viernes, 13 de julio de 2012

EROS Y TÁNTALO




Eros y Tántalo

Por Federico Bello Landrove



          Por razones tan personales como inexplicables, soy admirador y hasta un poco seguidor del escritor ruso Leónidas Andréiev (1871-1919). Uno de mis primeros cuentos lo tuvo como desencadenante y modelo: es el que tienen ante ustedes. ¿Puede convertirse el amor en un suplicio que recuerda al de Tántalo? Esta historia, ambientada en Helsinki, probará que sí.



     Permitan que me presente. Soy el narrador de esta historia. Mis aficiones confesables son los viajes y los libros antiguos. La primera no sé a qué pueda ser debida. Para la segunda, tras profunda introspección, he logrado dar con la causa. Un día de un año del que no quiero acordarme, unos energúmenos entraron en casa de mis abuelos maternos y, para conjurar ciertos demonios políticos, cargaron el piano y saquearon la biblioteca. Se llevaron 445 volúmenes. Ignoro su valor, pero me constan los títulos. Entre ellos, había una primera edición en español de Sashka Yegulev.

     Casi treinta años después, Yegulev volvió a entrar en la casa. Un adolescente lo devoró y, lo que son las cosas, no lo convirtió en un estudiante revolucionario, sino que alimentó su alma con nostalgia de bosques y amores tempranos. Y ahí sigue. Quiero decir, el lector. Del ejemplar aquél y  de la casa familiar no tengo más que el recuerdo.

    Pues, señor, he aquí que el nostálgico de los bosques realizó, hace ya diez años, un viaje a Finlandia. Nada especial ni solitario. Un recorrido colectivo y rápido, de lagos, bosques y Papá Noel. Y dos días en Helsinki; el segundo de ellos, en plena libertad.

***

     Me encaminé –como no podía ser de otra forma- a la Plaza del Senado, para revisitar los edificios de Engel. El tiempo desapacible o el azar me movieron a entrar en la Biblioteca Nacional. Lo que pasó después lo tengo bastante confuso, como cualquier buena asociación de ideas. En fin, de los libros, a un libro –mi amado Sashka-; del libro, a su autor, y de este, a su prudente retiro en Finlandia, donde murió demasiado joven. ¿No tendrían en la primera biblioteca finesa algún ejemplar de la edición princeps de 1911, o de aquella de Calpe de mis abuelos?

     Mi inglés es nefasto, pero la bibliotecaria que me atendió veraneaba en la Costa del Sol: precisamente estaba entonces preparando el equipaje para vacar en España. Yo soy muy locuaz cuando un tema me interesa. El caso es que le conté toda la historia que ustedes ya saben,  ampliada con el hecho comprobado de que Sashka Yegulev había sido expurgado de todas las bibliotecas públicas de la España nacional durante la guerra incivil. Marja Liisa (María, para mí) me facilitó la primera edición rusa del Yegulev, cortó lo antes que pudo mi bisbiseante perorata (“ya sabe, es obligado el silencio en este lugar”) y me dejó en la gran sala de lectura a solas con mi libro amigo y mis recuerdos. Pasé un buen rato hojeando el texto y tratando de descifrar la fonética de algunos vocablos en cirílico. Finalmente, volví a María, le restituí la obra, me despedí efusivamente y recibí una de las mayores sorpresas en mis viajes:

-          Señor B., termino mi turno dentro de dos horas. Tal vez podría usted visitar algunos monumentos próximos y recogerme luego a la entrada de la Biblioteca. Es posible que tenga una sorpresa que darle.

     Como quiera que, ni mi edad, ni su apariencia, permitían suponer peligro alguno en aceptar la cita, contesté con un “encantado, la espero a las seis” y pasé las dos horas siguientes realizando a la muy cercana Catedral protestante la más detenida y distraída visita que turista alguno haya hecho jamás. 

