sábado, 28 de mayo de 2011

SOLDADOS DE FORTUNA

Por Federico Bello Landrove
     Soldados de fortuna, parece un tributo rendido a la abrumadora moda de los cuentos y novelas “históricos”, pero quiere, ante todo, presentar el amor en la guerra como posible y vital, en el marco de las relaciones entre las chicas españolas y los jóvenes que vinieron de otras tierras a luchar por uno de los bandos. La alusión a Valladolid como el lugar en que murió Héctor Fieramosca (1476-1515) es totalmente cierta, aunque con el tiempo haya quedado casi olvidada.

1.       Un permiso bien aprovechado

-          ¿A Valladolid? ¿Y qué se le ha perdido, teniente, al otro lado de España?
-          Verá, señor, voy tras las huellas de Héctor Fieramosca.
-          ¡Ah, vamos, asuntos de familia!
-          Algo así, coronel. Como sabe, el gran guerrero murió en Valladolid, pero nadie sabe dónde pueda estar enterrado.
-          Está bien. Aquí tiene el salvoconducto, pero cómo y cuándo llegue es cosa suya.
-          Gracias y a sus órdenes.
     El teniente D’Azeglio se cuadró todo lo marcialmente que le permitían sus heridas de metralla y salió del despacho del coronel Alessi, segundo jefe del C.T.V. (Corpo Truppe Volontarie) en el frente de Málaga. Una semana antes, el tanque que pilotaba había sido alcanzado por un cañonazo y las consecuencias no se habían hecho esperar: unas jornadas de hospital, una medalla y treinta días de permiso para convalecencia en retaguardia. Aún cojeaba de una pierna y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, pero mejoraba de día en día y se sentía ilusionado con la misión que él mismo se había atribuido.  Antes de iniciar el viaje, escribió a sus padres:
     “Málaga, a 20 de febrero de 1937.- Queridos padres: Estoy casi totalmente repuesto de mis gloriosas heridas y parto para un permiso de recuperación. ¿Sabéis a dónde? Nada menos que a Valladolid, donde el C.T.V. tiene una guarnición y yo una deuda pendiente. Ya supondréis a qué me refiero. Si encuentro la tumba que nadie ha descubierto aún, seréis los primeros en saberlo. ¡Ah!, me han dado una condecoración y luzco el galón de herido en acción de guerra. Así que ya me falta menos para llegarle al tatarabuelo a la suela de los zapatos. En fin, ya os contaré con más detalle en mi próxima. Deseo os encontréis bien y besos para todos, Gianni”.  
     Tres días más tarde, cansado y dolorido, llegaba nuestro teniente a la ciudad del Pisuerga. En la delegación del C.T.V. no tenían ni idea de su existencia: nadie les había preavisado.  No obstante, el apellido d’Azeglio y el brazo vendado hicieron maravillas, como también la oferta del teniente de sufragar en parte la manutención. Un coche oficial le condujo hasta su alojamiento en familia, “en la misma Plaza Mayor”. En realidad, la casa limitaba con el Teatro Zorrilla, y la dirección trajo a Gianni reminiscencias del pasado: Viuda de Gabela.- Acera de San Francisco, número… 
***
     La viuda de Gabela resultó ser una señora como de cincuenta años, cuadrada de formas y de carácter, aunque afectuosa y, desde luego, perfecta ama de casa. Su marido, comerciante de tejidos, había fallecido unos diez años atrás, dejándole casa, tienda, dos hijos y una hija. La casa, vetusta y amueblada a la antigua, respondía a la tipología de inmueble asoportalado sobre columnas, de tres plantas (de las que la viuda y su familia ocupaban la segunda), con escalera angosta y oscura, portal casi inencontrable entre los pequeños comercios aledaños, fachada rica en balcones de férreo antepecho y carboneras aguardilladas. La tienda era un solemne almacén de tejidos en la esquina de la calle Santiago con la antaño denominada de la Constitución (ahora llevaba los apellidos de un generalote golpista, de cuyo nombre no quiero acordarme), península rodeada de madera por todas partes, menos por los hermosos escaparates arqueados, en la que laboraban un encargado y tres dependientes. De los hijos de la viuda, poco estaba llamado a conocer su huésped, dado que el mayor fungía como secretario de un ayuntamiento gallego, mientras el menor servía bajo las banderas nacionales en el frente de Asturias. Finalmente –pero no menos importante- la hija, Aurorita, era una casi treintañera, sencilla y de buen ver, que hacía planes matrimoniales desde una década atrás con Vicente, empleado de la Electra, que no había sido llamado a las armas por lo esencial de sus servicios y gracias a un buen enchufe, como correspondía a la actividad de su desempeño.
     Bien recibido en tal ambiente, y con un aceptable conocimiento de la lengua castellana (había sido estudiante de Románicas en la Universidad de Turín), no es de extrañar que Gianni recuperara bien pronto sus ganas de investigar. Para empezar, agotó las fuentes que tenía más a mano e interrogó a doña Raquel, su patrona:
-          ¿Cómo es que esta zona se llama Acera de San Francisco, estando en la Plaza Mayor?
-          Pues ahí me pillas, hijo, porque no sé sino que siempre se ha llamado así. Supongo que habría antes, hace muchos años, alguna iglesia o convento dedicado a ese Santo.
     Con tan imprecisa indicación, el teniente encaminó sus pasos al convento de Agustinos Filipinos. Pidió entrevistarse con el padre más antiguo de la congregación, explicando que quería información sobre un fraile que había morado allí muchos años antes. Afortunadamente, el carcamal resultó ser hombre culto y de muy buena memoria:
-          Fray Tirso López, sí, sí. Yo no llegué a conocerle, pero tenemos varios libros suyos en la biblioteca del convento. Fue un historiador de altura, muy versado en temas filipinos, que murió hace unos treinta años. ¿Y qué se te ofrece para preguntar por él?
-          Verá, padre. Fray Tirso mantuvo correspondencia con un agustino de la Apulia, a propósito de Héctor Fieramosca, y sostenía la hipótesis de que este debió de ser enterrado en el convento de San Francisco, aquí, en Valladolid. Para apoyar esa postura, se basaba meramente en que los extranjeros que morían en esta ciudad, principalmente italianos, solían ser sepultados bajo el amparo del santo de Asís.
-          Cierto. Tengo oído que, con el tiempo, se había perdido el recuerdo de la tumba de Colón, y fue fray Tirso quien encontró pruebas documentales de que estuvo enterrado en San Francisco.
-          ¿Estuvo? ¿Y dónde está ahora?
-          Se duda si en Sevilla o en Santo Domingo; pero, de cualquier manera que ello sea, no lo estaría ya en San Francisco, puesto que el convento desapareció en 1836, a raíz del proceso que llamamos en España la Desamortización.
-          Sí, conozco la época. Pero, volviendo a Fieramosca, ¿no dejaría algo escrito Fray Tirso en apoyo de su tesis? Sería muy útil, pues hay quien sostiene que el condottiero pudo ser enterrado en la Colegiata de Santa María, junto a la actual Catedral.
-          Bien, para comprobarlo, habría que zambullirse en la biblioteca del convento, que no es precisamente pequeña. Yo hablaría con el bibliotecario, pero me temo que…
-          Quizás ayude que le informe de que soy Giovanni d’Azeglio, tataranieto del literato y hombre de estado que escribió Héctor Fieramosca.

