sábado, 28 de abril de 2012

EL CÓDIGO DEL HONOR (Tercera entrega)



El código del honor (entrega tercera)

Por Federico Bello Landrove

-          Ese es el emblema de la familia. Y, en cuanto a la de mis padres…
     Era demasiado. Incliné levemente la cabeza y salí pasillo adelante, camino de los zapatos y la salida. La pobre señora, imposibilitada de seguirme, quiso no obstante devolverme la gentileza aviar, con un esfuerzo de memoria:
-          Ahora recuerdo que Keiko trabajaba hoy en una naviera junto al Taisan-ji. Supongo que comerá al aire libre de lo que se llevó de casa… Hacia mediodía. Claro que, si no la conoce… Creo que llevaba un vestido rosa.
     Miré el reloj: las once y media. Tenía el tiempo justo, con la ayuda de un taxi.
***
     Resultó que el lugar aludido era un precioso conjunto de templo budista y jardines, mundialmente afamado. La verdad es que también para mí resultaba familiar, aunque no recordaba por qué. Al fin, di con la razón, al memorizar las fotografías de Keiko: ¡era el lugar donde ella y Tomoru se habían retratado, varios años antes!
     Con todo, yo estaba casi ciego a la belleza arquitectónica y a la explosiva floración de hortensias y camelias. Solo me interesaba una hermosa joven vestida de rosa, con una cesta de comida a su lado. No era fácil la búsqueda, pues el recinto era amplio, frondosa la vegetación, numeroso el público. Al fin, a eso de la una menos veinte, la vi en las inmediaciones del Karesansui[1], paseando, ya con el canasto al brazo. En casos así, siempre me ha gustado la sorpresa; así que me acerqué a ella por detrás y susurré:
-          Señorita Chigai, veo que ya ha comido. ¿Puedo invitarla a tomar el té?
     La sorpresa duró lo que tardó en ver mi rostro caucásico, que debió asociar inmediatamente con la nota de la noche anterior:
-          Lo siento, ya he tomado. Lo traía en el termo.
     Puede resultar ridículo, pero esas prosaicas palabras fueron las primeras que escuché a Keiko.
     Me presenté formalmente y quedé cortado acto seguido, sin saber bien cómo ni cuándo plantear la cuestión. La verdad es que la joven no me facilitó mucho las cosas:
-          Kelso-san[2], tal vez no sea momento para hablar de ciertas cosas, pues he de volver inmediatamente al trabajo. En cualquier caso, quiero dejar clara una cosa: Tomoru es ya para mí poco más que un fantasma del pasado y un hermoso recuerdo. No me siento cómoda recibiendo mensajes del más allá, que no otra cosa será lo que usted venga a transmitirme.
     Aunque los años y las privaciones no habían pasado en vano, pensé que ni las fotografías, ni las descripciones de su prometido le habían hecho suficiente justicia. Estaba deslumbrado. Así que insistí:
-          Le doy la razón en que no tiene sentido precipitarse. Vaya a su trabajo. La puedo esperar a la salida, o quedar citados en los próximos días. Aún tengo licencia para otros cuatro. Pero, por favor, no deje de escuchar el mensaje que le traigo pues, contra lo que se figura, no mira al pasado, sino que se proyecta al porvenir.
     Keiko quedó perpleja por un momento. Luego:
-          Todos luchamos por un futuro de esperanza, que no esté escrito en el ayer. Bastante hemos sufrido ya, cantando a la tradición y luchando por los valores llamados eternos.
     No me sentía con ganas de discutir y hasta agradecía dejar para más adelante el fraudulento mensaje. Me limité a decir:
-          La acompaño. ¿Vuelve a la naviera?
-          ¿Cómo sabe que…?
-          Por su madre. Tuve el honor de saludarla esta mañana, cuando acudí a su casa en busca de usted.
-          ¡Ah, ya! Pues no se ha dado usted prisa ni nada… En fin, esta tarde me toca un restaurante por aquí cerca. No es muy lujoso pero podría tomar algo allí, ya que intuyo que, con las prisas, no habrá comido.
-          Buena idea. Y puedo esperarla hasta que termine.
     Repentinamente, Keiko explotó:
-          Kelso-san. Ya no soy la ilustre descendiente de la casa de Chigai. No estudio Química en la Universidad. No me dedico a la caligrafía ni al ikebana[3]. He olvidado a Tomoru y conocido a otros hombres. Odio el trabajo que realizo; odio a los americanos; mi madre y yo malcomemos en una casa medio hundida. ¿Está seguro de que aún quiere darme ese mensaje y perder el tiempo tratándome como a una señorita de la alta sociedad?
     La elocuencia nunca ha sido mi fuerte. Apenas le repliqué:
-          Pese a la guerra, yo sigo siendo el mismo de siempre y tengo una promesa que  cumplir. ¿Cuándo y dónde quedamos?
