sábado, 28 de julio de 2012

LA FIERECILLA INDOMADA


La fierecilla indomada



Por Federico Bello Landrove



     El espíritu, más que la letra, de la shakesperiana Fierecilla domada sirve de pie para un cuento de viaje en tren, por supuesto-. Una mujer indomable y un hombre domado (hasta cierto punto) intercambian historias supuestamente ajenas, que acaban resultando muy personales y les acercan a aquellos momentos, ya lejanos, en que pudieron haber cimentado un amor para toda la vida.







1.  Un tren y un libro


     El rápido Hendaya-Madrid arrancaba de la estación de Donostia-San Sebastián, a primera hora de la tarde de aquel 16 de mayo de 2000. A la pareja femenina que desde el principio del viaje ocupaba uno de los compartimentos de primera clase, se agregó en Donostia un caballero ligero de equipaje que se sentó junto a la ventana, tras un breve saludo. Las damas (pues, cuando menos, su edad y apariencia les hacían acreedoras del apelativo) respondieron sin mirarle, de forma meramente gestual y continuaron con su conversación en francés.



     El paisaje de ventanilla dio poco de sí al doctor Pedro Lafuente. Otro tanto acaeció con la charla para las señoras. La más cercana a la puerta del departamento pasó a dedicar su atención a un ordenador portátil. La que quedaba en oblicuo y más próxima al doctor, tomó de su bolso un libro, se puso las  gafas de cerca y, aparentemente, se sumergió en la lectura. El doctor hizo un breve esfuerzo para captar el título del  tomito en rústica: La fierecilla domada.



     La dama del libro era, en verdad, hermosa y con estilo, lo que llamó la atención de D. Pedro, pues su edad rondaría el medio siglo; desde luego, año arriba año abajo, como la de él. Pensó que era de agradecer tan buen palmito en una señora de su generación. Con todo, lo más llamativo es que la lectora tenía para el doctor un aire ligeramente familiar: sobre todo, esos ojos pardos… y la grata sonrisa que le dedicó cuando levantó la vista del libro y se produjo un cruce de miradas.



     El doctor se sintió halagado por el aparente interés visual de la señora y, no muy dispuesto a seguir mirando el paisaje durante varias horas, se atrevió a iniciar la conversación en español:



-          Genial esa comedia. Aunque ha llovido mucho desde entonces.



     La dama dio un respingo, a duras penas disimulado, al oír la voz del doctor. Se quitó las gafas, posó el libro en el asiento y dedicó a su interlocutor una atención inusitada. Tanto, que este se sintió un poco incómodo y, por un momento, temió haber empleado el idioma equivocado o resultar molesto. Nada de eso aconteció, pues fue respondido con toda cortesía:



-          Ciertamente no está en el top ten de las librerías, pero es un libro magnífico. Lo tengo un poco desencuadernado de tanto leerlo.



     La voz acompañaba al palmito, aunque tuviera el tono grave y ligeramente velado de quien la ha usado mucho, por la edad o por la profesión. La señora pareció escrutar el efecto de sus palabras en el rostro de D. Pedro, quien, un poco en tensión al sentirse observado, decidió dar un giro más educado al coloquio:



-          ¡Oh, perdone que no me haya presentado! Pedro Lafuente, médico en Madrid, a donde ahora me dirijo tras haber dado una conferencia en San Sebastián.

-          Catalina, y esta es mi secretaria, Josette. Venimos de París y, por lo que me dice, con el mismo destino que usted.



     Josette esbozó un enchantée y volvió a su inseparable ordenador. Pedro no pudo menos de mostrar cierta sorpresa o interés ante el nombre de madame. Esta, como si se hubiera quitado un peso de encima, pareció relajarse y cambió de posición, colocándose frente por frente con el doctor. Parecía el preludio de una extensa y amistosa conversación. No obstante, agotados con rapidez los temas tópicos entre desconocidos, la charla languideció, entre miradas y silencios. Al doctor Lafuente no le resultó extraño, aunque sí un poco embarazoso: la verdad es que él no era locuaz y, por si no fuera esto suficiente, los ojos se le iban tras del rostro y el busto de la señora con creciente atención. Esta parecía no tener dificultad para hablar por los codos, pero no pasaba de sacar todo el jugo posible a temas triviales, como si ocultara algo.