     Estas palabras abrieron todas las puertas. Según le comentaron, la editorial Espasa, en su colección popular Calpe, había publicado en 1920 la citada novela histórica, en dos tomos, y la había hecho famosa entre el público de lengua española. Con todo, las pesquisas resultaron vanas. Cuando menos, el bibliotecario le hizo una reseña histórica y topográfica del convento de San Francisco, para que tuviera una idea de su estructura y dimensiones: ¡nada menos que tres hectáreas, totalmente construidas de la forma más heterogénea! Y es que el tal cenobio había salido a subasta en cuatro millones y medio de reales, que nadie había pagado. Hubo que derribarlo y venderlo por parcelas. Obviamente, las casas de la Acera de San Francisco se habían levantado sobre su solar, pero también el Teatro Zorrilla, el Casino, el actual edificio del Banco Castellano y tantos otros. Gianni se despidió efusiva y agradecidamente. En el camino hacia casa, redactaba mentalmente la carta que mandaría a sus padres; carta de rendición sin condiciones. ¡Y por eso había escogido Valladolid para convalecer! Se dejó engullir por la floresta del Campo Grande, aún con las fúnebres galas del invierno que finaba, y apretó los dientes: las heridas de metralla, con el frío, aún pasaban factura.

2.       Una compatriota inesperada
     Se había cruzado con ella varias veces en la escalera, pero no habían pasado del saludo correcto y alguna mirada furtiva en la penumbra del rellano. Tal vez por aburrimiento, la sacó como tema de conversación en una sobremesa con doña Raquel, su casera, a primeros de marzo:
-          Me he cruzado en la escalera con una chica que…
-          Clarita, la del primero, una chica de melena, con los ojos azules.
-          Pues la verdad es que no me he fijado mucho y como la escalera está tan oscura…
-          Es una buena chica, bastante mona, por cierto. Estudiaba Químicas pero ha tenido que dejarlo. La familia es de la cáscara amarga; al padre le han suspendido como profesor en la Escuela de Comercio y ella ha tenido que colocarse en una perfumería, aquí cerca, en los soportales de Fuente Dorada.
-          Tal vez te gustaría conocerla –terció Aurora, que seguía la conversación desde su puesto en el fregadero de la cocina-.
-          Buena idea –apoyó la viuda-. A pesar de tus paseos monumentales, tienes que estarte aburriendo tan solo. Acaso podríais salir alguna tarde, con Vicente y Aurorita.

     Gianni no contestó nada, pero la idea no le desagradó. El fracaso de sus pesquisas históricas había limitado sus actividades a los paseos monumentales, como decía doña Raquel, y a dejarse caer todas las mañanas, a la hora del vermú, por la delegación del C.T.V. para comentar las noticias del frente. Un capitán de camisas negras le soltó una andanada:
-          ¡Qué prudentes sois los piamonteses! Te vas a librar de una buena que se está preparando cerca de Madrid.
-          No sé a qué te refieres. ¿Es que el C.T.V. va a entrar nuevamente en combate?
-          Ya te enterarás dentro de unos días, y chitón.

     Efectivamente, Radio Valladolid dio la noticia dos días más tarde. Las arrojadas tropas nacionales y sus valerosos aliados italianos habían roto el frente por Guadalajara y la caída de Madrid podía ser inminente. Gianni miró de reojo su brazo izquierdo y dio gracias mentalmente a su Creador. Con lo de Málaga había tenido bastante, por ahora.
     El sábado 13, por la mañana, Aurorita libraba en la oficina de Obras Públicas y aprovechó para decirle maliciosamente al teniente:
-          Me he quedado sin pintura de uñas. ¿No tienes algo que comprar de perfumería?
-          Mujer, si vas a salir y eres tan amable, no me vendrían mal unas hojas de afeitar.
-          De acuerdo, pero vamos de compras los dos, que una chica sola puede tener problemas con tanto militar suelto.

     Media hora más tarde, la pareja entraba en La Moderna –“productos de París”- y Aurora se encargó de las presentaciones:
-          Aquí, Clarita Ferrari, vecina nuestra. Este es el Teniente Giovanni d’Azeglio, con el que creo ya has coincidido en la escalera.
-          Ferrari… ¿No será familiar de los Ferrari de Módena?, inquirió interesado Gianni, a la vez que contento de encontrar un tema de conversación.
-          Sinceramente, no lo sé, pues los Ferrari de mi familia llevan en Valladolid más de un siglo. Seguramente mi padre se lo podría aclarar. Y usted he creído entender que se apellida d’Azeglio. ¿No será pariente del autor de Héctor Fieramosca?
-          Pues sí. Era mi tatarabuelo.