     Estábamos a la puerta del parque, a punto de cruzar la avenida, camino del restaurante. Keiko se resignó:
-          Mañana, a las cuatro, en este mismo lugar.
     La vi alejarse, algo vencida por el peso del cesto y de los recuerdos. Sin embargo, yo no me sentía avergonzado ni culpable. No tenía ya otra idea en la cabeza que la de conseguirla; sin matices, sin reparar en obstáculos, sin medir las consecuencias. Conquistarla y después… Después, ya veríamos.
***
     Era mi último día de estancia autorizada en Kobe. Nuevamente, me hallaba en la mansión Sumiki, solo que, esta vez, a solas con el señor de la casa y no para dar, sino para pedir.
     En estático silencio, mi anfitrión escuchó la amarga historia que hube de contarle, sobre los días pasados, entre Keiko y yo. De cómo Tomoru, desesperado de morir sin cumplir su palabra, me había confiado la protección y el destino de su novia. De mi viaje para cumplir el voto, ignorando aún si sería necesaria mi intervención, ya por matrimonio de la joven, ya por estar atendida en todos los aspectos. De mi  firme y sincero ofrecimiento de unión y el rechazo frontal que este había recibido, sin aclarar debidamente motivos ni desafectos. Sumiki, al fin, contestó:
-          ¿Le parece poco motivo no conocerle a usted sino de unos días? Usted, un enemigo, que mató a su prometido y que carece de cualquier arraigo en nuestro país. Por otra parte, su deplorable situación económica es fruto del excesivo orgullo para aceptar nuestra ayuda. ¿Cree usted que dejaríamos que cayese en la miseria y en un posible oprobio la prometida de mi querido hijo?
-          Comprendo sus argumentos y sus deberes, señor, pero también yo tengo los míos, para los que creo poseer el derecho de recabar su ayuda.
-          Explíquese, capitán.
     Y entonces le expuse, ce por be, los puntos de honor y tradición que había aprendido en Tokio del señor Endo. Sumiki pareció sumirse en reflexión profunda durante un minuto eterno. Finalmente, peroró:
-          Me cita usted deberes y costumbres que nunca formaron parte integrante del bushidō. Por otra parte –y perdone que se lo recuerde-, no es usted un samurái, aunque haya aprendido algunas de sus artes y se le suponga la honorabilidad, como oficial del ejército. No tiene ninguna obligación de satisfacer la petición de mi hijo ni, mucho menos, Keiko tiene el deber de convertirse en su esposa, o en su concubina. Rechace de plano tales consejas de los viejos tiempos, vuelva a su país con nuestra gratitud y cásese allá con una mujer de su misma raza y costumbres. Por mi parte, le prometo hacer por quien fue novia de mi hijo cuanto esté en mi mano, al menos, mientras permanezca soltera.
     No tuve, pues, más remedio que pasar a la segunda parte del discurso de Endo. Así:
-          Agradezco su información y sus consejos, pero aún hay algo más, que creo no admite réplica. Si me atrevo a formularlo, no es por capricho o por vicio, sino porque estoy seguro de que el matrimonio con Keiko haría nuestra felicidad. Me refiero al deber que tiene usted, como padre de un samurái fallecido, de ayudarme a cumplir para con su hijo las promesas que le hice antes de morir.
     El señor Sumiki se conmovió y entrecortadamente repuso:
-          ¡La voluntad de mi hijo! ¡Su promesa de cumplirla! Más le habría valido morir en el acto, sin sufrir por la suerte de Keiko, ni imponer a otro una pesada carga.
    Calló, pero quedó con la boca entreabierta y los ojos fijos en los míos, como esperando a tomar fuerzas para proseguir. Le llevó algún tiempo, pero, al fin:
-          Su petición no admite ninguna réplica, ni más límites que los del honor. Cuente con que haré valer mis mejores oficios ante Keiko Chigai y su madre. Apoyaré su matrimonio con energía y le haré llegar a usted el resultado de mi gestión. Todo sea por mi hijo y su generosidad para con él y toda nuestra familia.
     La entrevista había concluido. Me acompañó, contra la tradición y la diferencia de clase, hasta la puerta del jardín. Tenía algo que decirme, rompiendo la continuidad con lo que solemne y fríamente se había debatido en el salón:
-          ¿Sabe, Kelso-san? Algo me dice que es un hombre fuera de lo común, más allá de guerras, odios y convencionalismos. Tal vez esté yo equivocado y sea usted un verdadero samurái; con demasiado corazón, pero un samurái. Si Keiko tiene algún punto flaco –y todas las mujeres lo tienen-, le aseguro que lo encontraré.