     Por fin, de tanto avanzar en círculos, la conversación vino a recaer en la famosa Fierecilla. El doctor (que tenía una notable cultura a nivel de bachillerato) captó enseguida que Catalina le daba cien vueltas en esto de la literatura. Así que, remontándose al terreno filosófico, D. Pedro especuló:



-          Hay algo en esa obra con lo que estoy en absoluto desacuerdo. La forma de domar a los bravíos no puede ser una violencia mayor aún. Yo creo que las personas, como las imágenes de los espejos planos, acaban siendo un fiel reflejo de la forma en que se las trata: duras, si es con severidad, y blandas, si con ternura.

-          ¿Usted cree, amigo mío? Yo creo que, incluso en estos tiempos, conseguir un espacio de libertad y ser uno mismo sigue siendo cuestión de resistir y de enfrentarse; al menos, en muchas ocasiones y con casi todas las personas.

-          ¿No cree, entonces, en el valor del ejemplo y de la dulzura?

-          Claro que sí, doctor, en muy contados casos. Pero como actitud general, es preferible estar a la defensiva y recelar. Tiempo habrá de abrirse y confiar, cuando hayamos probado y comprobado las intenciones y las obras de los demás.

-          ¿Incluso con los íntimos y en el amor?

-          En esos casos, más que nunca, pues nos jugamos casi todo y podemos sufrir mucho más.



     El doctor no se atrevió a seguir por tan hondos derroteros. Fue la señora quien, tras unos instantes de vacilación y mirada perdida, dijo:



-          Verá usted, señor Lafuente, voy a proponerle una especie de juego, estilo Decamerón. Puesto que tenemos cinco horas por delante, si usted quiere, contaremos sucesivamente un cuento cada uno, en apoyo de nuestras tesis sobre la forma de entender la vida. Sólo que el cuento habrá de basarse fielmente en una historia real que conozcamos muy bien, sin más excesos o alteraciones que los indispensables para resultar más expresivo. ¿Acepta usted?

-          Por supuesto –el doctor estaba embriagado por aquellos ojos y un tanto picado porque le llevaran la contraria-. ¿Quién empieza?

-          Ya que le he propuesto el juego y creo tener más experiencia literaria, empezaré yo, si no le importa. Ya ve –ironizó-, estoy a la defensiva, pero aún concedo ventajas.





2.  El cuento de Catalina



     Tengo una amiga de toda la vida que, a lo largo de ella, ha tenido tres grandes amores, y todos tres tuvo que sacrificarlos, más tarde o más temprano, en aras de su libertad y su dignidad: vamos, de poder ser ella misma. Su primer amor, breve en el tiempo pero largo en promesas de felicidad, cayó en el terreno pedregoso de las influencias y mediatizaciones familiares. Ya sabe usted lo que era aquello hace casi cuarenta años. Lo cierto es que a ella parecía tocarle el camino de rosas del apoyo entusiasta y las facilidades por parte de su familia. Se habría dicho que el muchacho era el novio de toda la parentela femenina: tanta era la admiración que sentían hacia él y tan poco el respeto por los sentimientos, aún dubitativos, de mi amiga, una niña casi. Al fin, el patito feo rechazó al cisne y, con ello se ganó una plétora de críticas y ridiculizaciones de todos sus deudos, empezando por su madre. Tal vez, perdió la felicidad, pero mi amiga se hizo una joven de carácter y alcanzó su cuota de libertad.



     A veces esa libertad nos embriaga, o llega demasiado pronto. Lo cierto es que el segundo amor de mi amiga fue acaso una mala consecuencia del primero. Donde antes hubo inocencia y platonismo, prevaleció, no mucho después, el fuego del deseo. No afirmaré que se tratase de una elección a la ligera: de hecho se sintió enamorada. Pero lo cierto es que el elegido era un extranjero, con muy poco en común para compartir con la joven. ¿Deseos de volar lejos del nido y de los padres? ¿Nuevo canto a la libertad y la autoafirmación? Sea como fuere, mi amiga se casó, marchó lejos de España… y se estrelló con la realidad de un marido no bien conocido, celoso y violento, que quiso hacer de ella su posesión, para dominarla y maltratarla en casa, y lucirla fuera. Y todo ello, con dos hijos comunes, en tierra extraña y sin medios económicos ni profesionales en que basar una eventual rebelión. Sin embargo, la mujer se enfrentó. Agotado su margen de paciencia en pro de los hijos, rompió con el marido, buscó trabajo adecuado a sus excelentes cualidades, sacó adelante a sus muchachos (no siempre con la comprensión de estos) y rompió el cerco de una sociedad que la motejaba de extranjera. 



