodado Demostrándum concluía sistemáticamente con esa palabra su clase de Matemáticas; momento coincidente con el retorno a casa de Bernarda, después de hacer la compra y darse por los soportales el paseo de costumbre. La atracción entre ellos iba en aumento y un día en que doña Aurora había viajado hasta Alaejos para visitar a su abuela materna, sobrevino lo felizmente inevitable. Bernardita invitó a su romeo a comer con ella un cocido “que no has probado en tu vida”. Y así fue, en verdad, pues Mariano probó por primera vez en la vida un manjar delicioso, aunque habríamos apostado que nada tenía de cocido. El chico se deshizo en gratitud y manifestaciones de cariño, que Bernarda, aunque bien contenta de ser tratada como nunca hasta entonces en lides amatorias, cortó de raíz, a eso de las ocho de la tarde:

-          Anda, anda, déjate de monsergas y vete para casa, no vaya a volver la señora. Y baja la escalera con cuidado, que las del primero son unas cotillas.

***

     A partir de aquel día, con el apetito cada vez más voraz, Marianito empezó a menudear sus visitas a la cocina y al cuarto del servicio de la casa de la calle Cantarranas, donde Bernarda le sobrealimentaba (la pensión de la calle de Olleros no era, precisamente, un dechado de esplendidez en estos aspectos) y, si no había moros en la costa, pasaban de las caricias furtivas a manifestaciones amatorias más explícitas. El muchacho llevaba su iniciación sentimental de manera tan apasionada, que olvidaba sus estudios y hasta las vespertinas partidas de ajedrez. Por su parte, Bernarda empezaba a sentir por su galán algo parecido al amor, aunque no dejara de comprender que tal cosa, entre un señorito y una fregona, tenía escasas posibilidades de prosperar. En cualquier caso, y para protegerse ante un posible descubrimiento del pastel por parte de su señora, Bernarda le dejó caer una tarde:

-          Señora, ¿se acuerda usted del chico al que salvé de caer en manos de la policía?
-          Sí. ¿Por qué? ¿Has vuelto a saber de él?
-          Pues sí. Es un pobre muchacho que está lejos de su casa. Estuvo emigrado en Francia; luego, interno en un seminario, o algo así. Y ahora, malcome en una pensión de tres al cuarto, mientras estudia filosofía, matemáticas y todo eso. ¡Me da una pena! La verdad es que ha subido alguna vez a tomar algo, aunque yo no se lo haya dicho a usted, por cortedad.
-          Hija, Bernarda, nos tenemos confianza y ya sabes cómo se piensa en esta casa. Así que deja de subirlo a escondidas y que entre francamente. Eso sí, a horas respetables y sin menudear en exceso las visitas, que temo las habladurías.
-          Gracias, señora. La próxima vez que me lo encuentre, le invitaré a subir y se lo presentaré.

     De manera que, al menos, las visitas a la cocina quedaron debidamente legalizadas. Las del dormitorio de Bernarda permanecieron en el arcano, aprovechando las ausencias de la señora.

***

     A mediados de abril del susodicho año de gracia de 1825, Mariano hizo, por fin, su entrada oficial en el número 12 de la calle Cantarranas. Apercibido por Bernarda y un tanto nervioso, vistió su terno más elegante, se perfumó discretamente y, con una partitura en la mano, a las seis de la tarde, acudió a la invitación de Aurora para tomar el té. Su querida le notó especialmente alterado, aunque lo achacó a timidez o a vergüenza. Pero Mariano tenía una razón más poderosa para estar en tensión: de manera subrepticia en la casa, y de forma pasajera en la calle, había tenido ocasión de conocer de vista a la señora y le había parecido una auténtica preciosidad en todos los sentidos, incluso en aquel que Bernarda había descubierto y potenciado en él, hasta extremos desconocidos apenas dos meses antes.

     El té de aquel 16 de abril resultó delicioso, aunque no exento de cierta rigidez protocolaria. Marianito rompió el hielo, entregando a su anfitriona el obsequio musical, las páginas vibrantes y versátiles de la Sonata quasi una fantasia de Beethoven. Aurora se asombró:

-          ¿Pero cómo has sabido que Beethoven es mi favorito y que, de vez en cuando, aporreo el piano?