5.   La esposa del samurái

     Al partir David de Kobe para Tokio, mis sentimientos eran ambivalentes. De una parte, había conocido a un extranjero sabedor y respetuoso de las cosas de mi tierra, de las tradiciones de mi clase social; a un hombre que, más allá del deber, decía quererme y sabía y podía tratarme como a la señorita que un día fui, como a la mujer que, en el fondo, nunca había dejado de ser; pero, sobre todo, a un compañero que conocía mis miserias, comprendía mi desgracia y parecía leer en mi alma, entre la hojarasca y la neblina de mis caídas y mi dolor.
     Mas, por otra parte, aquel sujeto era oficial de un ejército enemigo, que había sumido a mi pueblo en la derrota, en la ruina a mi ciudad, en la muerte a mi familia; el individuo que había matado a Tomoru y pretendía ser el heredero de mi corazón; el samurái de pacotilla que quería imponerme su voluntad, ¡a mí!, descendiente de una de las familias más nobles del Imperio. Sus palabras resonaban constantemente en mis oídos, ya como el dulce tañido de una campana al atardecer, ya como el rugido del volcán a punto de arrojar su lava:
-          He de regresar a Tokio, pero volveré pronto y espero en el alma que cambien tus sentimientos hacia mí o, cuando menos, me permitas demostrarte plenamente los míos.
     Los días pasaban ligeros, pero las noches eran lóbregas y pesadas. Me sorprendía a mí misma cantando al fregar y buscando su ciudad en el mapa, pero el sueño había huido de mis párpados y me resultaban insoportables las atenciones de los camareros y de los amos de las casas en que limpiaba. Llegó en seguida su primera carta, larga, expresiva, cariñosa, acompañada de una vista de la Explanada del Palacio Imperial. Y, entonces, recibí una nota de Sumiki-san, para que pasase a visitarlo. Es cierto que me trató con toda consideración, pero su mensaje y expresión no dejaban lugar a dudas.
     De modo firme e insistente, me recordó sus obligaciones para con David, por la forma excelsa en que se había comportado con su familia; el deber en que estaba de apoyar la última voluntad de Tomoru; el deseo de buscar mi bien y de labrarme un futuro, más allá de vivir del pasado. Encareció los valores y virtudes del pretendiente y, de forma para mi dolorosísima, concluyó:
-          Como mujer noble, tienes todo el derecho del mundo de rechazar ayuda y solicitudes de matrimonio, de vivir de tu trabajo y aún de unirte a tu prometido más allá del tiempo, si te place. Para lo que no tienes facultad ni motivo ninguno, es para arrastrar también a tu madre a la miseria, a perder la dignidad en los dormitorios de las casas que limpias o en los vestuarios de los bares que frecuentas, ni a ofender la memoria de mi hijo entre liviandades y ocupaciones infamantes. Tienes la oportunidad de tu vida para redimirte del dolor y la pobreza. Cuando acordé con tu difunto padre el matrimonio con mi hijo, es evidente que no había amor en tu corazón y dudo de que lo haya podido haber nunca. No será diferente ahora. Sois muy distintos, pero el mundo ha cambiado con la guerra y el Yamato[4] no volverá jamás.
     Indiferente a mis sentimientos, insensible a las lágrimas que su apóstrofe hacía brotar por su vehemencia y su injusticia, pasó a la parte práctica del trato que propugnaba. Con el matrimonio, yo quedaba a salvo de contingencias económicas negativas, pero, a mayores, él se comprometía a dotarme convenientemente y a pasar una pensión a mi madre, hasta su muerte. Era su tributo –dijo- a la memoria de Tomoru y al respetuoso recuerdo de mi padre y de mis hermanos.
     Fue lo suficientemente benévolo –o sabio- como para no pedirme una inmediata respuesta. Me dio tres días, pasados los cuales habría de regresar a su casa para contestarle. Entre tanto –exigió- deja inmediatamente tus actuales labores. Hasta el matrimonio, yo te buscaré colocación en mi empresa. Salí de la casa dando tumbos, como si no viese donde pisaba. No obstante, un pensamiento me atenazaba, que convertí en palabras tan pronto me encontré en la calle:
-          ¡Maldito seas, Sumiki-san. ¿Por qué no me has ofrecido hasta hoy tu ayuda para encontrar mejor trabajo?
***
     Aquellas tres jornadas las tengo marcadas en mi vida como los tres días del odio. Todos y todo lo que me rodeaba me producía desprecio o repugnancia. Mi país, rencoroso y sin oportunidades para sus hijos; mi trabajo, sucio y lleno de manos rijosas; la casa, ruinosa y sin las mínimas comodidades; mi madre, pesada carga y charlatana insoportable; el difunto Tomoru, que disponía de mi vida desde el más allá; su familia, poderosa y engreída, que solo me había ofrecido limosnas y ahora quería quitarme la libertad; y, para concluir, aquel americano pertinaz y untuoso, que había invadido mi pequeño mundo, ofreciéndome un cariño que yo no me sentía capaz de compartir. Y lo peor es que todo se confabulaba para dejarme sin más salida que entregarme como una mercancía, en aras de la seguridad de mi madre y de la supuesta moralidad de mi vida. Sentía que me asfixiaba, que iba a entrar en una cárcel de imposible salida, a no ser que…