     Su tercer amor fue el tributo que mi amiga pagó a la improvisación y al imposible, aunque nunca lo ha lamentado, como nunca se lamenta el amor de nuestra vida. Nada permitía suponer que aquello fuese a durar: los compromisos familiares de ambos; el narcisismo y la debilidad de carácter de él; el complejo de superioridad intelectual del amante. Todo fue, sin embargo, superado durante algún tiempo por un inmenso resplandor de brillantez, ternura y sexo. Y todo se vino abajo, en un momento terrible, cuando la pareja fue probada por una gravísima enfermedad de mi amiga, que se cebó de modo indeleble en su cuerpo y la puso en la lista de una muerte próxima. Pero la mujer era ya, no una indomada, sino una indomable. Sola, rota, sin esperanzas, se enfrentó a todo y de casi todo salió victoriosa, aunque no indemne. Hasta la muerte pareció rendirse a su valor y su esfuerzo. Y ahí sigue, firme, fuerte, dominadora, dueña de su destino, aun sin saber qué ha de depararle todavía éste, ni durante cuánto tiempo.





     Podría seguir el cuento, narrando su brillante reconversión profesional, sus éxitos sociales, los retornos periódicos y agridulces a lo que ella llama “sus raíces”. Precisamente ahora está en uno de esos momentos. Un momento de gloria, aunque todavía no -¡nunca!- de paz.



     Catalina calló y el silencio se mantuvo durante cierto tiempo. Pedro parecía reflexionar, entre sobrecogido y receloso. Finalmente, debiendo cumplir con su compromiso, habló.





3.  El cuento de Pedro



     No negaré, Catalina, que su cuento me ha impresionado vivamente. Es un notable ejemplo de cómo la lucha por la libertad exige cuantiosos sacrificios. Tal vez, el más duro de todos sea la soledad. Mas no siempre la vida nos impone la lucha constante, ni libertad es sinónimo de felicidad. Mi amigo, al menos, buscó la dicha por caminos de mayor conformidad. Es curioso que también pueda reducirse su historia a tres amores ejemplares (aunque hubo algún otro en su vida) y a ciertos aspectos profesionales. Tal vez por mi torpeza, o por el carácter del protagonista, no alcanzará mi historia el vigor y la precisión de la de suya.



     Es curioso que el primer amor de N. (llamémoslo así) tenga muchos parecidos con el de su amiga. Diríanse  complementarios, si no fuera por un dato clave antitético: N. sufrió por parte de su familia toda clase de intromisiones y mandatos de que dejara para más adelante su amor y sus ardores. Usted misma ha recordado lo que significaba la presión familiar hace tantísimos años. No digamos con un padre autoritario e inflexible. La voluntad del hijo no contaba; las buenas cualidades de su amada, tampoco. Pero N., contrariamente a su amiga, no se rebeló. Prefirió no sufrir y vivir las delicias de la juventud de forma más ligera. El tiempo y el trabajo universitario implacable hicieron el resto. No quiere ello decir que no se sintiera triste y descontento consigo mismo, por no decir culpable. Tampoco, que no haya soñado en muchas ocasiones con su primer amor e imaginado una vida en común con ella. N. me dice frecuentemente lo mismo: “Siempre he creído que pudimos haber sido felices juntos”.



     Ya que he aludido al trabajo universitario, le adelantaré que también en su profesión influyeron decisivamente los padres. N. era un vocacional de la enseñanza y de la historia (en especial, del arte). Pero “aquello no daba de comer”. Su padre –una vez más- fue inexorable: o Medicina, o Derecho; hazte un lugar profesional importante; luego, dedícate a estudiar lo que quieras. Ni que decir tiene, que N. nunca ha sido historiador, pero poco a poco su profesión de médico (es colega mío en el Clínico) ha llenado su vida personal y su labor social.



     Si no hubiera sido por sus renunciaciones, N. no hubiera conocido a su primera mujer, madre de sus tres hijos, ni hubiera gozado de la libertad de salir de su pequeña ciudad rodeada de aridez, para vivir en plenitud el amor, y la gloria de una naturaleza feraz y diversa. Fueron, sin duda, los mejores años de su vida. N. no encuentra otra definición que esta: “El paraíso, junto a la mujer más perfecta que haya conocido nunca”. Todo se vino abajo en un momento, cuando él no había llegado a la mitad del probable camino de su existencia. La enfermedad acabó con su esposa, tras dos años de batallar contra un mal, que los unió tanto o más que toda su vida anterior. En este caso, de nada sirvió la lucha: como usted bien sabe, luchar es una opción; vencer, una mera posibilidad.