     Mariano se limitó a sonreír. A buenas horas iba a confesarle que la había oído tocar (tal vez diríamos mejor, ejecutar) en alguna ocasión obras beethovenianas, admirado de que manos tan femeninas pudieran golpear el piano de la forma frenética y aplastante que el genial sordo solía exigir en sus sonatas de juventud.

     El té en servicio de hermosa porcelana y las pastas de la más fina repostería de Portillo acompañaron las amplísimas confidencias que Mariano vertió en los oídos de Aurora durante dos horas. Casi todo salió a colación: desde su exilio francés, hasta los estudios emprendidos en el alma mater vallisoletana, pasando por su infancia madrileña, su estancia en el internado de los escolapios, y sus fugaces residencias en Corella, Cáceres y Aranda de Duero, siguiendo los traslados de su padre. Aurora, aunque muy contenida, no dejaba de experimentar sorpresa o viva emoción ante algunos de los datos que Mariano le revelaba. No obstante, procuraba penetrar en el alma del muchacho con preguntas más genéricas o sentimentales:

-          Así que tu padre es médico. ¿Piensas seguir su misma carrera?
-          Lo estoy dudando. Me gustan las ciencias, pero también las lenguas clásicas y las matemáticas; así que sigo como oyente materias muy variadas, para decidir el año que viene si me inclino por Leyes, Filosofía o Medicina.
-          Te has pasado casi toda la vida con tus abuelos o interno. ¿No echas de menos a tus padres, en especial, a tu madre?
-          Ya estoy acostumbrado a valerme solo. Dicen que soy un buen estudiante y bastante maduro para mi edad. De todas formas, ahora estoy cerca de casa y pienso pasar allí las vacaciones de verano.
-          ¿Qué tal te llevas con tu padre?
-          Muy bien. Últimamente se ha preocupado mucho de mi formación. Es un hombre culto y un gran médico; bueno, según dicen… Incluso tiene clientela en Valladolid.
-          ¿Y tienes amores con alguna jovencita?, aunque en realidad eres demasiado joven.
-          No, no. Alguna hay que me hace tilín, pero la verdad es que todavía no he encontrado a la mujer de mi vida.
-          ¿Y con la policía? ¿Han vuelto a molestarte?
-          No, si yo no me meto en política. Fue todo cosa de una reunión de compañeros para pedir que pusieran en libertad a dos de los nuestros, sorprendidos en poder de impresos introducidos desde Francia, o algo así.

     Bueno, como es natural, estas preguntas y respuestas –como otras varias- fueron produciéndose a lo largo de una conversación fluida, pero nos ponen sobre la pista del interés de Aurora por conocer a Mariano. En cambio ella –lógicamente- no fue interrogada por su invitado, entre otras cosas, porque este sabía –o creía saber- casi todo de ella, gracias a las confidencias de Bernarda. No obstante, como dice el refrán, de lo vivo a lo pintado… Y Aurora, en vivo, ganaba muchísimo. Marianito tuvo ocasión de experimentarlo en su corazón. De aquella casa, en esa tarde, salió prendado de ella hasta las entretelas. Tan es así, que apenas cruzó palabra con Bernarda cuando esta le acompañó a la puerta. La moza le despidió risueña, aunque la procesión fuera por dentro:

-          Adiós, don Mariano. Otro día la tendrá usted más larga.

***

     El final de curso –que, por aquel entonces se producía hacia el mes de junio- llegó para Mariano de manera “traidoramente fulminante”, como él llegó a decir. No todos compartiríamos su impresión, pues aquellos dos meses fueron de una gran riqueza sentimental. La asiduidad del trato con Aurora generó en ambos amigos profundos lazos de muy diversa naturaleza. Si, para el joven, aquella relación colmaba su espíritu de pasión y optimismo vital, la señora se debatía entre sentimientos encontrados de entrega espiritual y preocupación por sus consecuencias. El aplomo y la simpatía del muchacho la conmovían profundamente pero se imaginaba, con razón, complicaciones y riesgos sin cuento. Trató de entender y explicar sus sensaciones en términos cuasi-maternales y, desde luego, totalmente platónicos, mas fue en vano. Literalmente –como llegó a confesarle a Bernarda- “no sabía qué hacer”.  Bernarda, haciendo por un instante abstracción de sus propios sentimientos, replicó ambiguamente:

-          Es que el señorito se le mete a una en el corazón. ¡Es tan seriote y tan noble!