     La contestación de Gianni dejó a Clara sin habla y presa de evidente confusión. No obstante, se repuso al momento, pasando a prestar sus servicios profesionales. Aurora hablaba y hablaba, aprovechando que no había otros clientes en la tienda. Al momento de pagar, echó el lazo:
-          ¿Tienes algo que hacer esta tarde?
-          No, que yo sepa hasta ahora, respondió evasivamente Clara.
-          Estupendo, a Gianni le han regalado cuatro entradas para ver en el Zorrilla Camisas Negras (aquí, guiño imperceptible de Aurora al estupefacto donatario) y podrías venir con mi novio, Vicente, y con nosotros. Anda, anímate, pasaremos a recogerte a las cinco menos cuarto.
-          Haré lo posible, aunque no sé si…
    
     Gianni tomó el mando de las operaciones y atacó:
-          Señorita Ferrari, supongo que el tema de la película no será de su agrado. Del mío, tampoco. Se trata, simplemente, de tener una charla entre, digamos, italianos de origen. La verdad es que, desde que estoy convaleciente en Valladolid, no he cambiado dos palabras con una chica interesante, excluyendo a Aurora, por supuesto.
     Clara se ruborizó levemente, cobró la mercancía y repuso:
-          Está bien, señor d’Azeglio. Hasta la tarde.
     Al salir del establecimiento, dijo jocosamente Aurora:
-          No se preocupe, teniente. Abren la taquilla a mediodía. Saque cuatro butacas y cargue los gastos al C.T.V.

*** 
     El teatro era pequeño pero coqueto. Abundaban los uniformes grises y negros del C.T.V., pero Gianni eludió con éxito saludos y presentaciones, a fin de no molestar o abrumar a sus acompañantes. Durante la proyección, el teniente colocó repetidamente sus labios a la altura del oído de Clara, para explicarle algunos ambientes y escenas, postura que cada vez le resultaba más agradable. A la salida, Vicente sugirió ir a tomar algo al  Suizo. En el camino, aún bajo el influjo de la película recién vista, Gianni puso a Clara al corriente de su ideología política, antitética con el fascismo. Tan es así, que, después de unos disturbios estudiantiles en la universidad turinesa, había sido llamado a las armas, pese al renombre de su apellido. Clara osó replicar:
-          Entonces, eso de tropas voluntarias…
-          En mi caso, fue verdad –bromeó Gianni-. Me dieron a escoger entre Abisinia y España  y yo elegí voluntariamente ésta. Habrás observado, por otra parte, que mi uniforme es gris.
-          ¿Y eso, qué significa?
-          Pues que formo parte de tropas regulares. Si hubiera tenido simpatías fascistas, me habrían encuadrado en una unidad de camisas negras.

     Poco más adelante, Clara preguntó:

-          ¿Y qué te ha traído por Valladolid, el azar o el interés por la vieja Castilla?
-          Indudablemente, el interés. Ya sabes que aquí murió Fieramosca y mi familia ha hecho cuestión de honor, durante generaciones, de encontrar datos sobre sus últimos meses y su tumba.
-          Entonces, estarás aprovechando el permiso para…
-          En efecto, para hacer indagaciones, pero aún no he logrado nada y creo que tendré que conformarme con el fracaso, como todos mis antepasados.
-          ¡Quién sabe! A lo mejor estás cerca de alguna pista –insinuó Clara-.
-          Ojalá. En todo caso, creo que mi viaje a Valladolid no va a resultar desaprovechado –sonrió Gianni, devolviendo la insinuación, con muy otro sentido-.
-          ¿Tan importante es para ti –prosiguió Clara, abandonando el juego de las medias palabras- descubrir el paradero de esa tumba centenaria?
-          Tú no lo puedes entender. Fieramosca, hasta ahora, ha sido una especie de entelequia inventada por mi tatarabuelo para proponer un modelo de italiano valiente y patriota. Encontrar sus restos sería algo así como dotarle de una existencia real. Es curioso, pero siempre la he considerado una tarea a mí destinada. Soy joven, Clara, pero estoy ya de vuelta de muchas cosas: una de ellas, los personajes creados a la medida de la propaganda; o de la literatura, que para el caso de Ettore viene a ser lo mismo.

     Iba a replicar la joven, pero estaban ya a la puerta del café de destino. En cualquier caso, Clara pensó que Gianni estaba resultando muy interesante; tal vez demasiado, si es que ella no quería buscarse complicaciones.

***

     Durante la merienda, quedó aclarado el pedigrí de Clara. El primer Ferrari vallisoletano había sido un soldado de Napoleón, que desertó cuando la retirada de 1813. Uno de sus descendientes fue el conocido poeta y periodista Emilio Ferrari (Pérez Ferrari, como precisó Clara), que había cambiado el Pisuerga por el Manzanares, todavía joven. Su hermano Vicente había seguido en Valladolid con el comercio familiar y de esa rama procedían don Emilio, padre de Clara, y ella misma. Ambos debían al poeta la resurrección del apellido, al haber invertido el orden en el Registro para toda la familia. Así que –concluyó-, soy Clara Ferrari por derecho propio, sin Pérez o González que valgan.

     Tras la merienda, paseo arriba y abajo por la calle Santiago. Las dos parejas se iban distanciando, más o menos deliberadamente, a cada vuelta. Ello permitió a Gianni disfrutar del dulce atractivo de Clara, por no hablar de su perfume, sin duda, “producto de París”. Al fin, se atrevió a decirle:

-          Nunca he visto un nombre mejor puesto que el tuyo.
-          ¿Y eso?
-          Porque eres la claridad personificada. Rubia, pálida, sencilla, sin doblez, luminosa…
-          Señor d’Azeglio, ¿tomó usted el café con leche o con aguardiente?, acertó a decir entre risas la requebrada.
-          Hablo completamente en serio, aunque, tal vez, me haya salido un poco cursi, como se dice por aquí.
-          Te agradezco la gentileza. Yo también me siento a gusto contigo. Y, aunque no sea una convaleciente en tierra extranjera, tengo que confesarte que hacía mucho que no cambiaba dos palabras con un chico interesante, sin excluir a Vicente, por supuesto.

