sábado, 27 de agosto de 2011

LOS QUE NO DISPARARON




Los que no dispararon

Por Federico Bello Landrove


     Pocos episodios revolucionarios tan sencillos y gratos, como el 25 de abril de 1974 portugués, la llamada “Revolución de los claveles”. Yo creo que, además del clamor del pueblo en la calle, en primera fila de los acontecimientos, es muy de resaltar que el Movimiento militar se ganó, no con disparos, sino por la gente que, de manera más o menos consciente, no quiso disparar. Este cuento historia y noveliza (más aquello que esto) dos de esos episodios, popular el uno, poco conocido del gran público el otro.




    1.  Preámbulo

     El sol se ponía sobre el Mar de la Paja, arrancando reflejos rosados a las aguas del Tajo, ya con vocación marinera. Y ningún lugar mejor para apreciarlo que la terraza del histórico café Martinho da Arcada, en la Plaza del Comercio. Sentados a una de sus conocidas mesas rectangulares, con manteles vaticanistas amarillos y blancos, dejábamos correr los últimos momentos del atardecer, cansados de patear la hermosa ciudad lisboeta. Cariocas y galões, con el inevitable acompañamiento de los pasteles de Belem, eran las consumiciones pedidas por los cuatro clientes, con perfecto equilibrio de españoles y lusos, como en el famoso juego de palabras del chiste. Los españoles éramos la típica pareja de turistas, ávidos por devorar la mayor cantidad de belleza e información, en el menor tiempo posible. Para conseguirlo, contábamos con la ayuda inestimable de dos colegas míos, portugueses como les digo, para quienes habíamos servido de anfitriones en un precedente congreso profesional celebrado en Salamanca. Decían sentirse deudores de nuestra gentileza, pero es más verdad que ya habían superado con creces nuestras atenciones. Haciendo tiempo para la cena y la visita nocturna, la fluida conversación fue derivando por los caminos de la historia y vino a dar en la llamada Revolución de los claveles, que trajo la democracia a Portugal en 1974, después de casi cincuenta años de totalitarismo. Yo no tenía más fuente de información reciente que la película Capitanes de Abril, dirigida por María de Medeiros. No obstante, como es habitual en mí, adelanté osadamente una opinión:

-          Tengo la impresión, dije, de que el Régimen se vino abajo como un boxeador sin fuerzas al que obligan a ir hacia el centro del ring, quitándole el apoyo de las cuerdas.

-          Ciertamente estaba muy descompuesto, concedió Vasco, aunque lo más ostensible fue la casi absoluta falta de apoyo militar. Simpatizantes o no del Movimiento de las Fuerzas Armadas, los militares, de mayor para abajo, estaban hartos de sufrir y morir en las colonias, y no estaban dispuestos a matar a sus compañeros por Marcello Caetano y compañía.

-          Tampoco podemos olvidar –apuntó Rui- el apoyo popular, la gente de la calle mezclada con los soldados sublevados. ¿Quién se atrevería a disparar con tantos civiles por medio?

-          Cosas peores se han visto, repliqué. Lo cierto es que, por unas razones u otras, apenas se cruzaron disparos, como no fuesen de advertencia. En todo el 25 de abril lisboeta, sólo la Policía de Seguridad (la tristemente famosa PIDE) tiró a matar, cosa que ningún militar osó hacer.

-          Vamos, vamos, bromeó Rui, van a pensar nuestro amigos españoles que aquí hacemos las revoluciones tirando claveles y cantando Grândola, vila morena. Supongo que, en ocasiones, no disparar puede ser más difícil y arriesgado que cumplir órdenes superiores de hacer fuego.    

-          Por supuesto, apoyó Vasco. Pero convendrás conmigo en que la Revolución triunfó in extremis, más por los muchos que no dispararon, que por los pocos que lo hicieron.

     Mis colegas portugueses se miraron el uno al otro y, como si hubiera habido un acuerdo previo entre ellos, nos propusieron contar cada uno un episodio relevante de esa victoria por el silencio de las armas, que supuso el 25 de abril, y gracias a la cual se lo recuerda con emoción y simpatía en todo el mundo. Ante la entusiasta aprobación de mi esposa y mía propia, Vasco y Rui cuchichearon entre ellos, para decidir el argumento de sus historias. Ello acordado, nos arrellanamos aún más en las sillas de paja verde y, entre dos luces, Vasco dio un sorbo a su café e inició la narración que le había correspondido.