     Lo que antecede puede servirnos de introducción al tema del idilio entre la criadita y el estudiante que, como es natural, resultó muy afectado por la división emocional de este. No todos llevan bien la filosofía existencial del cuco, del que se dice que, de forma completamente natural, canta en un nido y pone los huevos en otro. Felizmente para Mariano, vino en su ayuda ese recurso tan manido de dejar volar la imaginación. En su caso, sin duda ayudaba el que el nido de su doblez fuera único y que Bernarda acostumbrara a ponerse unas gotitas –más bien, chorritos- de perfume antes de sus encuentros al más alto nivel; aromas que, no por casualidad, coincidían con los de su señora. Así que Marianito cerraba los ojos y soñaba…, sin más preocupación que la de no equivocar el nombre que susurraba al oído de su pareja. Pero, con todo y con eso, Bernarda no dejaba de sentirse un poco celosa de Aurora; celos absurdos, si se quiere, pero enconados por la imposibilidad de competir con iguales armas y por el conocimiento de un hecho decisivo que, por ahora, se sentía incapaz de utilizar contra su señora. 


3. La penosa revelación

     Ese hecho decisivo era, por supuesto, que Aurora tuviera un amante, quien fiel e invariablemente la visitaba una o dos veces al mes. La entrada en su vida de Marianito no debería haber significado alteración de su otra relación sentimental, dado lo diverso de ambas. No obstante, la joven casada llegó al convencimiento, por mero sentido común, de que tres hombres en su vida y a la vez eran demasiados en todos los sentidos. Se imponía apartar, al menos, a uno, si no quería que la situación acabara por estallarle entre las manos. Y el punto más flojo de la cuerda a romper era, sin duda, Marianito. Sí, pero ¿cómo rompería la cuerda sin romperle el corazón? Ese era el problema, que el azar se encargó de resolver por ella poco tiempo después.

     La cosa empezó porque nuestro universitario, invirtiendo el dinero regalado por su padre para que celebrara su onomástica, alquiló un palco del Teatro de la Comedia a fin de presenciar la representación de A la vejez viruelas, resonante éxito en el Madrid del año anterior, obra del autor novel Bretón de los Herreros. Al joven le pareció que no había forma mejor de despedir el curso y, de paso, hacer salir a Aurora, por primera vez, del “reducto de su innecesaria reclusión”. Y la invitada, bien fuera por la agradable sorpresa, bien porque acababa de hacerse un precioso traje malva de raso y encaje, aceptó; tanto más, al saber que seguirían la divertida comedia desde la suave penumbra e intimidad de un palco exclusivo. Una intimidad que facilitó el que sus ocupantes fueran los espectadores que menos se enteraron de la función, por estar entregados a más personales menesteres. Aurora, aún un tanto fuera de sí, comprendió que las cosas habían llegado demasiado lejos.
     Algo parecido debió de pensar el profesor Alcántara, sorprendido descubridor de la pareja en el vestíbulo del teatro, pues al día siguiente pasó aviso a Mariano para que lo visitase cuanto antes en su despacho de Secretario de la Facultad. Habida cuenta del talante político abierto de don Pedro y de su condición de paciente de su padre, el estudiante se constituyó confiadamente al siguiente día en el ámbito indicado, teniendo con el catedrático de Filosofía una seria entrevista, cuyo contenido seguidamente extractamos:

-          Mariano, estoy muy descontento con usted de unos meses a esta parte. A principios de curso, se matriculó como oyente de seis asignaturas y ya puedo anunciarle que, dentro de unos días, saldrán las notas y le van a quedar pendientes tres materias. Y todo se ha debido a su conducta en el último trimestre, rehuyendo la asistencia a clase y estudiando poco y mal. Es usted muy inteligente, pero algo de trabajo serio ha de poner de su parte.
-         
-          Nada, nada. No me venga con disculpas políticas o académicas. El nivel de exigencia ha sido muy moderado y apenas ha habido agitación en esta mortecina urbe. ¡Si hasta yo mismo he tenido que aprobarle, lo que se dice, por misericordia!
-         
-          Monsergas. Yo bien sé lo que le pasa a usted, que muy acompañado lo vi el otro día en el teatro. Pero, hombre de Dios, con una mujer casada y que no guarda la ausencia forzosa de uno de los héroes del año veinte.
-         
-          No, no me refiero a su compañía, que juzgo inocente y nada inmoral, aunque poco conveniente, dada la diferencia de edad. Aludo al hecho de que esa señora, por unas u otras razones, se ha echado un amante, como seguramente usted ignora.
-         
-          No se excite. Lo sé de buena tinta. En esta ciudad nos conocemos todos y mi prima Flora vive en el principal de la misma casa; así que no hay margen de error posible.
-         
-          En fin, si no me cree, pregúnteselo a ella. Por mi parte, seré discreto con el asunto y su padre no sabrá por mí las causas de su fracaso escolar. Eso sí, le espero en octubre y, si no aprueba todo el curso, nos veremos las caras. Confío mucho en usted y en sus prendas personales. Necesitamos jóvenes valiosos y entregados, para cuando esta nefasta situación nacional cambie. No me defraude… y no pierda su tiempo en relaciones vanas.

