viernes, 31 de agosto de 2012

ALEGRÍA DE VIVIR




Alegría de vivir

Por Federico Bello Landrove

Para Silvia Tortosa, que inspiró este cuento[1]

 

     Resulta muy fácil poner de chupa de dómine a quien lucha denodadamente por superar los dolores y desgracias del amor, sin dejar de perseguir este o, cuando menos, de estar abierto a él. Y, si en esa agonía emplea fórmulas o criterios peculiares o apasionados, entonces la crítica alcanza ribetes de acre censura ética. Este relato invita a tomar lo mejor de tan valientes personas, sin análisis ni mimetismos.
 

 

 

1.      Insomnio y soledad

 

     Compostela es mi ciudad predilecta y el Hostal de los Reyes Católicos, uno de los hoteles más lujosos y acogedores de España. Y, sin embargo, mi breve estancia en la primavera de 2007 estaba resultando funesta. En verdad, tener que acudir a un lugar –aunque sea el Edén- por exigencias profesionales no es el mejor punto de partida para alcanzar la placidez. Las conferencias eran plúmbeas y los colegas, demasiado jaraneros para mi gusto. Llegaron las nueve de la noche y estaba para pocas bromas; menos aún, para salir de cena y copas, como se me invitó. Así que tomé un sándwich en la cafetería de huéspedes y me retiré pausadamente a mi habitación en el segundo piso del patio de San Lucas. Y en esto, me dio la morriña, como era de esperar, dado el lugar y las circunstancias.

     No quiero cansarles con mis achaques, pero lo cierto es que estaba pasando una época poco grata. La llegada a la tercera edad [2] me había venido acompañada de determinados padecimientos ominosos, entre ellos, el no menor de trastornos del sueño. Cualquier ruido de los que abundan en los hoteles me crispaba los nervios, hasta el punto de impedirme dormir y generarme una claustrofobia reactiva. Y, por si fuera poco lo somático, tampoco era mi mejor momento sentimental. Eso pasa hasta en las mejores familias; de modo que no tengo que dar explicaciones por ello.

     En fin, a eso de las once y media, cansado de dar vueltas y de maldecir la televisión de los vecinos y el ronroneo incesante del aire acondicionado, me vestí de cualquier manera –vale decir, con ropa informal y el pijama como ropa interior- y decidí desandar el camino de la cafetería, con un somnífero en el bolsillo y el ordenador portátil, por si me daba por trasladar los apuntes tomados de las ponencias o, tal vez, ver alguna de las dos películas que llevaba grabadas. Quizá piensen ustedes que, para tomarse una pastilla o teclear en el PC, no hace falta salir de la habitación, pero ya les pondría yo la penitencia de una cámara amueblada al estilo del siglo XVII, escasa de luz y ayuna de compañía. Así que ¡andando!, por un dédalo de crujías, cuyo hilo de Ariadna pasaba por la soberbia capilla y el patio de San Juan. ¡Agotador!

     Como era de esperar, la cafetería estaba prácticamente desierta y a media luz. Por un momento, temí que me impidieran el acceso por razón de cierre, pero no. Es más, casi engullidas por los altivos sillones, unas cuantas personas charlaban o leían, sin apenas hacerse notar. En condiciones normales, habría ido a sentarme lejos de los desconocidos. Esa noche, me dio por hacerlo junto a la mesa en que una señora menudita y teñida de rubio, hojeaba una revista. La cosa era en mí insólita, pero todavía no pecaminosa. Me puse más cerca de la tentación cuando, al acercarse el camarero para el pedido, puntualicé:

-          No sé qué pedirle. Tengo un insomnio de campeonato.

-          Tal vez, el señor podría tomar una valeriana. Es más, creo que tenemos unos sobres de infusión relajante.

-          No, me va a traer una tila. Dejaremos los grandes remedios para dentro de un rato. Por cierto, ¿habría inconveniente en que pusiera bajito el sonido del ordenador? Es que me apetece ver una película.

-          No hay ningún problema. Si acaso, podría cambiarse de mesa para no incomodar a la señora.

     Sorprendentemente, esta había entendido el cuchicheo e intervino, muy amable:

-          No se apuren por mí. Voy a retirarme pronto. Entre tanto, si lo pone bajo…

     Convine en ello y, al tiempo de dar las gracias, la miré de hito en hito. Ella lo hacía también fijamente, pero la penumbra difuminaba los rasgos y la tenue luz de una lámpara de mesa sacaba brillos a sus gafas. Dediqué un ratito a transcribir unas notas y, seguidamente, pasé a arrellanarme en mi butaca de cine particular. Levanté un momento la vista y, por pura cortesía, le dije: Bien, vamos a ello: Asignatura pendiente, de Garci. Ella completó la presentación:

-          Película de 1977, con José Sacristán y Fiorella Faltoyano.

-          … Y Silvia Tortosa, agregué.

     La señora sonrió y exhaló un suspiro:

-          ¡Qué tiempos! Treinta años tenía yo entonces.

-          ¡Caramba, vaya casualidad! Esa era también mi edad cuando la estrenaron. Por cierto, fue un bombazo, pero yo no la vi entonces. Ha sido después, a base de butaca casera y DVD.

     Mi interlocutora cambió de silla, aproximándose para charlar quedo.