     El tercer amor de N. representa para mí, mejor que ningún otro, la tesis que ahora mantengo: que la dulzura engendra dulzura y el rigor, violencia y odio. Bastantes años después de fallecida su primera mujer, mi amigo decidió volverse a casar. No quería soledad, sino compañía. Es posible que cometiera un grave error: casarse por conveniencia, no por amor. Después de todo –dicho con franqueza- viudo, maduro y con tres niños, no tenía mucho donde elegir. Buscó una mujer adecuada para él y para sus hijos. La encontró dentro de su propia familia y ambos apostaron por un presente difícil y un futuro esperanzador. Por lo que yo sé, mi amigo N. y su esposa han ganado la partida. Los hijos se van marchando y ellos dos afrontan un porvenir razonable. Ella ha cumplido su parte, con dedicación y cariño. Él corresponderá de la misma forma. Es lo que le dije antes: ternura por ternura, entrega por entrega. Vamos, lo contrario de lo que parece proponer Shakespeare.



     Para concluir el cuento: Mi amigo N. me parece un hombre hábil para buscar la felicidad o, al menos, para sacar buen partido de una situación, cualquiera que esta sea. No creo que la libertad y la autenticidad le importen mucho. Aunque tengo que reconocer que su vida ha resultado menos áspera y dramática que la de la amiga de usted.  





4.  Final de trayecto

 

     El final del cuento de Pedro coincidió con la llegada del convoy a Burgos. Una pareja joven ocupó dos de los sitios libres en el departamento. De mutuo y tácito acuerdo, Catalina y el doctor se levantaron y decidieron ir a continuar la conversación en el vagón-cafetería. Aunque la presencia de terceros quitase intimidad al encuentro, ambos se expresaron amistosa y sinceramente en los más variados temas de conversación. Contra lo que era su costumbre, Lafuente rozaba, y aun acariciaba suavemente, las manos, el antebrazo más próximo, el espléndido cabello de Catalina, que continuaba hablando y hablando, como si temiera el silencio o la falta de tiempo. Pedro sentía cada vez más todo aquello como un déjà vu y Catalina sentía que el pasado volvía, y la ternura y la amistad inflamaban su corazón. En un momento dado, estuvo a punto de traicionarse, cuando el sol del atardecer dio un brillo especial a una pequeña cicatriz que Pedro tenía en la parte derecha del cuello. Lo probó:



-          ¿Y esa cicatriz?

-          Me la hice escalando una valla de alambre de espino, para coger una rosa.

-          Caramba, doctor, ¿y quién fue la afortunada?

-          Alguien que tenía tu mismo nombre y era tan bella como tú, aunque un poco más niña.



     La señora tuvo que reconocer que el doctor era todo un caballero.



     A la altura de Arévalo (es un decir), fue Pedro quien sacó la vena médica y preguntó:



-          ¿Qué enfermedad es la que tuvo tu amiga del cuento?

-          Cáncer de mama. Tuvieron que amputarle un pecho.

-          ¿El derecho o el izquierdo?

-          El izquierdo, creo.



     Pedro miró de reojo a su alrededor y luego posó suavemente la mano sobre el vestido de Catalina a la altura de la falsa turgencia, durante un tiempo que a ella le pareció eterno. La mirada del atrevido abrasaba, pero su sonrisa era tan inocente como la de un ángel. Nadie dijo nada. Ambos habían comprendido que Catalina y su amiga eran la misma persona.



     Regresaron al departamento sólo cuando el tren detuvo su marcha en la estación de Chamartín. Josette había colocado ya en el suelo todos los bultos. Pedro, aparentando dominio de la situación, sacó una tarjeta y la entregó a Catalina:



-          Toma, por si necesitas asistencia médica o un guía de Madrid.

-          Seguro que no. Estaremos sólo un par de días –la fierecilla indomada también había recuperado el dominio-. Pararemos en el hotel Majestic.



     Pedro tomó su maletín, robó un beso a Catalina y salió escopetado. Luego, desde el andén, sopló suavemente otro beso en dirección suya.



-          Este Pedro sigue siendo el mismo. Huye de las situaciones difíciles –musitó la señora, devolviendo el beso de la misma forma-.