***

     Mariano salió de la entrevista dándole vueltas la cabeza, con la más caótica mezcla de sensaciones encontradas. Tan pronto le parecía estar viviendo en un flotante mundo irreal, como era presa de la indignación ante una gigantesca calumnia, o daba por cierta la infidelidad de Aurora y le entraba la más completa depresión. Paseó sin rumbo durante varias horas, tratando de poner orden en su mente y adoptar una línea de conducta. Finalmente, acabó por donde empezaban los consejos de Alcántara. Era media tarde y el sol apretaba de firme. Entró en el portal de su amada y dejó transcurrir un rato en la penumbra, refrescando el ardor y musitando las palabras que pensaba dirigir a la hermosa. Finalmente, ante el riesgo de ser visto por doña Flora, subió rápida y silenciosamente las escaleras y llamó a la puerta.

     Por ausencia momentánea de Bernarda, fue la misma Aurora quien abrió. Mariano esbozó un saludo y, entre agitado y solemne, se encaminó al cuarto de estar, seguido por la dueña de la casa, a la vez, perpleja y suspicaz. El muchacho comenzó según había preparado:

-          Querida Aurora, me han contado una cosa que no sé si…
-          No será lo que yo llevo tratando de decirte mucho tiempo, sin atreverme.

     En suma, por intuición o por ganas de sincerarse, Aurora devolvió la sorpresa y tomó una ventaja decisiva, como en un contragambito ajedrecístico. Después de un corto juego de di tú, dilo tú primero, la tremenda y sencilla verdad afloró con una tranquilidad sorprendente. Había un amante, persona respetable y movida más por amor que por deseo físico; la clave no estaba en modo alguno en el dinero, sino en la soledad y la gratitud; la situación había sido velada por pudor y por deseo de no dañar, no por insinceridad en los afectos; en fin, Aurora esperaba que lo acaecido no destruyera ni ajara la amistad y el cariño mutuos, aunque comprendía la desilusión y aconsejaba un periodo veraniego de sosiego.

     Como se ve, la señora no era tonta ni desconsiderada: procuró pintar la situación del modo más ventajoso para su doble infidelidad y para los sentimientos heridos del adolescente. Este no supo encontrar palabras de réplica, fuera de algunos “comprendo”, “te entiendo”, o “no, no”, cuando ella decía reprocharse amargamente sus faltas y admitir la posibilidad de que él no se las perdonara. No obstante, concluida la cascada de palabras de su parte, Aurora formuló a Mariano algunas preguntas, como al desgaire. Parecía especialmente interesada por la fuente en que el estudiante había bebido el agua de la verdad y hasta qué punto dicha fuente había desvelado datos o identidad de su amante. Tranquilizada acerca de tales extremos (“ya sabes, no me gustaría que otras personas padecieran por la indiscreción”), Aurora tuvo un último movimiento de cordialidad:

-          ¿Qué tal te sientes? ¡Si pudiera ahorrarte de algún modo el sufrimiento o el enojo!

     Mariano reunió todas las fuerzas que le quedaban y respondió:

-          Todo lo doy por bien empleado, con tal de haberte conocido. Así que sufrimiento, mucho, pero enojo, jamás.

     Se levantó, besó dulcemente su mano y salió solo, pasillo adelante. En el descansillo, se cruzó con Bernarda y, sin mediar palabra, le dio dos sonoros besos en las mejillas y corrió escaleras abajo para evitar aclaraciones y despedidas.