     Sí, evidentemente, a no ser que pusiera fin a mi vida. No era la primera vez que, en la soledad de mi cuarto, tras una jornada más de agotador e innoble trabajo, lo había pensado, pero ahora era distinto: no era el suicidio de los desesperados o de los cobardes. Era la búsqueda de una forma noble de morir, fiel a mi prosapia y tomando venganza de quienes no habían sabido respetar mi dignidad. El patriarca Sumiki y aquel necio americano habían invocado el código de honor del samurái. Yo iba a pagarles con la misma moneda. También la mujer del guerrero, la hija del noble, defendería su honra y sus derechos. Y bien sabía una Chigai cómo hacerlo.
     Como primera providencia, acudí a la cita con Sumiki-san y, sumisamente, le mostré mi predisposición de acatar sus deseos y aceptar la propuesta de matrimonio. No teniendo familiares próximos varones que negociaran la dote ni la pensión de mi madre, le pedí aceptase establecer directamente conmigo el contrato. Me replicó con desdén:
-          Habrás de tratar con mi hijo Yukio. He delegado en él los asuntos económicos ordinarios de nuestra familia.
     Así lo hice y puedo asegurar que resultó un acierto. El hijo, que había servido a las órdenes del desgraciado general Yamashita, había perdido un brazo en la guerra, pero ganado un sentido de la humanidad y del respeto a los pobres, de los que su padre carecía. Desde el primer momento, fijamos un valor razonable para la dote, tal vez bajo, a cambio de convertir la pensión para mi madre en un capital, cuyo interés le aseguraría una buena renta vitalicia. Como uno de los pocos rayos de sol de aquellos días, Yukio alabó mi comportamiento:
-          Pareces despreciar la dote pero, en cambio, te preocupas mucho por tu madre. Eso te honra.
     Claro que el desinterés por la dote corría parejo con el que sentía hacia mi futuro matrimonio. No obstante, respondí con una razón más confesable e igualmente cierta:
-          Estoy segura de que el novio siente por mi dote aún menos avidez que yo.
     Concluidas las negociaciones y firmados los contratos, pedí dos favores al señor Sumiki, que parecía bien predispuesto hacía mí en aquellos momentos.
-          Lo primero, Sumiki-san, el trabajo prometido. Tengo que llevar algo de dinero a casa, hasta que se celebre el matrimonio.
-          Concedido, puesto que fui yo el primero en ofrecértelo. ¿Qué más quieres?
-          No ver al novio hasta el día de la boda. He de hacerme a la idea y temo que su presencia encienda mis ánimos y me impulse a romper el compromiso.
-          Viviendo él en Tokio, no creo sea difícil, aunque los occidentales… A propósito, ¿cómo y dónde querrías casarte?
-          Es mi voluntad celebrar la boda por el tradicional rito shinto[5], en el templo Taisan-ji. Allí unieron sus vidas mis padres.
-          Será divertido ver al capitán con kimono. Mi familia correrá con la organización y los gastos, y te acompañaremos en tan señalada ocasión.
***
     Estaba cayendo la tarde. Ya vestidos de calle y después del banquete nupcial, mi esposo y yo nos dirigimos en taxi al hotel Oriental, donde había reservado una suite para pasar la noche de bodas, que yo tenía decidido fuese de duelo. Dos grandes ramos de camelias, rojas y blancas, saludaron nuestra entrada desde búcaros de plata, aunque entendí su lozanía como un sutil canto funerario. Me adelanté al dormitorio y dejé el bolso sobre una de las sillas. Dentro iba el kaiken o cuchillo de buena suerte, que había recibido como regalo de bodas, al que iba a darle bien pronto un destino más acorde con la tradición y con mi honor. David me llamó desde la sala, de manera festiva:
-          Esposa mía, no tengas tanta prisa en pasar a la alcoba, que aún tengo algo que decirte.
     Me senté en el sofá, mientras él desplazaba su sillón hasta dejarlo frente a mí, separados por una mesa baja. Por su gesto y el brusco cambio de registro, comprendí que se trataba de una cuestión importante. Despaciosamente, midiendo el significado de las palabras, pronunciadas en una lengua todavía frágilmente poseída, y mirándome muy fijo, como prueba de absoluta veracidad, dijo:
-          Mucho te amo y en este matrimonio he apostado mi vida, pero no quiero que nuestra convivencia se cimente sobre una mentira que, como hasta ahora nos ha unido, pueda en el futuro separarnos. Yo no maté en duelo a Tomoru, ni hube de perdonarle la vida para que continuase con ella. El combate no fue a muerte y, tras él, todavía vivió unos días, hasta morir en acción de guerra en la que yo no tuve parte alguna. En los momentos que pasamos juntos, trabamos amistad y compartimos los recuerdos de nuestra vida anterior. Él me habló de ti, ponderó extraordinariamente tu carácter y tu belleza. Nunca me hizo prometer que te desposaría si él faltaba, pero yo así he querido entender sus alusiones y su dolor por la separación, que hicieron brotar en mí, todavía sin conocerte, la esperanza y el cariño, simbolizados en esta fotografía que he llevado conmigo desde entonces.
