viernes, 13 de abril de 2012

EL SUEÑO DE PEARL HARBOR



El sueño de Pearl Harbor



Por Federico Bello Landrove



     La fantasía de un sueño recrea una cierta visión histórica de algunos personajes señeros de Pearl Harbor en diciembre de 1941. Sucesivamente, van apareciendo Edgar Rice Burroughs, Isoroku Yamamoto, Mitsuo Fuchida y Minoru Genda. Aunque el sueño no pretenda tener sentido, sí puede recoger una enseñanza: la sombra de un hombre suele ser mayor o menor que su efectiva estatura…, aunque le haya marcado el dedo caprichoso de la Historia.







     No, si tenía que acabar así, a fuerza de leer y ver tanto sobre el descalabro americano en Pearl Harbor. Y es que, sin preparar el viaje ni reservar habitación, he aquí que me encontraba en pijama en la recepción en penumbra del hotel Shangri La. Había caído la noche y la sombra de las palmeras dibujaba siluetas ominosas en el suelo de la sala, a través de los grandes ventanales abiertos al jardín. Una voz se alzó baja y protectora, a mi espalda:



-          No se inquiete. Solo son palmeras. Ahí suelo yo jugar todos los días al paddle-tennis por parejas.



     La voz se convirtió, como por ensalmo, en una gruesa figura, de rostro amistoso coronado por olímpica calva. Un hombre, casi anciano pero firme, descalzo y con vestimenta informal, se me acercó, portando en la mano derecha un rifle Springfield, que utilizaba como bastón:



-          No se extrañe. Tengo los pies destrozados de patrullar las calles. He dejado las botas al cuidado de mi hijo.



     Nos encontramos de repente a la puerta del hotel, en medio de la oscuridad más absoluta. Mi compañero tanteaba con el fusil, para bajar las escaleras que daban a la calle. Yo me agarraba con firmeza a su brazo libre. No necesitaba de presentaciones; sabía que aquel hombre de apellido casi impronunciable en español, era un amigo de la infancia. De hecho, yo había rejuvenecido mucho, hasta términos de cabello espeso y negro y dentadura íntegra. Avanzábamos dando tumbos, brevemente deslumbrados por fogonazos, que no sabría definir si como disparos de artillería o truenos de alguna tormenta no lejana.



-          Vamos –me dijo-. La calle está en calma. Veamos como anda la base.



     Nos acodamos en una barandilla metálica. Otras sombras vinieron a acompañarnos; todas, empijamadas y portadoras de su rifle reglamentario. Las miradas convergían en un fondo de claridad espectral, en que se divisaban llamaradas coronadas por nubes de humo. Me volví hacia él y me atreví a pronunciar su nombre:



-          Edgar [1], ¿podremos llegar hasta allí, descalzos y en pijama?



     Entonces me di cuenta que todos iban correctamente vestidos de militar. Solo yo seguía casi desnudo, con los faldones de la camisa de noche al viento y serias dificultades para sujetar a la cintura el pantalón. Sonaron próximos unos disparos y Edgar gruñó:



-          Estábamos tan tranquilos hasta que nos militarizaron. Ahora todos tiran primero y preguntan después.



     Y yo empecé a andar, ajeno a todo lo que me rodeaba, sin otra inquietud que la de hallar algún calzado que ponerme. De pronto, percibí que me encontraba solo. Mi mentor había desaparecido.


***



     Sin saber cómo, se hizo una leve claridad en la calle oscura, cuya tierra apisonada me arañaba los pies. Miré encima de la puerta desde la que se proyectaba el haz de luz al exterior y leí algo que ahora no recuerdo bien –o que ni pude precisar entonces-, una cosa como Honolulu Parrot. Tres escalones subían al porche, con barandilla de madera. Aliviado por el roce suave del suelo de tablas húmedas, no esperé a Edgar y entré en aquel recinto, que resultó ser una taberna de barra semicircular, abundante en vasos llenos de bebidas espirituosas, pero sin un solo cliente. Al fondo, sobre un estrado, varias mesas de tapetes vivos, rodeadas de sillones de mimbre con cojines atados a sus brazos. Una sola de las mesas estaba ocupada, por una pareja concentrada en el juego de cartas. Una y otra vez, ambos jugadores ponían sobre la mesa tríos de reyes y de damas, hacían ademán frustrado de recoger la postura y volvían a repartir los naipes.