     Minutos después de la hora acordada, no sólo tenía la presencia de María, sino una invitación para cenar juntos en un restaurante de nombre tan poco autóctono como “La Place”. Tomamos un tranvía para llegar hasta allí. Nos acomodamos; cenamos sencilla y fluidamente, hablando de trabajo, de turismo, de mis pinitos literarios y de las bellezas de la costa malagueña –que mi interlocutora conocía mucho mejor que yo-. Finalmente, con el postre ya servido, María se decidió a hablar.

***

      Gané mi examen de bibliotecaria ayudante en la Nacional, sección de lengua rusa, hace unos veinte años. Todavía recuerdo que el ejercicio versó sobre El músico ciego, de Korolenko. La verdad es que hablo muy bien ruso. Mi abuela materna, con la que me crié, era de Carelia. Ya conoces (a estas alturas de la velada se había impuesto el tuteo) la atormentada historia de esa región, tan pronto finesa, como rusa o soviética. El hecho es que –no sé si por experta o por jovencita- logré el aprecio de mi jefe, el viejo señor K., al que acompañaba frecuentemente en sus visitas de inspección.
     Una tarde, con una sonrisa un tanto misteriosa, el señor K. me llamó a su despacho y dijo:

-          María, la Fortuna nos ha tocado con sus alas. Tenemos un viaje de inspección a Mustamakki.

-          ¿Y eso? –acerté a preguntar, por decir algo-.

-          Están restaurando la casa donde murió  Leónidas Andréiev y parece que han encontrado algo interesante.

     Lo “interesante” resultó ser un montón de libros y carpetas, apilados, atados con bramante, cubiertos de polvo y apestando a humedad. Les había dado refugio, en la buhardilla de la casa, un pequeño armario encastrado entre un contrafuerte y un fregadero de desecho, medio oculto por un gran paragüero y la oscuridad ambiente. No sin cierta repugnancia, mandé trasladar el hallazgo a la biblioteca pública de la localidad y allí pasé tres días limpiando y preordenando sus componentes, mientras mi jefe permanecía en Helsinki, hasta que yo le informase de que era posible iniciar formalmente la lectura y clasificación de los documentos.

     No te aburriré, amigo F., con el relato de mis operaciones, tan monótonas  como lo suelen ser en estos casos. Pero, entre tanta factura de sastre, notas de recomendación y libros de consulta, una extensa carta con letra femenina llamó mi atención. Había sido echada al correo en Vyborg en junio de 1919, tres meses antes de morir Andréiev, y este parecía haberla guardado con cierto esmero, entre las páginas de un diccionario ruso-sueco. Leí la misiva varias veces, con emoción creciente, y comprendí enseguida la razón del  probable interés del escritor: estaba ante el germen de un excelente relato para lo más turbio y pesimista de su genio.

-          ¡Sírvanos otra copita de vodka!,- indiqué al camarero, para así dar pie a que María continuara su historia, que empezaba a ponerse interesante-.

-          Descuida, F., no te dejaré con la miel en los labios, como decís en España. Y, desde luego, prometo acabar antes de que tengan que cerrar el establecimiento –ironizó María-.    

     Y, de un tirón, pero midiendo pausadamente las palabras, María tomó en sus manos la carta del restaurante, a guisa de epístola, e hizo como si la leyera, más o menos, en los siguientes términos.

***

     Estimado señor, etc., etc. Desde mi adolescencia he sido fiel lectora de sus obras y admiro especialmente su capacidad para evocar lo más triste, y hasta lo más sórdido, en términos de hermosa fantasía y acendrada piedad. En esa confianza, voy a exponerle el caso del que llamaré “el señor N.”, no tanto para que lo convierta en ensueño mágico, sino para que lo refleje fielmente en alguno de sus futuros relatos, a fin de que sirva de advertencia para quienes estén a punto de caer en los lazos del amor. No se trata de un caso excepcional pues, después de haberlo conocido, he podido constatar que otros hombres –y mujeres- sufren el mismo sino o enfermedad. ¡Que sirva de advertencia!, aunque bien sé que el cariño nos suele hacer inmunes a la reflexión y, por otra parte, creo que el mal que le voy a exponer no tiene medicina conocida.