     Me tendió un pequeño retrato, oscurecido y ajado, en el que inmediatamente reconocí el que me hice en un fotógrafo ambulante junto al puerto, y que envié a Tomoru con la primera carta que durante la guerra le escribí.
-          Esta es –prosiguió- mi mentira y mi vergüenza, reconocidas por sinceridad, pero no con arrepentimiento. Si tu corazón guarda un ápice de piedad y confianza, dame un tiempo para mostrarme a ti como soy y para que intente prender en tu alma el amor que rebosa de mi pecho. No exigiré ni pediré nada que tú no quieras darme, ¡nada!  Empieza conmigo una nueva vida y, si llegares a estar segura de haberte extraviado, me marcharé de tu lado y de tu patria, y no volverás a saber de mí.
     Calló, sumiéndome en la confusión más absoluta, de la que -¡pobre de mí!- pretendí escapar de la forma que parecían imponer las reglas que hasta aquella situación sin salida me habían llevado. Comprendí al punto que debía respetar la vida de mi esposo, puesto que nada había tenido que ver con la muerte de Tomoru, ni pretendía forzar mi cuerpo ni mi voluntad. Ciertamente me había conseguido con embustes pero ¿no me había dejado yo prender en la red? ¿No era más culpable que él el señor Sumiki? En fin, ¿no había yo quebrantado las sagradas promesas del matrimonio para así tenerlo a mi merced y arrancarle la vida en el tálamo?
     Él permanecía entre tanto silencioso, con la mirada baja, esperando una respuesta. Mas no eran palabras lo que mi mente elaboraba, sino la decisión sobre mi propia vida. Y en este punto, permanecía inflexible. Había sido llevada al matrimonio con presiones y engaños; había profanado las sagradas promesas y las comunes libaciones[6]; no quería a aquel hombre, cuyo amor enredador y meloso me arrastraba, sin embargo, como a los pescadores las hijas del dios del mar. No lo pensé más. Me levanté del diván y fui rápidamente en busca del bolso, que abrí, extrayendo de su interior el saquito de rico brocado, en que guardaba la afilada lengua de acero. Ya con ella en la mano, me asaltó el absurdo pensamiento de que, como mujer, infringiría los ritos del jigai, si no ceñía mis piernas con un lazo[7], para no caer y quedar en postura deshonrosa. Fue por unos instantes, pero lo suficiente para que David se percatara de mi designio y tratara desesperadamente de impedirlo.
     Impulsé el cuchillo hacia mi cuello, pero el brazo de mi esposo alteró el recorrido del arma, que rasgó su mejilla y fue a clavarse levemente en mi seno. Forcejeamos, al tratar yo de repetir más eficazmente el golpe, y caímos al suelo, al tiempo que la empuñadura lacada del kaiken resbalaba entre mis dedos y el cuchillo quedó reposando a mi lado, sobre la alfombra. Sin cuidarse de cosa alguna, David me incorporó, con la espalda contra la cama occidental, se me abrazó dulcemente, con la cabeza reposando en mi pecho y, en un susurro incontenible, repetía: perdóname, perdóname…
      Paralizada y atónita, levanté la vista al frente y, en la luna del lujoso armario ropero, contemplé aquella escena, tantas veces vista cuando estudiante, en el teatro de marionetas o en las películas por entregas. La mujer, maltratada y sufrida, recibía al fin el reconocimiento de su amado quien, abrazado a ella, le pedía perdón y declaraba su amor. El marido estaba de espaldas pero la esposa tenía mi rostro, aunque estuviera fuera de mí y su corazón fuese mucho más tierno y esperanzado que el que latía en mi pecho, con fuego y rapidez inusitados.
     Sí, desde luego lo había visto muchas veces, siempre escondiendo las lágrimas a los compañeros, que reían con aquellos argumentos inverosímiles. Y sabía lo que haría la esposa, lo que tenía que hacer la actriz a quien le había tocado representar ese papel. Era muy fácil; bastaba con decir: Amor mío, te perdono y te entregaré toda mi vida para nuestra felicidad. ¡Vamos, adelante! ¡Dilo ya! ¿Qué te lo impide?
     Siempre fui una actriz mediocre. En el colegio nunca pasé de hacer papeles sin frase. La mujer de enfrente continuaba muda, pero lentamente, muy lentamente, iba estrechando en sus brazos el torso del marido y, posando una mano en su cabeza, le acariciaba suavemente el cabello. 
     A la luz del atardecer, reflejada en el espejo, la escena empezaba a resultar conmovedora por su dulzura y su verismo, pero le faltaba fuerza. En eso, noté que en el vestido blanco de la joven esposa, brotaba una flor roja, justo donde el marido reclinaba su cabeza. Me miré y vi como, en efecto, la sangre de David y la mía se mezclaban, lenta e indisolublemente, como una metáfora de vida y de fertilidad.        