     Ambos rieron de buena gana la réplica diferida y, por unos instantes, Gianni tomó de la mano a Clara, apretándola cariñosamente. A la altura de la redacción del diario falangista Libertad, había un apiñamiento inusual y algunas voces destempladas. Dirigieron la mirada hacia la pizarra y leyeron:

     Duros combates en el frente de Guadalajara. Las tropas italianas forzadas a reagruparse.

     Gianni comprendió la gravedad de la situación de sus compañeros. No obstante, en aquel momento se sentía más humano que partidista, seguramente, gracias a Clara. Le dijo al oído:

-          Lo siento. Si no cae Madrid, la guerra va a ser larga y muy dura. Total, para acabar como se supone.

     Clara sólo acertó a replicar, con temor en el alma:

-          ¿Te obligarán a reincorporarte al frente?

     Gianni hizo un gesto vago y volvió a cogerle la mano. Clara cerró, a su vez, la suya y así fueron paseando hasta el portal de su casa.


  1. La revelación

     Al día siguiente, la batalla de Guadalajara había concluido, con la más clara, sangrienta y vergonzosa derrota de las tropas italianas. Como días más tarde escribía Gianni a su familia:

     “… El ingenio español, haciendo escarnio de nuestro valor y nuestra lengua, ha inventado el siguiente chiste. La derrota del C.T.V. se debió a que los oficiales gritaron tutti gli uomini alla baionetta, pero los soldados entendieron tutti gli uomini alla camionetta. Lo más triste es que muchos –oficiales y soldados- ya no podrán volver a gritar ni a entender nada en este mundo”.


     Consecuencia del fracaso, fue la necesidad de reorganizar y pertrechar a los voluntarios italianos, cuya participación en otras acciones de guerra quedaba inevitablemente pospuesta. En vista de ello, Gianni no tuvo problema ninguno en conseguir la anhelada prórroga del permiso, que él adornaba con exageración de cojera y perpetuación de cabestrillo. El médico militar socarronamente le dijo:

-          Está al caer la Semana Santa y dicen que en las procesiones se producen milagros. Acuda usted, teniente, y rece por su salud. En cualquier caso, el 15 de abril le daré el alta, a no ser que me venga con una pierna bajo el brazo.

     D’Azeglio estuvo a punto de besarle. La verdad es que la relación con Clara progresaba a pasos agigantados. Parecía como si se conocieran de toda la vida y sus gustos y aficiones eran, en buena medida, comunes. Paseando por el Paseo del Príncipe, Gianni filosofó:

-          Sabes, Clara, hay algo especial en el amor en tiempos de cólera, vale decir, en época de guerra. Parece como si el tiempo se dilatara infinitamente y las barreras entre las personas se derrumbaran de manera espontánea. ¡Y esa mezcla de pasión y de piedad! Los odios se exacerban (bien que lo vi yo en la campaña de Málaga), pero los que se aman, se unen y apoyan, hasta términos de total entrega y aún de martirio.
-          La guerra lo trae y la guerra lo lleva. También mi hermano, que combate con las columnas gallegas en Asturias, dice haberse enamorado locamente de su madrina de guerra lucense. No sé, Gianni, esta terrible guerra civil todo lo potencia, lo mejor y lo peor de las personas, pero un día acabará y todo volverá a su cauce. Tú te irás y yo, tal vez, acabe en un laboratorio fabricando perfumes –o cosas peores- y me vuelva a enamorar, de un colega de bata blanca…
-          Líbrete Dios, Clarita, pero, de todas formas, bendita seas por eso de volverte a enamorar.
-          ¡Qué tonto eres, Gianni! Me refería a mi primer amor, un compañero de escuela que tuve a los siete años.

     Durante la Semana Santa, nuestros enamorados cambiaron el Campo Grande por los templos y desfiles procesionales, que Gianni seguía con devoción de neófito. Para llamar menos la atención –aunque con ello contraviniera el reglamento- vestía impecable traje cruzado azul marino con corbata de discretos lunares a juego. El 25 de marzo, jueves santo, asistieron, incluso, a los oficios en la catedral. A su conclusión, el teniente, en hábito civil, se atrevió a pasar a la sacristía a saludar al arzobispo Gandásegui, con el pretexto de trasladarle los saludos del cardenal Fossatti, arzobispo de Turín. Gandásegui, visiblemente cansado y enfermo, tomó asiento junto a Gianni y Clara, departiendo amablemente con ellos durante unos minutos. D’Azeglio sacó a colación el tema de la tumba de Fieramosca, recibiendo la siguiente respuesta de monseñor:

-          ¡Ah! Ferramosca. ¡Qué más quisiéramos, que tenerlo enterrado en la catedral, o en las ruinas de la colegiata aneja! No, amigo D’Azeglio. Desde que su antepasado hizo famoso al personaje y, sobre todo, desde que apareció la traducción de Calpe, se han hecho amplias indagaciones, con resultado completamente negativo.  

     La pareja besó el anillo episcopal e inició la retirada. Don Remigio aún les hizo llegar una frase, que les conmovió:

-          ¡Quiera Dios traer a los italianos a Valladolid con aires de boda, no de guerra!

     A la salida del templo, Clara estaba nerviosísima:

-          Pero, Gianni, no se te pone nada por delante. Si no llega a tener prisa el señor arzobispo, igual nos casa allí mismo.

     Gianni replicó:

-          Querida, todo sea por Ferramosca, como acertadamente pronunció el arzobispo. Por lo demás, conozco bien al cardenal Fossatti: un gran tipo que se las tiene tiesas con los fascistas y planta cara a los antisemitas. Así que, puestos a casarnos, mejor un cardenal que un simple arzobispo. ¿No te parece?
-          Me parece, señor teniente, que olvidaba decirte algo. Mis padres te invitan a tomar café en su casa el próximo día 28, domingo de Resurrección. Pero no se te ocurra pedirles mi mano, pues el orden del día es, exclusivamente, Fieramosca. Bueno, Fieramosca y Ferrari. Y no me sacarás ni una palabra más.