     Es un hecho que el señor N. tenía la innata virtud de inspirar confianza: bien parecido, inteligente, con las palabras justas, de maneras educadas y, sobre todo, con unos grandes ojos negros que miraban muy dulcemente, como acariciando a sus interlocutores. Yo ya lo conocí cuando estaba en algo más de la mitad del camino de su vida. Entonces compensaba la inexorable pérdida de encantos físicos con una figura todavía esbelta y un alto cargo en la Administración de esta provincia, que ejercía de manera diligente y humana, sin que nadie tuviera nada negativo que decir de él.

     El señor N., por otra parte, era sincero. Aunque yo no estaba en absoluto al tanto de su vida pasada en Petrozavodsk –donde había nacido-, no tuve la menor dificultad en conocer por su boca lo más relevante de ella. Siendo un estudiante del liceo, había vivido su  primer amor con la hija de unos íntimos amigos de su familia, sin que tan hermosos sentimientos llegaran a buen puerto, al parecer, por la torpeza propia de su edad y por las intromisiones de sus padres, inclinados a ver toda clase de peligros en relaciones tan tempranas. Nada de extraordinario, pensará usted; como tampoco lo es que él tratara de olvidar, aparentando indiferencia, ni que la joven, triste y despechada, aceptase las peticiones de un insistente capitán, con quien al fin contrajo matrimonio y se fue a vivir a Kiev.