[1]  Literalmente, jardín seco, en que los componentes minerales (piedras, grava, arenas) son tan importantes como los vegetales. Responde a una filosofía budista de la contemplación de la naturaleza.
[2]  San, tratamiento japonés de moderado respeto, por ejemplo, hacia personas mayores o poco conocidas. Se utiliza como sufijo del nombre o apellido de la persona a la que se dirige.
[3]  Arte de los arreglos florales.
[4]  Palabra anfibológica, aquí empleada como el “Japón tradicional” o el “Japón de antaño”.
[5]  Shinto, o Sintoísmo, junto al budismo, la religión más importante en la historia de Japón.
[6]  Las libaciones rituales con el licor llamado sake o saki forman parte de las bodas por el rito shinto.
[7]  Jigai significa suicidio, ya sea en general, ya el ritual de la mujer ofendida. La alusión al enlazado de las piernas es completamente real, en sí y en su objetivo.

EL CÓDIGO DEL HONOR (Segunda entrega)




El código del honor (entrega segunda)

Por Federico Bello Landrove



-          Supongo que la familia tendría que sentirse agradecida por ello, y por devolverle las pertenencias más personales de su hijo.

-          Más que eso. Muerto Tomoru, su padre le debe a usted la concesión de un deseo, por áspero o difícil que le resulte. Será una orden para él, como lo hubiera sido para su hijo, de seguir vivo; será… una cuestión de honor.

-          Por mí, puede quedar tranquilo el señor Sumiki. No pienso ir a visitarlo, como no sea para hacerle entrega de esta hermosa wakizashi.

     Endo se encogió de hombros, como no comprendiendo mi desprendimiento. Luego, me miró con ojos maliciosos y prosiguió:

-          Claro está que también usted habría contraído un deber moral, de haber matado en el singular combate a su antagonista.

-         

-          Pues el de casarse con la joven a que el difunto estuviese prometido antes del duelo. Bueno, casarse, o convertirla en su amante, dándole cobijo y descendencia, en el lugar de su novio muerto.

-          No tenía ni idea…

-          La verdad es que no es una regla inapelable dentro del bushidō, pero los paladines más puntillosos con su honor así lo cumplieron antaño. Por más que… ¿le confesó Tomoru que estaba prometido, antes de iniciarse el duelo?

-          No. ¿Por qué?

-          Porque así no le dio oportunidad de conocer los deberes que asumía y optar por renunciar al duelo a causa de ellos… ¿Quién será la novia? De familia ilustre, desde luego, pero… Keiko, ¿Keiko qué?

-          Ni idea. Desconozco el apellido, la procedencia y todo sobre ella, repuse con evidente falsedad.

-          Lástima. Como amante, podría hacerle la vida grata mientras viva usted entre nosotros. Y, ¿quién sabe? Tal vez ella necesite ayuda de todo tipo. Las cosas están muy mal en Japón, como bien sabe.

-          ¡Bah!, dejemos el tema –concluí, intentando ocultar lo molesto que me sentía por su maliciosa impertinencia-. Ya le he dicho que yo no lo maté, sino que murió por la patria y el emperador.

***

     No hace falta decir que mi conversación con el señor Endo fue la clave de la decisión que tomé, días más tarde. En esquema, mi camino pasaba por las siguientes etapas: viajar hasta Kobe para saludar a la familia de Tomoru y completar la devolución de sus cosas con la entrega de la wakizashi; confesar falazmente que nuestro duelo había terminado, de un modo u otro, con la muerte del teniente; cumplimentar a Keiko, procurar conocerla lo mejor posible y saber de su actual estado económico y moral; finalmente, y en función de todo lo anterior, volverme por donde había venido, o reclamar mi derecho como letal retador de un samurái prometido en matrimonio. Las piezas encajaban al fin, el equilibrio se conseguía…, solo que en el filo de la navaja o, por mejor decir, de la espada ceremonial.

     Pedí una semana de permiso y tomé el tren hasta Kobe, donde me alojé en el famoso Hotel Oriental, patrimonio casi exclusivo a la sazón de empresarios y altos militares americanos. Para pasar más desapercibido, vestía de paisano, aunque con el uniforme en la maleta. Por supuesto, llevaba también la wakizashi y cuantas referencias pude obtener sobre los abundantes Sumikis de Kobe. El resto era cosa de indagarlo sobre el terreno.

    Obviaré los trámites. La persona que buscaba resultó ser Kaoru Sumiki, alto empleado de los astilleros Mitsubishi, el famoso zaibatsu[1] en vías de desmantelamiento. Su casa, en el exclusivo distrito de Kitano, era una mansión de madera clara, con espectaculares miradores encristalados, porche de columnillas y amplio jardín en derredor, todo lo cual me recordó –en más lujoso- a las viviendas de las familias bien de los pueblos del interior de California. Cierto que la casa Sumiki parecía ajada, como una señorona venida a menos, pero aún tenía suficiente prestancia  para impresionar a un capitán, hijo de gasolinero.