5.  Páginas de papel y sueños



     Esa misma noche, en la habitación del hotel, Catalina escribió en su diario:



     “¡Dios mío, no llegó a reconocerme! Quizá tampoco lo hubiera conseguido yo, si no hubiera tenido esta memoria de elefante, heredada de mamá. Pero tal vez así sea más valioso lo que hoy él y yo hemos vivido. Éramos desconocidos y nos hemos sentido próximos. El pasado sólo significaba recuerdos, pero el presente ha tenido vida y sentimiento. Me da miedo por él: sigue siendo el mismo loco frágil de siempre, cerebral y romántico, inteligente y torpe, enamorado y cobarde, veleidoso y pertinaz. Señor, qué maravilloso cúmulo de contradicciones, hechas para entusiasmar, mas no para amar eternamente. Pero, ¿tengo yo algún derecho de criticarlo? ¿No me ha querido más de lo que yo le aprecio? ¿No soy yo también contradictoria, aunque me sienta fuerte? ¿No me considero la fierecilla indomada, pero desearía, más que nada en la vida, hallar a alguien capaz, no de domarme, pero sí de hacer que no vacilara en entregarle espontáneamente mi libertad? En fin, preguntas; a fin de cuentas, palabras entre signos de interrogación. De cualquier forma, bendito encuentro. Gracias, Pedro, mi primer amor”.



     El doctor Lafuente pasó todo el día siguiente preparando sus clases y corrigiendo exámenes. Le parecía el día ideal para actividades rutinarias y hasta alienantes. Su mujer le encontró más raro que de costumbre: tan pronto charlatán como silencioso, cariñoso como severo. Era evidente que la señora del viaje le había marcado profundamente, despertando algunos acordes dormidos en su corazón.



     Al día siguiente, le tocaba quirófano. Seis operaciones. A eso de las tres y media de la tarde, pudo al fin vestirse de calle. No era cosa de ir a comer a casa tan a deshora. Subió a la cafetería del personal sanitario, pidió el consabido sándwich mixto con huevo y tomó prestado el periódico a un colega. Lo hojeó y estuvo a punto de caer redondo. En la página 47, con una foto de su compañera de viaje, una nota de cultura decía:



     “A las siete de la tarde del día de ayer, en los locales de… se celebró la anunciada conferencia de la profesora y novelista española, residente en París,  Catalina Alvarado, sobre El periodismo satírico en la España del Romanticismo. El acto estuvo muy concurrido, contando con la asistencia, entre otras personalidades, de la Ministro de Cultura, quien impuso a la notable literata el lazo de Isabel la Católica, por su gran aportación al fomento de la cultura española en Francia…”



     Unos quince minutos más tarde, el doctor Lafuente (a quien finalmente se le había caído la venda de los ojos) se encontraba en la recepción del hotel Majestic. Lamentablemente, las señoras habían adelantado el viaje de regreso, cancelando la reserva que tenían para dos fechas más. Ese mismo día, hacia las once de la mañana, abandonaron el hotel y pidieron un taxi para el aeropuerto. Pero la señora Alvarado había dejado una carta para un caballero, si se presentaba a recogerla. “¿Podría decirme su nombre por si…?  Efectivamente, señor, es para usted; aquí la tiene... De nada”.



     El doctor sólo se dio tiempo para tomar asiento en un sillón recatado del mismo vestíbulo. El sobre y la carta estaban escritos a mano, con una letra clara y cursiva, que fue incapaz de reconocer, pero que sin duda era de la mano de Catalina. Decía así:



     “Querido Pedro: El destino nos reunió por casualidad y debemos respetar sus reglas. Yo te reconocí y fui feliz volviéndote a ver, sabiendo de ti y teniéndote tan cerca, en todos los sentidos. Tú no me reconociste y no importó: te emocionaste y me supiste tratar, como siempre me decías, con muchos mimos y algunos azotitos. Veo muy difícil que llegues a ser una fierecilla indómita: estás perfectamente instalado en tu vida y todo debe seguir así. En cambio, yo no estoy tan segura de mí, de que la soledad y el tiempo no me conviertan en carne de jaula, egoísta y acomodaticia. Antes de que eso pueda pasar, prefiero alejarme, haciéndote el menor daño posible. ¡No sabes lo que daría, por tu bien, porque el día 16 de mayo no hubiera existido! Pero, ya que no se pueden cambiar, ni el pasado, ni el presente, dejémoslo todo aquí y procuremos olvidar lo que pudo haber sido y no fue. No me llames ni me busques; no arruines las vidas de otros ni las nuestras; no eches a perder los bellos recuerdos. Tu amiga por siempre, Catalina.”     


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