2.   Y los tanques enmudecieron

         Muchos creemos –comenzó- que la Revolución triunfó en Lisboa, gracias al admirable trabajo de presencia efectiva y superioridad moral de las tropas y vehículos blindados venidos de Santarem, al mando del héroe más limpio y admirado de entre los del 25 de abril: el capitán Salgueiro Maia. Aquellos 250 hombres que, por su arenga y su atractivo, lo siguieron unidos y entusiastas, con apenas diez vehículos blindados ligeros  (amén de los de transporte de tropas y ambulancias), fueron capaces de ocupar, sin disparar un solo tiro que no fuera de advertencia, los ministerios y cuarteles generales del Terreiro do Paço y de lograr la rendición del Cuartel do Carmo, terminando por aquella jornada su brillante intervención, con el traslado, hasta lugar seguro y bajo custodia, del presidente del Gobierno, Marcello Caetano, y de los únicos dos políticos de relevancia que prefirieron permanecer junto a su jefe, antes que huir.

          Esta gesta, ya de por sí extraordinaria, alcanza lo asombroso, si se piensa que esos soldados y sus blindados de pacotilla estuvieron rodeados por fuerzas superiores en número y potencia de tiro, al contar con cuatro verdaderos tanques, en operación dirigida y comandada por el segundo jefe militar de Lisboa, el desde entonces tristemente famoso general Junqueira dos Reis. Y aquí es donde entra el tema de mi relato: el efecto maravilloso de no disparar, sino superar al adversario por la fuerza del diálogo y la camaradería. Veámoslo brevemente.

         En la Ribeira das Naus, frente al Ministerio de Marina, tropas de caballería fieles al Gobierno tienen en posición de tiro dos tanques M47. Están a las órdenes directas del mayor Pato Anselmo y, con sus cañones, pueden hacer trizas los vehículos del capitán Maia. No obstante, a nadie se le ocurre disparar, ni moverse una pulgada de sus posiciones. Los oficiales van y vienen por la avenida, de unas líneas a otras. Algunos curiosos observan. Vestido de civil, con traje y corbata, un individuo dialoga insistentemente con los oficiales tanquistas: es un exalférez, apellidado Brito e Cunha, que tiene buenos conocimientos entre ellos. Las negociaciones duran una hora, con diversas incidencias. Finalmente, el mayor Pato abandona el lugar y sus tropas y tanques se pasan a los alzados. El bloqueo de estos en la zona ha concluido.

         Más conocido y novelesco es cuanto acontece del lado opuesto del cerco a Maia, en la rua do Arsenal. Otros dos tanques, con alrededor de 200 infantes de heterogénea procedencia, están bajo las órdenes directas del coronel Romeiras Junior y la superior dirección del brigadier Junqueira. Éste, por carácter o por tensión, se muestra irascible y apremiante. Maia abandona sus posiciones y se adelanta solo, con bandera blanca, a parlamentar. El general le exige que recorra todo el camino y se presente ante él junto a los tanques. Maia, por dignidad y por recelo, responde que habrán de verse y tratar a mitad de camino de sus respectivas líneas, separadas por unos doscientos metros. Indignado, el general ordena hacer fuego de ametralladora al alférez Fernando Sottomayor. Éste se niega reiteradamente. Junqueira dispara su pistola, pero al aire. Maia se da la vuelta y sin prisas se retira hasta los suyos. Sottomayor es relevado del mando de su tanque y detenido.

         Poco después, el teniente sublevado con Maia, Alfredo Correia Assunção, se adelanta a su vez para negociar, pues conoce al coronel Romeiras. En esta ocasión, el brigadier no se anda con chiquitas y ordena, sin más, abrir fuego al tanque que mandaba antes Sottomayor. Dicen que la respuesta de los artilleros fue radical: no aceptamos otras órdenes que las de nuestro alférez. Entonces Junqueira decide actuar por su cuenta y, furioso, parece ir a disparar a Assunção, si no es por la interposición deliberada del coronel Romeiras, que pone su cuerpo como escudo, a la vez que le amonesta: pero si todos somos amigos. El brigadier cambia entonces de medio agresivo y golpea con los puños por tres veces al teniente rebelde, permaneciendo éste en posición de saludo, trastabillando pero sin hacer el menor ademán de defensa o respuesta. Assunção luego se retira, pero la actitud de los intervinientes en los hechos ha sido suficiente: Junqueira monta en un jeep, en unión de sus fieles, abandonando el campo y determinando el abrazo fraterno de la mayoría de sus hombres con los de Maia. Éste ha conseguido ocupar definitivamente el Terreiro do Paço, con sus ministerios y cuarteles generales, sin disparar un tiro ni perder un solo hombre. Será una de las últimas veces en que una batalla se ha decidido a puñetazos.