     Presentarme ante un hermano de Tomoru y arremolinarse toda la familia en torno mío, entre llantos y zalemas fue todo uno. Hubo de salir el padre de familia y poner orden en aquel galimatías, ordenando retirarse a todos, salvo al hijo mayor, y mandarme pasar al amplio salón, totalmente amueblado a la occidental. Hice ademán de quitarme los zapatos, que el anfitrión agradeció, pero juzgó innecesario.

     Tras confirmar que se trataba de la persona que había asistido a su hijo en los últimos momentos y les había hecho llegar sus pertenencias con una nota de pésame, el señor Sumiki mandó regresar al resto de la familia, quienes fueron tomando asiento en torno a la gran mesa de comedor o permanecieron de pie, ante el trío de protagonistas. Decidí llevar mi visita de forma teatral, dejando la wakizashi –celosamente empaquetada- para el final. Relaté puntual y verazmente mi cautiverio, pero puse el duelo al final del mismo, como provocado y llevado hasta la muerte por decisión del capitán Tomiyoshi. Por tanto, coloqué las confidencias de Tomoru y nuestra amistad antes del combate, para explicar mi conocimiento de su vida y expresar lo indeseado de la lid. Finalmente, inventé un entierro con honores militares y el inmediato ataque de mis compañeros, con la consiguiente derrota de los nipones.

     Aunque contenidos y respetuosos, no dejé de sentir sobre mí la descarga de su odio visceral, como oía los sollozos de algunos familiares. Era el momento:

-          El aprecio que llegué a sentir por Tomoru ha inspirado una decisión, que espero comprendan ustedes. No quería que algo tan familiar e íntimo como su espada ceremonial pasase, con lo demás, a manos inciertas, de modo que pudiese no llegar a su destino. Pedí a Dios que me conservase la vida hasta el día de hoy, para poder entregar, personal y directamente, este objeto.

     Y, abriendo el paquete, así con ambas manos la espada y, de pie, cara a cara, se la entregué al señor Sumiki.

     Recibí de manera hierática las palabras de agradecimiento del padre y, concluidas que fueron, rechacé todos los ofrecimientos de ser su huésped. Era el momento más peliagudo y traté de hacerme entender, sin que comprendieran nada de mis intenciones:

-          Tomoru, antes de morir, me transmitió unas palabras para su prometida, Keiko. Hacérselas llegar es mi segundo penoso deber en Kobe. Claro que no quiero cumplir con él, si ella ha cambiado de estado en forma tal, que el recuerdo sea ya inconveniente.

-          No así, capitán –repuso el señor Sumiki-. Keiko permanece soltera y en relación con mi familia. Tendré mucho gusto en ponerme en contacto con ella para anunciarle su visita y, si usted lo considera oportuno, acompañarle.

-          Juzgo innecesario esto último, señor. Bastará con que me facilite su nombre completo, su dirección y el número de teléfono, si lo tiene. Lo que sí le ruego es que haga las gestiones previas a la mayor brevedad, pues mi estancia en Kobe será muy breve.

     El señor Sumiki hizo una seña a su primogénito, que extrajo una libreta, en la que, con caracteres occidentales, anotó los datos pedidos, arrancó la hoja y me la entregó. Inmediatamente, me levanté, formulé nuevamente mis condolencias y di por concluida la visita. Al traspasar la valla del jardín de la casa, aún permanecía casi toda la familia en el porche, en actitud tácita, pero cortés, de despedida. Me sentí algo mal, por haberles hecho víctimas de un engaño y, más aún, instrumentos de un encuentro sentimental. De todas formas, mis arrepentimientos duran poco. Ya en el taxi hacia el hotel tomé la decisión de no esperar los preámbulos acordados con Sumiki. Llamaría yo esa misma tarde a la señorita Keiko Chigai. No había tiempo que perder. 





4.   El enemigo enamorado



     Lo pensé mejor al llegar al hotel y concluí que no era buena idea la de presentarme ante Keiko, sin las referencias del señor Sumiki, ni saber nada de ella. Después de todo, las confidencias y fotografías de Tomoru tenían varios años de antigüedad; los suficientes, como para terminar escaldado o, cuando menos, desilusionado. Como buen militar, decidí salir en descubierta, vale decir, reconocer el terreno antes de trabar contacto con la enemiga. Pergeñé las grandes líneas del plan, que arrancaban de personarme en la vecindad de Keiko e indagar.

     A eso de las ocho de la mañana, me hallaba ya frente a la casa de la chica, en el barrio de Hyōgo. Como tantos otros edificios de la zona, presentaba las dolorosas heridas de nuestros bombardeos. Parte de la fachada estaba apuntalada y la escalera aún conservaba zonas desprendidas de la balaustrada. Pudo haber sido un buen inmueble de cuatro plantas antes de la guerra, pero ahora era poco más que una ruina.