***

     El verano en Aranda constituyó una reclusión. Había que machacar el programa de Matemáticas, Dialéctica y Ontología y servir a una recién iniciada vocación poética, que sabe Dios que no era el camino por el que llamaba a Mariano. Pero este había hecho un ejercicio práctico de la Dialéctica de su estudios y de él había salido Aurora convertida poco menos que en la mujer modelo o, cuando menos, en nuestra señora de los dolores (y perdónesenos la comparación, un poquito irrespetuosa). Para empezar, estaba la terrible situación de una joven esposa, privada de su marido durante veinte años, sola y en situación personal precaria. Luego, un jovencito que no había hecho ascos a una mujer casada, pero que se indignaba ante la realidad de tener un rival más conveniente para ella, por su edad y probable posición. Y con ambos protagonistas, tesis y antítesis, ¿cuál había sido la síntesis? Que Aurora le había abierto su casa y su corazón, en tanto que él había salido escopetado de su vida, tan pronto encontró una dificultad. Bueno, es cierto que había circunstancias accidentales a su favor, como la poca sinceridad de ella y el orgullo herido de él, ante la posibilidad de que le profesara un mero amor platónico y hasta maternal, dejando la pasión y la corona de su feminidad para otro. Pero esos accidentes no afectaban a la verdadera sustancia: que Aurora le quería, que lo consideraba una persona muy importante en su vida y que él debía buscar por encima de todo la felicidad de ambos.

    En fin, la filosofía se convirtió en cartas y poesías, que empezaron a salir de Aranda para Valladolid con periodicidad casi diaria. Sin embargo, no hubo contestación. Mariano entró en una espiral de desmoralización espiritual y sopor físico, en la que apenas encontraba fuerzas para dedicar al estudio unas mínimas horas diarias. Menos mal que su padre decidió enfrentarse a las matemáticas y ayudarle en su preparación, en tanto su madre -¡por primera vez en bastantes años!- puso en marcha sus encantos y amistades, para sacarle de sus casillas y procurarle algún solaz. Y así, entre unas cosas y otras, llegó septiembre y con él, una bendita e inesperada carta de Aurora: había estado pasando el verano en Alaejos y, cuando regresó a Valladolid, “casi no pude abrir la puerta, de la cantidad de cartas tuyas que habían metido por debajo; aún no he acabado de leerlas, pero son preciosas; si tú quieres, ya hablaremos cuando vengas”. También le mandaba besos, de parte de Bernardita.

     Mariano tuvo el día mejor de su vida. Su madre estuvo a punto de llamar a los loqueros. Afortunadamente, su padre lo conocía bien y comentó con sorna:

-          Marianito tiene un humor melancólico con esporádicas incontinencias sanguíneas. Dentro de dos días estará calmado y en una semana, tan introvertido como de costumbre.
    
     Como casi siempre, el doctor tenía razón.


4. El amante, desvelado

     Aprovechó lo que quedaba del mes para sacar los atrasos académicos y escribir unos tres mil versos, que no envió a su musa por correo, ante la razonable advertencia de esta en su única carta: no des tres cuartos al pregonero y, menos, a tus padres, que no entenderían lo nuestro y puede que no te dejaran volver a Valladolid. Aquello eran palabras mayores: Mariano decidió ser una tumba, como las cantadas por Hugo o Novalis, o aquella ante la que decían que se juramentaban los Numantinos. No menos merecía el amor de Aurora o, según alguna de sus elegías al germánico modo, “la Aurora de mi amor”. Con tal aurora, el pleno día se prometía glorioso y, aunque tardaba demasiado en llegar, tenía ya oriente y data prefijados: las orillas del Esgueva, el día 1 de octubre de 1825.

     Pasó la primera semana del citado mes, entre exámenes victoriosos y menos triunfales visitas a la calle Cantarranas. Aurora había contraído un fuerte resfriado, coincidente con la benéfica presencia de su madre en la casa. Excepcionalmente, Mariano recibió el plácet de doña Ascensión y, por un ratito, compartió el dormitorio principal con su amada, si bien sentado él a los pies de la cama y la dama en el lecho, dejando ver un bello camisón rosa bordado y un sonrosado de cutis más acentuado que de costumbre, fruto de la ligera fiebre y de la vergüencilla de dejarse ver del joven en lugar y actitud tan sugerentes. A la salida, Bernarda –que comprensivamente había hecho caso omiso del encargo de doña Ascensión, de quedarse en la antecámara, por si la señora necesitaba algo- atrajo al galán hacia su cuarto y, tras cerrar la puerta, le echó los brazos al cuello, entre arrumacos y palabras de cariño. Mariano, todavía algo trastornado por la visión yacente de Aurora, no respondió en nada a las caricias sino que, más bien, trató de concluirlas. Bernarda, ofendida y defraudada, tras todo un verano de espera, le lanzó:

-          ¿Qué, ya no soy buena para ti? Pues no creas que en esta casa las haya mucho mejores.