     El señor N., entretanto, concluyó brillantemente sus estudios, ganó la plaza de Jefe de Negociado de Primera y, con sus remordimientos y dolores a cuestas, pasó a ejercer la profesión en Joensuu. Allí conoció a quien sería su primera esposa, a la que siempre consideró –según manifestaba- como “la mujer más perfecta que haya encontrado nunca”. Tuvieron dos hijos y toda la felicidad que desearse pueda. Pero, al cabo de cinco años, ella contrajo la tuberculosis y falleció en pocos meses, dejando a su marido en la más desoladora tristeza. Pienso que, si no hubiera sido por sus hijos, el señor N. no hubiera resistido cierta sacrílega tentación…
     Verdaderamente, en el cuidado de los dos niños fue ejemplar. No hubo hora que no les dedicara, ni ciencia en que no ejerciera para ellos de maestro. Los ratos libres los ocupaban en recorrer los caminos y estudiar la naturaleza. Hay quien dice que llevaba a los pequeños sobre los hombros cuando ellos se cansaban, sin importarle parecer ridículo. En fin, son detalles un tanto nimios, que yo conozco por referencias. El caso es que los hijos –niño y niña- crecieron entre las mayores atenciones, con el recuerdo de su madre siempre presente, pero sin hacer de la ausencia de ella  motivo de mimos o de excesiva tolerancia.
     Y, mientras tanto, en Kiev, se producía la debacle. Tras unos años de convivencia aceptable, en los que un niño bendijo el hogar, el militar empezó a concebir celos enfermizos de su esposa, intachable por todos los conceptos. Las brillantes cualidades de ella eran para su marido, no motivo de orgullo, sino fuente de rencorosa envidia. Aprovechaba cualquier ocasión para hacerla de menos y hasta he oído decir –no sé si con fundamento- que, a las discusiones frecuentes y las infidelidades ocasionales, el militar añadía malos tratos a su esposa; todo lo cual acabó por deshacer el matrimonio, pidiendo y logrando ella el divorcio, con la custodia del hijo.
     Espero, señor, que mi carta no le esté resultando larga y aburrida, pero soy incapaz de resumir más. Es lo cierto que, al hacerse mayores sus hijos, el señor N. razonablemente pensó en reordenar su vida y evitar la soledad en lo que de ella restara. Enterado por algunos familiares del desastroso fin del matrimonio de su primer amor, le escribió una carta de amistad y ofrecimiento personal, que ella no contestó, cerrando cualquier posibilidad de reencuentro. Considerando por ello a su primera amada definitivamente perdida para él, se puso manos a la obra, en busca de nueva compañera. Tengo entendido que la cosa no le resultó fácil, debido a su edad madura y a que –según su propia expresión- no era sencillo inducir a alguien a cometer delito de trigamia. Curiosamente, quien más caso hizo de sus requerimientos afectivos fue una damita de la buena sociedad de Joensuu, famosa en la ciudad por su belleza y exquisita cultura. Las relaciones adelantaron bastante, pero la joven, finalmente, acusó el temor ante la diferencia de edad y sus futuros deberes maternales hacia los dos hijos de su pretendiente y, de manera fulminante, casóse con un amigo de la infancia, un verdadero petimetre o, tal vez, un hombre de mente enferma. El caso es que, un hijo y dos años después, el matrimonio se deshizo, como el señor N. no había dejado de vaticinar a la joven, de manera objetiva y, hasta cierto punto, desinteresada.
     El señor N., avergonzado por aquel desaire a la vista de todos, se trasladó con sus hijos a esta ciudad de Vyborg, aprovechando un ascenso profesional y la mayor oportunidad de estudios para los muchachos. Y aquí es donde entré yo en su vida. Pariente lejana del señor N., soltera y poco más joven que el recién llegado, le hice los honores de mi casa y le ayudé a buscar alojamiento adecuado para él y sus hijos, así como liceo para estos, dado que era, y soy, profesora en  uno de tales centros. En fin, supongo que, por conveniencia para él y por amor para mí, la relación amistosa tornóse en grato y breve noviazgo (¡a nuestra edad!) y cometí trigamia, con el corazón lleno de cariño y la mente  de inquietudes.  Me consta que algunas compañeras del liceo llegaron a hacer apuestas sobre si nuestro matrimonio duraría un año. Bien, han pasado quince y seguimos casados. La trigamia ya no existe, pues los dos hijos del Sr. N. (conmigo no los ha tenido) han volado lejos del nido y nos han obsequiado con dos nietos. Afortunadamente, la gran guerra que acaba de terminar  ha respetado a todos nosotros, al llegar muy tarde para unos y muy pronto para otros. ¡Qué quiere Vd.! Estoy orgullosa de la labor realizada. El Sr. N. me aprecia; su hijo me respeta; la hija me quiere, y yo amo a los nietos como si fuesen de mi sangre.
     Mientras tanto, en Kiev, el primer amor de mi marido, pasada también la mitad del camino de su vida y con su hijo colocado y casado, emprendió el sendero de la libertad y, con él, una latente vocación literaria. Sus trabajos adquirieron cada vez mayor notoriedad; los editores y los lectores le abrieron las puertas de una moderada fama, y la Academia Literaria de la gran ciudad la acogió entre sus miembros docentes de número. Espléndida ocasión para conocer a otros artistas y, entre ellos, al poeta L., tan famoso como pagado de sí mismo, con el que al parecer vivió el gran amor de su vida, pese a las dificultades inherentes a los anteriores matrimonios  de ambos y al narcisismo de él.  Con todo, parecían ya tocar campanas de boda, cuando una terrible enfermedad se cebó en la señora. Llena de valor y de entereza, soportó su terrible tratamiento sin avisar siquiera a los suyos en Petrozavodsk y sin más compañía que la de su hijo…, pues el brillante poeta no se encontró con fuerzas para afrontar el dolor cara a cara y convivir con una mujer marcada con el sello de la mutilación y la amenaza de la muerte.
     Bendito sea Dios, que finalmente perdonó la vida a esa señora, aun a costa de hacerle sufrir el mayor de los desengaños. A ella, y a mí, pues enterado el señor N. de lo sucedido, no hace más que pensar en su primer amor; en que él es el culpable último de sus desgracias y sufrimientos; en que su deber es estar a su lado –siquiera moralmente-, como el mejor de los amigos y el más fiel de los compañeros. Bueno, sólo lo piensa, pero yo leo en sus pensamientos y contemplo, tensa e inoperante, cómo naufraga mi matrimonio, sometido a los embates de un iluso que cree poder dar marcha atrás en el tiempo y amar a quien ya apenas conoce, y a las posibles veleidades de una mujer que, aunque mucho más sensata que él, tiene las llaves de nuestras vidas, con sólo pronunciar la palabra “VEN”.
    Esto es, mi estimado y paciente señor Andréiev, todo lo que quería contarle. El resto es cosa de su talento de narrador y de hombre sensible. ¿No cree usted que el señor N. tiene una terrible enfermedad o una maldición sobre sí? No es capaz de amar a las que le aman y ama a quienes no pueden amarle, o por rechazo o por la muerte. Bien, hasta ahí, tal vez todo sea puramente natural. Pero, ¿y ese poder diabólico, de que las mujeres que no le aman a él  fracasen al amar a otros?
     No sé todavía qué será de mí, ni me importa. Vivo el día a día junto al señor N., entre el fingimiento y la inquietud. Nosotros ya estamos definitivamente atenazados por este terrible sino. Pero ¡haga algo por quienes todavía pueden intentar eludirlo!
     Suya, etc., etc.,  (firmado) “Señora N.”