***

     Don Emilio Ferrari y Ortiz, catedrático de Derecho mercantil de la Escuela de Comercio vallisoletana (cesante, como sabemos) hacía honor a sus antepasados: moreno, nariz prominente, cabello hirsuto, barba cerrada, ojos negros con gafas, complexión fuerte, talla algo menos que mediana y una edad próxima al medio siglo. Quedaba claro, pues, que los genes de la claridad de Clara procedían de su madre, doña Leonor, rubia, esbelta y notablemente más joven que su marido, la cual –como la Marta evangélica- pasaba más tiempo sirviendo que conversando. Fue, pues, don Emilio quien, tras los saludos de rigor y el agradecimiento por la magnífica caja de bombones del Salón Ideal, hizo al invitado los honores de la casa. Clarita se refugiaba en su madre, con sincera timidez, aunque sin perder ripio del coloquio entre los hombres.

     La biblioteca quedó para el final del recorrido. Ciertamente, era amplia y variada, para la época. Gianni, a ojo de buen cubero, calculó no menos de quinientos volúmenes. El anfitrión entresacó para hojear algunos tomos del siglo XVIII y varios ejemplares en lengua italiana (“restos del naufragio”), heredados de los antepasados quienes, por cierto, “procedían de Reggio-Emilia y, de ahí, seguramente la frecuencia de Emilios en los varones de la familia”. Uno de los libros en itálica lengua era, precisamente, un Ettore Fieramosca de la edición princeps de 1833.

     Como quien practica un truco de magia, don Emilio levantó un repostero bordado en terciopelo rojo, con las armas de los Ferrari di Reggio nell’Emilia y, ante los asombrados ojos de Gianni apareció, empotrada en la pared, una losa de caliza, de dimensiones ochenta por cincuenta, cruzada en diagonal por una cadena de trece eslabones rehundida en la piedra, sin apenas señales de haber sido hollada. D’Azeglio se acercó y contó cuidadosamente los anillos: trece, no había duda. Don Emilio sonreía complacido.

-          Bien, joven, ¿le dice algo esta losa?
-          Me dice que está impreso en ella el blasón heráldico que el Gran Capitán concedió a los guerreros que vencieron a los franceses en el desafío de Barletta.
-          Luego, ¿no podría ser la losa sepulcral de su admirado Héctor Fieramosca?
-          Podría, pero para asegurarlo es menester conocer su procedencia.
-          A eso vamos, a eso vamos, repitió el señor Ferrari, conduciendo a Gianni a la sala, donde el servicio de café desprendía ya un olor atrayente.

     D’Azeglio devoró dos bombones y se quemó con el café: tanto podía el deseo de que su anfitrión iniciara la sobremesa y, con ella, el relato de sus descubrimientos. Clara y doña Leonor le miraban y se sonreían. Don Emilio, acabado el café, hizo ademán de sacar unos cigarrillos, pero aquí su esposa vino en ayuda del joven:

-          Emilio, por favor, ya sabes que me produce dolor de cabeza.

     El profesor –cesante- suspiró, se acomodó en el sillón y, con los ojos apenas entreabiertos, contó la siguiente historia.

***

     Como sabes, el primer Ferrari vallisoletano se quedó aquí tras la retirada de las tropas de José Bonaparte. Debía de ser hombre instruido, pues ejerció la profesión de maestro de obras y abrió un pequeño comercio de materiales de construcción. Y no le faltaba afición por la lectura, dado que compró y leyó puntualmente el ejemplar de Ettore Fieramosca que te acabo de enseñar.

     En 1836, en plena Desamortización, se decidió el derribo del Convento de San Francisco, siendo encargado nuestro pariente de dirigir los trabajos en la iglesia y otras partes nobles del inmenso cenobio, a fin de evitar accidentes y recoger cuantos objetos muebles fueran de interés, para entregarlos a la Comisión provincial de monumentos, o comoquiera que se llamase entonces semejante entidad. Pues bien, llegado el momento de derribar el coro a los pies de la iglesia, Ferrari se percató de que el suelo estaba formado por losas todas iguales…, menos una, que ostentaba una cadena grabada. Nuestro pariente había leído ya el libro de tu tatarabuelo y ató cabos.

-          Primero. El enlosado del coro fue financiado por el Gran Capitán, agradecido a la cordial acogida de los monjes cuando él vino a Valladolid en 1507, a entrevistarse a cara de perro con el Rey Católico.
-          Segundo. Héctor Fieramosca había sido capitán, hombre de confianza y amigo de Gonzalo de Córdoba en Italia, luchando a su lado en los combates más decisivos y dirigiendo el bando italiano en el desafío de Barletta.
-          Tercero. El blasón de Fieramosca y los otros doce héroes del Desafío fue una cadena de trece eslabones, con independencia de las armas que tuvieran anteriormente como caballeros.
-          Y cuarto. Fieramosca murió en Valladolid, en enero de 1515, y era costumbre que los italianos de cierto renombre pidieran ser sepultados en San Francisco.
     Así pues, nuestro maestro de obras ordenó levantar con cuidado esa losa y, efectivamente, encontró bajo ella los huesos de una persona, restos casi deshechos de tejidos y de zapatos y, como única arma, un puñal. Ya sabes, amigo d’Azeglio, que la espada de Fieramosca se conserva en el Museo napolitano de Capodimonte, aunque bien pudiera tratarse de una pieza más moderna. En fin, mi pariente entregó los restos a sus superiores, pero no debieron de prestarle mucho crédito, pues todo se ha perdido. Por más que, con tantos traslados del Museo provincial de un sitio para otro… Eso sí, aunque no fuera muy correcto, decidió llevarse para casa la lápida, que ha ido pasando de padres a hijos en nuestra familia. Gracias a ello, no se ha perdido, como todo lo demás.