     El caballero [2]  era un sujeto membrudo, de cabeza rapada y cuello de toro, edad mediana y flamante uniforme azul marino, de cuello cerrado y doradas charreteras. La mujer, bastante más joven, vestía un kimono estampado y su rostro –de rasgos orientales, como los de su compañero-, triste y rematado en espesa cabellera recogida con moño, miraba siempre hacia abajo, como si solo le importase el reparto de cartas que hacía el otro jugador. Este, en presunto correcto japonés, me invitó:



-          Si tiene dinero, siéntese y jugaremos. Esta noche tengo una buena racha.



     La mujer del kimono hacía ademán de levantarse y dejarme su plaza. Se puso detrás del ilustre marino y le acariciaba la nuca, tarareando el Kimigayo. Entre tanto, yo metía una y otra vez mis manos en los bolsillos del pijama, infructuosamente, claro. Me decía a mí mismo: al menos, ochenta sen; al menos ochenta sen. Pero ni eso llevaba. Mi frustrado rival de póquer, entre tanto, parecía rechazar las caricias de la bella:



-          Aparta, he fracasado. He vencido, pero he fracasado.



     Y barajaba compulsivamente, hasta derramar las cartas en cascada por las faldas del tapete, hasta el suelo. Yo intentaba recogerlas, pero cada vez caían en mayor número. Alcé un comodín, con su cara sarcástica y gorro de cascabel. El marino rompió la carta en mil pedazos, gritando: ¡petróleo, acero, uranio! Y, a cada exclamación, se iba deshaciendo, hasta quedar convertido en un montoncito de cenizas, que recogió cuidadosamente la geisha [3], sin dejar de tararear el himno solemne. Yo sentía que mi corazón palpitaba de amor por ella, pero la joven seguía recogiendo ceniza y yo, tratando en vano de recordar su nombre, comprendiendo que esa sería la clave para su aceptación. Acaba en ko, acaba en ko. Y poco a poco, me alejaba.





***



     La calle, interminable y oscura, por la que avanzaba a tientas, terminaba en un alto, sobre el que se alzaba un templo, estrecho y torreado, de paredes de madera tan cuidadosamente enjalbegadas, que relucían incluso en las tinieblas. Entre el estruendo de las sirenas de alarma aérea y de los jeeps de guardia, me pareció escuchar un tañido de campana, que me convocaba. La cuesta se empinaba y me obligaba a ir a rastras, si quería seguir avanzando hacia la iglesia. Al fin, llegué y entré, quedándome junto a la puerta, casi emboscado tras una de sus hojas. El recinto estaba lleno, pero no de cualquier manera: cada banco acogía a cuatro personas, colocadas en perfectas filas, como si se tratase de un desfile. Todos vestían de blanco y yo no era capaz de distinguir sus cabezas. Eran como bultos, rígidos, estáticos, silentes.



     En el presbiterio, junto a un atril a la izquierda del tabernáculo, alguien predicaba. No reconocía su cara, pero iba cubierto con un viejo gorro de aviador, con el barboquejo suelto, y unas gafas que le ensombrecían los ojos[4]. Recuerdo perfectamente que el sermón era una glosa de la famosa palabra en la cruz: Perdónalos porque no saben lo que hacen. Y el orador sollozaba. Aunque avergonzado de mi indumentaria camera y de mi descalcez, avancé lenta y cautelosamente, pegado a la pared, ocultándome tras los delgados pilares de madera, tratando de identificar al predicador. Vestía de aviador, con botas de media caña, aunque se revestía de una túnica, al parecer, transparente. De cerca, me percaté de que alguien presidía la ceremonia: un hombre alto, de pelo crespo, sonriente y con un libro bellamente encuadernado en la mano [5].



     Y la homilía continuaba. Cuando el misionero levantaba la mano izquierda, parecían brotar rayos de ella, que fulminaban a los circunstantes. Al gesticular con la derecha, el ademán acariciaba el aire como una música adormecedora. Me acerqué más y más, para grabar en mi retina sus rasgos. Eran también orientales, finos, pulidos, pero al verme, parecieron volverse fieros y amenazadores. Intenté escapar pero daba vueltas y vueltas alrededor de la puerta sin procurarme la salida. Me pareció oír el siniestro silbido de una bomba y el templo que me acogía desapareció al instante. Todos quedamos al aire libre, a la tenue claridad del amanecer, extasiados, aparentemente ilesos, sin dejar ni un momento de atender al predicador, cuya palabra martillaba en mis oídos al alejarme, por fin, de aquel lugar encantado: Gólgota, Gólgota…



***



     Mi huída acababa, por entonces, en un aeródromo que parecía fuera de lugar. Los aviones tenían la apariencia de reactores ahusados, de alas escuetas y gran timón de cola, plateados, grávidos de bombas y cohetes en su vientre y a la sombra de los planos. Eran tan numerosos, que intentaba avanzar por la pista y tenía que cambiar constantemente de dirección para no darme con ellos.