    -          Y, además, ganándola el que los recibió, apostilló mi esposa, con la voz un poco trémula por la emoción del relato de Vasco, del que yo no he sido capaz de dar más que un pálido reflejo.  



      3.  La fragata silenciosa

         Pedimos una nueva ronda de cafés. Rui, el siguiente narrador, nos guiñó el ojo cuando solicitó para sí un café com cheirinho, con la disculpa de que su historia era mucho más compleja y difícil de precisar:

    -          Vamos, algo así como un Rashomon a la portuguesa, que según quien lo cuente, cambia sustancialmente, con la perspectiva, el contenido del suceso.

        No obstante –prosiguió-, para no haceros un lío, os voy a contar primero la versión, digamos, oficial del asunto. Luego le pondremos las correcciones que algunos realizan y que, como veréis, modifican radicalmente los hechos. Aunque, a fin de cuentas, nos queda siempre lo mismo: la fragata F-473, Almirante Gago Coutinho, no llegó a disparar el 25 de abril.

         Aunque un poco obsoleta, esta fragata y sus hermanas de clase eran las joyas de la modesta marina portuguesa de entonces. La mandaba el típico comandante de la armada, aristocrático, frío y exigente, pero muy preparado y respetuoso de la marinería, don Fernando Seixas Louzã. Sus oficiales, comprometidos con el Movimiento de las Fuerzas Armadas, no se habían dignado –o atrevido- informarle de la sublevación que se preparaba. A fin de cuentas, incorporado el buque a las maniobras de la OTAN, no era procedente que la fragata experimentara ningún tipo de insubordinación.

         Así pues, la sorpresa fue mayúscula cuando, en la madrugada del 25 de abril, Seixas recibió la orden  de abandonar la formación internacional y retornar hasta la altura del centro de Lisboa a esperar nuevas órdenes. El comandante, perplejo, obedeció el mandado del Estado Mayor de la Armada y, hacia las nueve de la mañana, situó su nave de guerra ante el Terreiro do Paço, frente por frente de los soldados del capitán Maia y de los numerosos civiles que, entre curiosos y favorables, empezaban a fluir hacia la plaza en que ahora mismo estamos nosotros.

         Figuraos la preocupación de todos, sublevados y tripulación, cuando vieron aparecer un buque, cuya potencia de fuego podía destrozar la zona y a cuantos la ocupasen. La jefatura de la insurrección ordena a las baterías artilleras que dominan la zona apuntar hacia la fragata. Maia da orden de que sus hombres se parapeten y de que los civiles abandonen la zona, aunque algunos valientes se limitan a refugiarse en las arcadas de la Plaza del Comercio. En esto, nueva orden concreta para el comandante Seixas: Intimidar a la fuerza revoltosa del Ejército y prepararse para abrir fuego.

         ¿Llegó o no a recibir el comandante la orden criminal de disparar? Probablemente, nunca lo sabremos. Ciertamente, ordena desenfundar y cargar los cañones, pero los demás oficiales lo abroncan y la marinería titubea: ¿disparar contra una plaza monumental de la capital de la Nación, llena de civiles? ¿Y si los revoltosos formaran parte de una revolución general y honesta, que estuviese triunfando en esos momentos en todo el país?