     Mariano, entre aburrido y enfadado, intuyó por dónde iban los tiros y replicó:

-          No se trata de mejores ni peores, sino de tener que elegir. Y no sigas por ese camino, que ya estoy al cabo de la calle de todo.
-          ¿Ah, sí? Pues qué bien. Mira a ver si te da de comer  la otra.

     El muchacho no respondió a la frase de doble sentido. Acabó de desprenderse de Bernarda, se despidió de doña Ascensión de manera lacónica y salió cerrando tras de sí la puerta. En la mente llevaba tan sólo los estratégicos adornos de vainica calada, que le habían dejado entrever (o así lo había creído) la piel blanquísima del busto de su amor.

***

     La siguiente visita de Mariano a la bella –ya convaleciente- no tuvo tanta fortuna, quizá por llevarse a cabo en día 13. Su madre alegó que la joven estaba descansando y que, en todo caso, su estado de salud era mucho mejor, en opinión del médico que la atendía. Contento y disgustado a la vez, el estudiante tomó el camino de la puerta, precedido de Bernarda. Al llegar a la salida, esta le hizo una seña y tiró de él hacia su cuarto, prendió una candela y le dijo:

-          No estarás enfadado por lo del otro día…
-          Nada de eso, Bernarda, pero lo nuestro tiene que terminar; y conste que no sólo por Aurora, sino porque no tiene futuro ninguno.
-          Ya, si yo pienso lo mismo. En fin, lo mejor es que nos quede un bonito recuerdo.
-          Exacto, totalmente de acuerdo –Mariano empezaba a amoscarse por el tono sumiso y comprensivo de la brava-. Bueno, ¿tienes algo más que decirme?
-          Pues sí, lo has adivinado. Lo cierto es que no estoy yo tan segura como doña Ascensión de que Aurora esté mucho mejor. De hecho, el médico que la atiende –que, por cierto, es su amante- le ha recetado esta misma tarde una medicina que acabo de traer de la botica.
-          ¿El médico es su amante, o mejor dicho, el amante es médico? –Marianito empezaba a trabucarse al hablar-.
-          Efectivamente. Pero mira a ver qué medicina le ha recetado. Tú sabes mucho y por la receta podrás saber de qué enfermedad se trata.

     Mariano estuvo a punto de mandarla a paseo, pero el hecho es que tomó la receta que Bernarda le tendía. La desdobló y estuvo a punto de desmayarse.

     La letra y firma eran de su padre.

     Tambaleándose y medio a oscuras, encontró el picaporte, abrió la puerta y salió, abordando la escalera agarrado a la barandilla y dando trompicones. En el primer rellano, acertó a oír la voz jubilosa y sonora de Bernarda, que le decía:

-          La señora no puede recibirle. Está ocupada. ¡Vuelva usted mañana!


5. Epílogo

     Tal vez quieran ustedes saber las consecuencias de tan terrible episodio en la vida de nuestro joven protagonista. Un amigo suyo, su primer biógrafo, Cayetano Cortés, nos lo cuenta, de forma breve y enigmática: Este acontecimiento misterioso parece sin embargo muy cierto, y ejerció una grande influencia sobre su porvenir. Su carácter se alteró completamente: de niño estudioso y amante del saber, pero confiado, vivo y alegre, como su edad requería, se hizo sospechoso, triste y reflexivo, como si fuera un hombre hecho. Una persona muy allegada a él pretende que sus sentimientos fueron tan profundamente afectados, que esta fue la primera vez de su vida que le vio llorar sin consuelo, y aun pretende que de aquí vienen todas sus desgracias…

     Pero, ¡qué torpeza la mía! Aún no les he revelado la plena identidad de Mariano, aunque a estas alturas pocos de ustedes dudarán de ella ni, por supuesto, ignorarán las obras por las que fue luego famoso. Nuestro estudiante de la coincidencia fatal, se llamó en su breve vida mortal, pero centenaria por la fama, Mariano José de Larra y Sánchez de Castro.