     Mi primera intención fue la de abordar a la portera, pero allí no parecía haber nadie que fungiese de tan socorrido oficio. Hube de conformarme con una señora de mediana edad, que llevaba al brazo una amplia y aún vacía bolsa de la compra. Tuve la suerte de que le cayera en gracia mi extranjería, sobre todo cuando, evitando incomodarla, le rogué que me respondiera según caminábamos juntos hacia el mercado y –contra los usos de su país- le llevé gentilmente la bolsa:

-          Keiko Chigai, sí, sí: la joven del tercero centro. Vive con su madre. Bueno, antes la familia era más numerosa, la abuela, el padre, dos hermanos. Ya conoce usted nuestro sino. La enfermedad o la guerra han ido destruyendo vidas y haciendas. El padre de la muchacha murió precisamente en el gran bombardeo de marzo del año pasado. Era profesor de la Universidad, un hombre muy atento… ¿Y dice usted que es pariente de Keiko?

-          A la vista está que no –repliqué sonriente-. Digo que, en los Estados Unidos, soy vecino de unos lejanos familiares suyos, que emigraron hace muchos años. Cuando se enteraron de que venía a Japón como técnico agrícola, me pidieron que visitara a los Chigai y aquí me tiene.

-          ¡Técnico agrícola! Y yo que me figuraba que fuera usted militar…

-          Pues no. Estoy trabajando en la reforma agraria, codo con codo con el ministro Wada.

     Aquella verdad a medias acabó por derribar las defensas de la vecina. Por más que sus compras fuesen interminables, llenas de dudas y regateos, no le faltaba conversación ni por un momento. Junto a otras muchas cosas, pude oír lo que me interesaba. A raíz de la guerra, Keiko se había comprometido con un joven que partía para el frente; había dejado los estudios y se empleó en las industrias Kawasaki, dentro del esfuerzo de guerra de tantas japonesas de entonces. Luego, los hermanos, muertos en la contienda; la abuela, de enfermedad y malnutrición; el padre, en un bombardeo. ¿Qué era de ella ahora? Pues se había empleado en una pequeña empresa de limpiezas y andaba pasando la escoba y la bayeta donde la mandaban: casas particulares, bares, oficinas…, lo que saliera. Por cierto, su prometido había muerto en campaña, pero a la chica no se le conocía nuevo novio.

-          ¿Y su madre?, inquirí.

-          Es una buena mujer, un poco confianzuda y pedigüeña, si me permite decirlo. Está mal de las piernas y sale poco de casa. Si ha de saludarla, ahora sería un buen momento.

     Bendije la oportunidad para liberarme de la charla inagotable de mi informadora. Retorné la bolsa, le compré en señal de agradecimiento unos tomates y desanduve el camino, para visitar a la señora Chigai. Aún oí a lo lejos la voz de su vecina:

-          ¡Recuerde, tercero centro! ¡Un llamador en forma de dragón! 

***

     Con la mamá de Keiko, las cosas me fueron mucho más fáciles de lo esperado:

-          ¡Ah, es usted el americano! Ya nos anunció anoche el señor Sumiki su visita, aunque cogió el recado mi hija y no me dio muchos detalles de su propósito.

-          ¿Así que las telefoneó?, pregunté, cambiando descaradamente el derrotero de la conversación.

-          No tenemos teléfono. Nos hizo llegar una nota por un empleado.

     Si con su vecina había sobreabundado la charla, con la señora Chigai los silencios llegaron a resultarme embarazosos. Lo único que me interesaba saber –dónde estaba trabajando Keiko, o a qué hora regresaría- cabía en medio minuto. Todo lo demás eran cortesías fútiles y elusiones por mi parte a sus indirectas. Me excusé, pues, lo antes que pude y me despedí, no sin antes hacerle entrega de un pollo entero, adquirido en una tienda próxima. La pobre mujer no precisó para aceptarlo de mis referencias a su dificultad para salir a comprar. Se deshizo en alusiones a la anterior riqueza de su casa y a las desgracias que sobre ella habían caído:

-          Hubo un tiempo en que la familia de mi marido eran daimios[2], del ilustre clan Aso, descendientes del primer emperador, Jimmu. Mire, mire.

     Y, señalando hacia la desconchada pared, fijó mi atención en un tapiz, con el bordado de dos cuadrados en punta entrelazados.







[1]  Expresión traducible por cártel o grupo de empresas, esencial en el Japón y contra el que lucharon (bastante infructuosamente, por cierto) las autoridades americanas de ocupación, como contrario a la economía de mercado y proclive al militarismo.
[2]  Palabra japonesa para referirse a los nobles de título, frecuentemente dotados de funciones feudales. La nobleza fue abolida en Japón por leyes posteriores a la II Guerra Mundial.