     Gianni parecía masticar y tragar las palabras de don Emilio. Pasó casi un minuto de silencio, sin que se atreviese a pedir aclaraciones. Clara le ayudó:

-          Bien, Gianni, ¿qué te ha parecido? ¿No justifica esta revelación tu viaje a Valladolid?
-          Es extraordinario, no cabe duda. Sin embargo, hay algunas cosas que merecerían algún comentario. Por ejemplo, es extraño que Fieramosca no fuera enterrado de punta en blanco, de no haberlo sido con hábito franciscano.
-          Mi pariente –respondió el anfitrión- también reparó en ello, y lo atribuye a la estrechez del hueco (observaste las cortas dimensiones de la lápida), o a que el entierro se hiciera con toda sencillez.
-          Su pariente lo atribuye… ¿Quiere decirse que dejó algo documentado sobre el descubrimiento?
-          Apenas unas notas. Casi todo lo sabemos por tradición oral –don Emilio parecía empezar a sentirse incómodo-.
-          ¿Y la documentación del convento? ¿O la de la parroquia en que Fieramosca estuviera avecindado durante los meses que vivió en esta ciudad?
-          Lo siento. No puedo ayudarte. Nadie sabe en qué calle o calles vivió Fieramosca en Valladolid en 1514 y 1515, ni dónde murió. Y, en cuanto a la documentación del convento, no fue de las cosas que se mandaron conservar del mismo.
-          Pero, entonces, sin documentación, estas revelaciones no pueden publicarse. Cuando menos, ¿se ha hecho alguna prueba científica para datar la losa?

     Doña Raquel, buena conocedora de su marido, cambió radicalmente de conversación:

-          Así que Clarita y tú, parece que os entendéis muy bien…
-          Por Dios, mamá, no agobies a Gianni, que ya ha tenido bastante por hoy.
-          No hay cuidado. Señora, tiene usted una hija maravillosa y, habiéndola conocido a usted, empiezo a explicármelo.
-          ¡Estos italianos!, exclamó don Emilio, echándose a reír. Genialidad, en el amor y en la guerra.
-          Lo cortés no quita lo valiente, como dicen ustedes. Aunque, por lo que a mí respecta, prefiero lo cortés –confesó Gianni-.


  1. El joyel de la perla

     Durante dos días, Gianni notó a Clara inusitadamente seria y poco comunicativa. Al despedirse la segunda de dichas jornadas, la chica le sorprendió:

-          Mañana libro en la perfumería por la tarde. Así que, si quieres, podríamos quedar a las cuatro y darnos un buen paseo, ahora que el tiempo está primaveral.


      A  la tarde siguiente, recorrieron el Paseo de las Moreras hasta la zona de la Academia de Caballería –sede vallisoletana del C.T.V., cuya arquitectura de pastiche entusiasmaba al teniente- y, cruzando la Plaza de Zorrilla, entraron en el Campo Grande. Clara volvía a ser la de siempre. Incluso tenía un brillo en los ojos y una sonrisa pícara, que prometían alguna sorpresa. Gianni –buen observador- notó que sujetaba estrechamente su bolso contra el chaquetón y que parecía orientarse hacia la zona más recóndita del parque.

     Apenas sentados en un banco, Clara explotó:

-          Habrás notado que, en los últimos días, he estado disgustada y como distante. Y había motivos para ello –aunque no por ti, pobre mío-, pues la he tenido bastante gorda con mi padre, por no haberte revelado toda la verdad sobre Fieramosca, que creo tienes tanto derecho a saber como nosotros.
-          Mujer, parece comprensible que se dejara algo en el tintero. Después de todo, soy para él un completo desconocido.
-          Pero lo que no es justo es que pretenda impedir que sea yo quien me sincere contigo, pues para mí eres alguien muy importante… En fin, tal vez no debí solicitar su permiso y haber actuado como en conciencia considerase oportuno. Bien, aquí estamos los tres –dijo cambiando totalmente de registro- y ha llegado el momento de las presentaciones.

     Y, ante la perplejidad de Gianni, Clara miró en torno suyo, abrió el bolso y sacó cuidadosamente un pañuelo bordado a realce.

-          Señor Giovanni Taparelli d’Azeglio, tengo el gusto de presentarle el joyel de César Borgia.

     Dicho esto, desdobló el lienzo y depositó en la mano de su asombrado interlocutor una cadena de oro, de la que pendía un pequeño colgante. Sonrió y esperó la reacción de Gianni.

     Este extendió la cadena –hermosa, pero sin nada de particular- y contempló el pendiente. Estaba formado por un grueso círculo de oro de unos tres centímetros de diámetro, con dos iniciales grabadas en relieve, del que colgaba la más grande y hermosa perla que Gianni hubiera visto jamás. El sol de la tarde resaltaba su diafanidad y brillo. Al posarla en la mano, se apreciaba el oriente, que parecía convertirla en un arco iris particular. La forma, así mismo perfecta, era de las denominadas de pera, aunque nuestro romántico experto la calificó de lágrima. ¡Y su tamaño! Clara intuyó la pregunta y dijo “unos treinta quilates”. Sin esperar a que la contemplación cesase, agregó:

-          Mi padre comentó que nuestro pariente se había llevado a escondidas para casa la lápida de la tumba, pero trajo algo más. Entre los restos del bonete de terciopelo azul con que fue enterrado Fieramosca, apareció este broche de oro y perla, que sin duda adornaba el tocado. Ferrari –tal vez acostumbrado al saqueo en las campañas napoleónicas- lo hizo suyo y en nuestra familia ha permanecido durante cien años, pasando de generación en generación por vía de primogenitura femenina, con preferencia de las hijas sobre las nietas. En fin, un lío, pero el caso es que, desde la bisabuela Clara –madre del poeta Ferrari del que te hablé- no había vuelto a haber mujeres de nuestra sangre hasta mí. Así que soy la legítima propietaria de la joya, si no descubren las autoridades su origen.
-          ¿Y por qué me la has presentado como el joyel de César Borgia?
-          Fíjate en las letras grabadas en el medallón. Aunque su tipo es gótico y están sobrepuestas, se leen con toda claridad.
-          Efectivamente, CB, en letra gótica libraria del siglo XV, que pervivió hasta bien entrada la centuria siguiente. Pero de eso a entender que la joya perteneciera al gran César…
-          Presta atención y disculpa si yerro, pues lo tengo aprendido de mi padre, y puedo haber entendido mal alguna cosa. Es seguro que, en 1504, César Borgia fue detenido en Nápoles por el Gran Capitán, a petición del papa, y enviado a España, para que el rey Fernando viera qué hacer con él. También es sabido que tu Héctor Fieramosca hizo su primera visita a Valladolid en el mismo año; según se cree, para defender lo que había ganado en la guerra de Italia o, al menos, alcanzar con el monarca un arreglo satisfactorio. Pues bien, qué cosa más lógica que Gonzalo de Córdoba encargase a su hombre de confianza que, ya que venía a España, fuese el guardián de César hasta entregarlo al rey.
-          Mujer, para eso los italianos tenemos un dicho muy conocido: se non è vero, è ben trovato. Pero no creo que Borgia regalase a Fieramosca una prenda tan valiosa ni, menos aún, que este se la robase.
-          Ahí es donde entra un Ferrari de fines del siglo XIX, historiador de cierto rango, que buceó en la documentación de la época; eso sí, sin quedarse con nada –bromeó Clara-. Sabes que César Borgia, después de dos años encarcelado, huyó del castillo de La Mota de Medina del Campo, y se refugió en la corte de Navarra, muriendo a los pocos meses en acción de guerra. Pues bien, para anunciar la escapatoria a su hermana Lucrecia, duquesa consorte de Este, le envió una carta a Ferrara, que se conserva en el archivo de Estado y que copió mi pariente, pues por aquel entonces no estaba publicada. En esa carta –que tú podrás ver original y en italiano, cuando vuelvas a Italia-, César dice literalmente lo siguiente.

     Clara volvió a abrir el bolso de las maravillas, sacó una cuartilla y se la entregó a Gianni. En ella estaba escrito: No he conocido en Castilla persona que no se incline ante el  rey Fernando, que no conoce otra ley que la razón de estado, ni otra fe que su astucia. Sólo he visto a un hombre que le haya hecho frente abiertamente en la defensa de su derecho y este, extranjero y de condición mediana. Se trata del capitán Ettore Ferramosca, de cuya dignidad y cortesía tuve sobradas muestras cuando, mal de mi grado, me trajo conducido a Valladolid desde Nápoles. Al indicarle el riesgo que corría su bravura en los palacios, me replicó: un soldado, esté donde esté, sólo se quita el yelmo cuando ha terminado el combate. A lo que, admirado de su valor, yo me quité el bonete de ceremonia, se lo entregué en señal de respeto y le dije: pues yo, como cortesano, me descubro ante las viejas virtudes de la hombría. Guardadlo, señor capitán, por si alguna vez el yelmo se os hace en exceso pesado y deseáis, no obstante, mantener enhiesto vuestro legítimo orgullo.

-          ¡Bien por el hijo del papa!, exclamó exultante Gianni, no tanto por el reconocimiento borgiano de la braveza, cuanto por el brillante y sólido final de sus pesquisas sobre Fieramosca.

     Clara le tomó la mano más cercana, como pidiéndole mesura, y creyó poner el colofón:

-          Pues, si los italianos sois elocuentes, los de esta tierra somos astutos, como el rey Fernando. ¿A que no sabes de qué ardid nos valemos las Ferrari pincianas para poder lucir nuestra joya –convertida luego en collar-  en las ocasiones más señaladas?
-         
-          Nuestros padres nos bautizan con un nombre compuesto, cuyas iniciales son la C y la B. Por ejemplo, yo me llamo Clara Beatriz.
-          Vaya, vaya –el italiano seguía un tanto fuera de sí-. Entonces podríamos llamar a nuestra primera hija Cecilia Blanca. ¿Qué te parece?

     La Ferrari mudó el semblante, que adoptó un rictus de triste severidad:

-          Gianni, por Dios, no bromees con ciertas cosas.
-          Perdona, querida, la felicidad me hace desbarrar. Hoy se cierra un siglo de convivencia entre los Fieramosca y los d’Azeglio, y ¿sabes una cosa?  Al final la espada ha podido con la pluma y los severos y prudentes piamonteses se han puesto al mismo nivel del capitán de Capua. Él y yo somos ahora soldados de fortuna. Ettore lo fue toda su vida, alcanzando a su muerte el honor de ser modelo y ejemplo para los forjadores de la unidad de Italia. Yo he cerrado el círculo que mi tatarabuelo dejó dolorosamente abierto y, lo que es mucho más importante, ha encontrado el amor donde Fieramosca halló la muerte.

     E, inclinándose hacia Clara, la besó dulcemente. La joven le correspondió.



  1. El amor y el destino

     Los días transcurren veloces para los enamorados. Abril inició su andadura y Gianni decidió cumplimentar al comandante que dirigía el C.T.V. en Valladolid. En la recámara, una petición de destino a orillas del Pisuerga. El comandante –camisa negra siciliano- le paró en seco:

-          Imposible, d’Azeglio. Después de lo de Guadalajara, vamos a reagrupar nuestros efectivos y ya puedo adelantarle que se espera una gran ofensiva, que nos dé la oportunidad de demostrar lo que valemos. No querrá usted quedar al margen de tan notable oportunidad de lograr gloria y ascensos.
-          Pero, señor, yo no soy un soldado profesional y no le ocultaré que me incorporé al C.T.V. por ciertas disidencias políticas.
-          Aquí no se trata de política, teniente. Es usted un buen oficial de carros, como lo demostró en Málaga. El gran Fieramosca lo contempla.

     Gianni pensó –y no era la primera vez- que la suya era una pesada herencia.

     El 11 de abril era el último día festivo, pues, que podría pasar con Clara, antes de incorporarse a las banderas. No tenía malos presentimientos, pero participaba de la máxima evangélica de hacer pronto lo que hacer se debe. Así que compró un anillo tipo alianza, con una discretita esmeralda embutida en cabujón y confeccionó un itinerario con todos los lugares de Valladolid que habían significado algo en su relación con Clara. Esta, aunque hacía de tripas corazón, estaba cada día más abatida. Ni siquiera parecía notar que Gianni le estaba preparando una de las suyas.