     Vino hacia mí un sujeto joven, vestido de impoluto uniforme, tocado con una enorme gorra de plato, con espectacular ancla dorada al frente [6]. Sus ojos parecían querer hipnotizarme y el gesto hermético de su boca, que pronunciaba pómulos y mentón, dejaba a las claras que no pretendía comunicar conmigo por la palabra, sino con el gesto. Insistentemente, frenaba con su brazo mi avance y trataba de llamar mi atención hacia los pájaros del aire. Insistía en que subiese a alguno de ellos, ofreciéndose a ser mi piloto. Yo me resistía pues tenía la intuición onírica de que el vuelo podía serme fatal. Pero él llevó la fuerza hasta el punto de embutirme en el asiento y encerrarme en la mínima carlinga. Me aferré a los mandos, como si tuviese la ciencia infusa para manejarlos, y mi forzador se reía, ruidosa, inconteniblemente, sacudiendo de tal forma su indumentaria, que las monedas caían de sus bolsillos a la pista, donde permanecían bailando y tintineando de modo interminable.



     Despegué a duras penas y, tan pronto dejé atrás el campo de aviación, el motor empezó a fallar, provocando que el aparato entrase en barrena. Di un agudo grito pidiendo ayuda y me pareció encontrar respuesta en el aullido, largo y modulado, de un atlético joven bidimensional y atezado, que avanzaba hacia mi trampa mortal, caballero en una liana [7]. Hizo una pasada fallida, como los trapecistas del circo, y yo seguí cayendo, girando y gritando, hasta encontrarme con la claridad tamizada por la persiana y el tictac del despertador, bastante más lento, a la sazón, que el batir de mi corazón.










[1]  Alusión a Edgar Rice Burroughs (1875-1950), excepcional cronista de los sucesos de Pearl Harbor y de parte de la Campaña del Pacífico y, por supuesto, creador de Tarzán, de mundos de ciencia ficción… y soldado del Séptimo de Caballería.
[2]  Alusión al almirante Isoroku Yamamoto (1884-1943), escéptico, moderado (estuvo a punto de ser asesinado por orden del complejo militar-industrial dominante entonces en Japón) y pro-occidental quien, no obstante, imaginó y dirigió la infamia de Pearl Harbor. Era un jugador compulsivo que, durante mucho tiempo, completó su economía de militar con los ingresos que le proporcionaban el póquer, el bridge y otros juegos.
[3] El gran amor y la gran mujer tras el maduro Yamamoto. Se llamaba Chiyoko Kawai y, contra lo que algunos sostienen, es evidente que fue, además de geisha, amante del citado almirante, con quien intimó hacia 1935.
[4]  Aludo a Mitsuo Fuchida (1902-1976), comandante en jefe sobre el terreno del ataque a Pearl Harbor (7-12-1941), cuya conversión al cristianismo (1948, en adelante) y vida posterior de misionero (con gran arraigo en EE.UU. y Japón) bien merece una consulta de los textos.
[5]  Quiere referirse a Jacob DeShazer (1912-2008), cuya conversión y llamada influyeron decisivamente en Mitsuo Fuchida. En el caso de DeShazer, el cambio radical se produjo durante su cautiverio en Japón (1942-1945).
[6]  Impiadosa alusión a Minoru Genda (1904-1989), planificador del ataque a Pearl Harbor y gran aviador militar, cuya gloria quedó decisivamente empañada –como suele suceder- cuando pasó a dedicarse a la política, a partir de 1962. Estuvo gravemente implicado en los primeros sobornos de la Lockheed en Japón (presidencia de Eisaku Sato) y contribuyó directamente a adquirir un avión de combate, el F-104, de peor calidad que su alternativa y, desde luego, mucho menos seguro para sus tripulantes.
[7]  No hace falta decir que se trata de Tarzán, clara asociación onírica de ideas, por lo expuesto en la nota 1.

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