***

-          Muy interesante –acerté a decir, al cabo de unos momentos de concluir la lectura-. Lástima que Andréiev muriera antes de dar cuerpo literario a tan notable historia. Por más que, en El diario de Satanás
-          No he acabado, amigo F.; hay algo mucho más importante para mí. El tema, los lugares  y los personajes de la carta me resultaron muy familiares. ¡Y tanto! Como que  la abuela con la que -según te dije antes- me crié resultó ser la hija de la anónima señora N.
-          Pero, ¿qué me dices? ¿No acabamos de saber que la señora N. no tuvo hijos de su matrimonio?
-          Cierto. Mi abuela era la niña  que la señora N. amó como si fuera de su misma sangre.
     Pagamos la cuenta y salimos a la noche blanca de la ciudad. Sin pronunciar una sola palabra, acompañé a María hasta su casa, cercana al hotel donde se alojaba mi grupo. En el momento de decirnos adiós, no puede contenerme y le lancé las preguntas que mentalmente había ido haciéndome, una y otra vez, durante nuestro despacioso paseo:
-          María: ¿Qué fue, finalmente, de la señora N.? ¿Y de la carta?
     Creo que ni siquiera me oyó. Acercó su mejilla a mi cara, para los besos de despedida, y susurró:
-          ¿Sabes, F.?, a veces pienso que ese mal de amor es hereditario.

***
      Meses después de mi viaje a Helsinki, pujé por Internet y conseguí un ejemplar de Sashka Yegulev como el que hubo en casa de los abuelos. Pero ni se me ocurrió añadirlo a mi biblioteca. Redacté una sentida dedicatoria, lo metí en un sobre de burbujas y se lo remití a María, a la Biblioteca Nacional de Finlandia. Días más tarde, recibí una brevísima carta de mi amiga que, escuetamente, decía: “Querido F., gracias por el libro y la dedicatoria. Ha sido un  detalle maravilloso. Y, por cierto, ¿no crees llegado el momento de que se cumpla la voluntad de mi bisabuela?”
     Pues bien. Aunque obviamente yo no soy Andréiev, como la voluntad de los difuntos es sagrada y María murió el verano pasado, me he decidido a contarles esta historia, en la que mi única aportación personal ha sido ponerle título.

   

    


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