     El día señalado llegó. Paseo por la Plaza Mayor –donde el galán descubrió con horror que las floristerías españolas no abrían en domingo-. Misa en la catedral, si bien tuvieron que conformarse con que la oficiara el Magistral. Aperitivo en El Suizo. La emoción de Gianni iba in crescendo y Clarita comenzaba a sospechar algo, en vista del apretado programa del día. Comida en el Hotel Roma, por aquello del patriotismo. Conato de película en el Zorrilla, de lo que hubo de desistir, en vista de que Clara no estaba para películas de guerra, ni aunque fuera Tres lanceros bengalíes. Así pues, calle Santiago abajo, hasta su banco favorito en el Campo Grande, justo a espaldas del Teatro Pradera. Eran las cinco y diez de la tarde y el cielo estaba completamente despejado.

     Gianni sacó del bolsillo izquierdo de su chaqueta la cajita roja que le había estado torturando todo el día con su rígido volumen. Empezó, como quien no quiere la cosa:

-          Señorita Ferrari, es costumbre en mi familia que los caballeros hagan a sus damas un regalo, antes de partir para el campo de batalla.

     Clara, con la cara, más o menos, del color de la cajita, abrió esta y se encontró con el anillo antes descrito. Apenas había iniciado un balbuceo, cuando el caballero turinés bromeó:

-          Ignoro si será de su talla, ya que procede de una dama anterior, de quien me despedí en Génova y no quiso aceptarlo.

     La dama española no sabía si reír o llorar. Gianni tomó el anillo y la mano izquierda de la joven y, ¡oh prodigio!, el aro de la talla quince entró perfectamente en el dedo anular. Ante el “es precioso” de Clara, su enamorado inició un discurso sobre el amor, la entrega y el compromiso. Nunca le habían cortado de manera más hermosa al alevín de orador:

-          Gracias, mi vida, musitó Clara. Le echó los brazos al cuello y lo besó.

     Cortadas abruptamente las efusiones por la proximidad de una niñera con su grey infantil, Clarita sonrió:

-          Yo también tengo algo para ti; menos personal, pero con el mismo cariño.

     Sacó del bolso el consabido pañuelo bordado a realce, y puso en manos de Gianni el joyel de César Borgia, con cadena y todo.

-          Tu familia hizo famoso a Fieramosca y tú has luchado denodadamente por descubrir su paradero. Por otra parte, lo mal adquirido poco aprovecha. Conviértase el objeto de un hurto en prenda de amor.

     Gianni declinó el ofrecimiento. Podría parecer un discurso preparado, pero le brotó del corazón y, tal vez por eso, Clara le dejó ponerse metafísico:

-          Cariño: el destino unió por encima de tres siglos a Fieramosca con mi familia, seguramente, por motivos políticos, tal vez no mucho más altruistas que la rapiña de tu antepasado. Ahora, cien años más tarde, nos ha unido a nosotros, más allá de distancias, nacionalidades e intereses. Hasta que te conocí, yo dejaba la fidelidad para las obras de la mente y la veleidad juvenil para el corazón. Ahora comprendo, y siento muy dentro de mí, que eres la mujer de mi vida; que el destino nos ha unido y sólo él podrá separarnos. Demos gracias a Dios que nos ha hecho el uno para el otro y guarda esta presea, para que pueda lucir sobre tu traje de novia el día de nuestra boda.

     Clara respondió con un “amén”. Y es que Gianni, aunque un poco cursi, tenía algo de la unción de su admirado cardenal Fossatti.

***

     El lunes, 12 de abril, amaneció claro y fresco. El teniente d’Azeglio salió de casa hacia las diez, dispuesto a realizar algunas adquisiciones precisas para su estancia en el frente. Doña Raquel insistió:

-          Pero, hijo, ¿no quieres que te acompañe? Mira que yo conozco mejor el comercio de confección y las droguerías.
-          Que no, doña Raquel. ¡Cómo voy a consentir que me compre usted los calzoncillos! Hasta la hora de comer, pues, y no prepare usted postre.
-          ¡Qué chico este! No sabe Clarita la joya que se va a llevar.

     A eso  de las doce, Gianni había acabado de hacer sus compras. Se encaminó al Salón Ideal, para mercar el postre prometido. Al ir a entrar en la pastelería, recordó la única imperfección de la maravillosa jornada del día anterior: no haber podido entregar a Clara una rosa roja en señal de amor, para que la luciera sobre su chaquetón blanco. Ante el Pradera solía colocarse una florista todos los días (de diario, naturalmente). El novio dejó para más tarde la adquisición de la tarta y cruzó la Plaza de Zorrilla, rumbo a las flores que ya divisaba en lontananza.

     No pudieron ser rosas (“es todavía muy pronto para ellas, señor”), así que compró media docena de claveles carmesí y un aderezo de siemprevivas azules, en señal de amor eterno. Cargado de paquetes y de flores, cruzó el Paseo en dirección a la Academia de Caballería. Se detuvo unos momentos a saludar al capitán Gaudenzi, que entraba en el edificio:

-          ¿Qué, d’Azeglio, haciendo las últimas compras?
-          Ya ves, me reincorporo en tres días.

     De un colegio de monjas próximo salían en tropel las alumnas uniformadas. Por tanto, serían las doce y media. En esto, se oyó, claro y próximo, el ronroneo ominoso del motor de un avión. Gianni interpretó acertadamente el peligro, aunque oyó decir a Gaudenzi: tranquilo, que lleva los colores de los nacionales. Apenas le dio tiempo de cruzar a la carrera la calle de San Ildefonso, gritando a las niñas para que se refugiaran donde pudieran. Una tras otra, siete bombas estallaron sobre casas y aceras, llevando consigo destrucción y muerte. Gianni cayó al suelo. Lo último que vio fue el ramillete de claveles. Aún intentó alcanzarlo con sus dedos.

***

     Dicen las crónicas que en aquel mínimo bombardeo fallecieron instantáneamente treinta personas, la mitad de ellos, niños. De los cien heridos, algunos fueron muriendo en los días siguientes. Las víctimas indirectas nunca han sido contabilizadas.