         Seixas vacila ante las consecuencias inmediatas de su acción, aunque no quiere ni oír hablar de ponerse a la expectativa y no cumplir las órdenes. Rectifica, creyendo haber dado con la solución intermedia perfecta: Que carguen las piezas con munición de salva. Los oficiales se crecen ante la suavización de su comandante y se niegan: tampoco salvas, pues el pánico y la apariencia de riesgo para la población y la tropa serían similares. La situación se torna tensa, la oficialidad desobedece al comandante, los marineros no  cargan los cañones. Seixas, indignado y sin comprender lo que sucede en tierra, no sabe si desear o no que llegue la orden del alto mando que, tal vez, decida a sus hombres por la obediencia. Como si respondiese a los vaivenes de la tripulación, la fragata evoluciona y maniobra frente al Terreiro do Paço, inactiva pero temible, hasta que alguien da la orden de fondear y esperar. Pacatamente, el buque se convierte en testigo mudo de cuanto Vasco nos ha contado hace un momento. Finalmente, harto de esperar la orden definitiva y con la moral por los suelos, el comandante da orden de levar anclas y dirigirse a la base naval de partida. Aún tiene arrestos para amonestar a sus levantiscos oficiales:

    -          Señores, recuerden muy bien mi comportamiento de esta mañana. Yo, desde luego, nunca olvidaré la conducta de ustedes.

         Rui dio el último sorbo a su café, antes de concluir la narración con las prometidas versiones contradictorias, que reducían aquélla a poco más que una farsa. El comandante autoritario y sumiso a las órdenes más abusivas, se convertiría en un demócrata de toda la vida, que no se sublevó, simplemente porque nadie le informó ni se lo propuso. El plante de los oficiales habría sido innecesario, porque Seixas era presa de las vacilaciones y no ordenaba nada concreto. Nunca se habría recibido en la fragata orden de prepararse para hacer fuego o, en todo caso, fue imposible su confirmación, porque el Almirante Lopes y compañía huían como conejos del ministerio, abriendo un boquete en la pared medianera con el edificio anejo. Finalmente, la investigación oficial de la conducta del comandante Seixas, que pareció muy desfavorable desde el punto de vista de los revolucionarios triunfantes, estuvo trufada de enemistades y precipitación, destruyendo de modo injusto su reputación e impulsándole a abandonar la Armada.

    -          Y no olvides, Rui, lo más ridículo –agregó Vasco-. Dícese que las dobles piezas de 78 milímetros, que montaba la fragata, eran completamente inadecuadas para disparar con eficacia a blancos en tierra. Era un buque muy apto para la guerra antisubmarina y para la defensa antiaérea, pero no para causar otro efecto en los hombres de Maia, que el pánico ante su presencia.

    -          Pero bueno –argüí yo-, ¿quién es el descerebrado que pone esos absurdos paños calientes ante la conducta de Seixas y el poder ofensivo de su fragata?

    -          Alguien fuera de toda sospecha de ser un criptoprotector de militares sumisos: nada menos que el Almirante Rojo, Antonio Rosa Coutinho; aunque, en honor a la verdad, parece haber sido buen compañero y amigo de Seixas.

    -          Bien, sea como fuere –dijo mi mujer-, los cañones no dispararon y la historia pudo seguir su curso. ¿Qué más da si hubo ese día héroes o culpables? La calificación de buenos y malos habría venido dada por el triunfo o el fracaso de la revolución.

         Esta última frase, objetiva y fatalista, no dejaba de estar a juego con la indiferencia y lejanía de las estrellas que, al abandonar las iluminadas arcadas de la plaza, formaron techo sobre nuestras cabezas, en la ya noche lisboeta.



      4.  Epílogo en Castelo de Vide

             Un par de años después, en el curso de una visita a la provincia de Cáceres, nos adentramos, Teresa y yo, en territorio portugués y llegamos hasta la hermosa villa de Castelo de Vide, a fin de visitar la tierra natal y funeraria de Fernando José Salgueiro Maia, el capitán sin miedo y sin falta. En 1992, había sido enterrado con honores, en presencia de cuatro presidentes de la República Portuguesa. Ahora yacía bajo tierra, ante la respetuosa mirada de dos españoles que leían en su lápida:

        Ao Tenente-coronel Salgueiro Maia

        Conquistador do sonho inconquistado

        Havia em ti o herói que não se integra

             Había decidido traducirlo al español, aunque casi no haga falta. Después, como en las Divinas Palabras de Valle Inclán, he pensado que el idioma extraño, los sonidos no usuales, el significado ignoto de los vocablos, tienen un mágico poder para mover a la gente, o para paralizarla. Como el que hubo de poseer Maia para que sólo claveles se disparasen hacia/contra la causa sagrada de la libertad.



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