-          ¿Quiere verla conmigo?, sugerí.

-          No, gracias, estoy harta de estar sentada y me acuerdo perfectamente del argumento. No sé si subir a la habitación o dar una pequeña vuelta por el Obradoiro y las Rúas. Como a usted, el sueño se me resiste un poco, cuando estoy fuera de casa y he tenido emociones fuertes.

-          Si lo desea, puedo acompañarla. Es un poco tarde y, modestia aparte, soy buen conocedor y entusiasta de esta ciudad.

-          ¿Y Asignatura pendiente?

-          Pues que siga pendiente. Sacristán puede esperar.

-          Espero que Fiorella también. Voy arriba a coger un chaquetón.

     El camarero intervino:

-          Si van a salir ustedes, mejor lleven paraguas. Está empezando a llover.

-          ¡Oh, Señor!, lamentó la dama. Santiago y la lluvia. Dejemos el paseo.

-          De ninguna manera, protesté. Ese binomio es perfecto. Un paraguas y no hay problema. Total, son cuatro gotas.

-          Bien. En diez minutos, a la puerta del hotel.

     Sonaron las doce campanadas en el ronco reloj de la catedral. El 20 de abril de 2007 dejaba paso al día siguiente.

 

 

2.   Las emociones fuertes



     El conserje nos facilitó uno de esos paraguas de hotel, bajo los que parece caber un regimiento. Con todo, fue salir al Obradoiro y, entre el relente nocturno y que las cuatro gotas eran bastantes más, la señora se subió el cuello de piel de su prenda de abrigo y me tomó con firmeza del brazo. Susurró:

-          Perdona, con estos tacones y las losas mojadas…

Como réplica afectuosa, me salió de dentro el pareado de la famosa canción:

Un petit coin de parapluie

contre un petit coin de paradis [3]

-          Georges Brassens, agregó la dama. Me parece que, aparte los años, tenemos algunos puntos más en común. Pero, ¡qué torpe! Me llamo Eulalia, aunque los amigos me dicen Laly.

-          Carlos Perramón. Mis amigos me llaman matasanos y Doctor Barnard.

-          De donde se deduce que eres cardiólogo, de esos del Congreso que se celebra en el Hostal.

     Nada había de incierto en su deducción. Inicié una breve parada en el centro de la gran plaza, a fin de ejercer de guía. Laly me empujó hacia adelante, aunque con suavidad:

-          Hace una noche de perros y no quiero hacerte trabajar. Así que paseemos y relajemos el centro del sueño.

    Me dejó un poco corrido, lo que –como en mí es habitual- me cortó los temas de conversación. Embocamos la Rúa Nueva y buscamos el abrigo de los soportales. Laly rompió el silencio:

-          ¡Qué casualidad! En esta librería de tanto sabor he presentado mi libro esta tarde.

-          No me digas. Así que eres escritora.

-          Algo así, pero a ratos perdidos, por distracción. Es mi segunda obra, una exposición de casos, curiosos o dramáticos, de amores fallidos.

-          ¡Cáscaras! Así que era eso a lo que te referías hace un rato, con lo de emociones fuertes.

-          A eso y a desnudarme ante el público y los periodistas, contestó al tiempo que señalaba el libro recién nacido, expuesto con relevancia en el escaparate.

     No parecía de las escritoras propensas a contar sus particulares batallas con las musas, los editores y sus colegas. Le fui sonsacando, con mi proverbial habilidad para la anamnesis, y lo que saqué en limpio se lo resumo a ustedes a continuación:

     Un poco psicóloga y otro poco buena conocedora de la sociedad madrileña, Laly había imaginado el interés que podría tener bucear en el trasfondo vital de distintas mujeres, para explicar los motivos de su comportamiento amoroso –y aun sexual- y de las reacciones y respuestas que habían encontrado para sus dificultades y renuncias. Como era de esperar, los casos interesantes se contaban por docenas: Ella solo había tenido que seleccionar los que más la habían afectado.

-          Chico, hay de todo un poco. Homosexuales que hacen –mejor, hacían- el paripé del matrimonio, para pasar por viriles. Acomplejados, aunque no tengan razón, que acogotan psicológicamente a su pareja, para evitar que les haga la menor sombra. Prepotentes, que se cobran en carne o inducen a la prostitución. Alcohólicos y violentos; drogatas y pichas-flojas. Y, entre semejante fauna, algún gran hombre que se te muere a poco de conocerlo, o que te llega en el momento equivocado.

-          ¡Dios mío!, vaya galería de personajes siniestros. ¿No tienes miedo de que haya una oleada de suicidios o una epidemia de depresiones, entre quienes lean tu libro?

-          No serán muchos, en todo caso. Contra lo que puede deducirse de lo que te he contado, no pretendo ser pesimista ni maniquea (¿se dice así?). Muchas mujeres no tienen sino lo que están buscando, o se merecen. Y, a fin de cuentas, la moraleja que yo pretendo se saque de mi libro es que hay que sobrevivir, seguir adelante y –si se tercia- repetir. Todo, menos venirse abajo, cerrarse al amor y al sexo, o dar por acabada la vida cuando aún puede faltar lo mejor de ella.

-          ¡Uf!, Laly, me reconfortas. De todos modos, tanto puede pecarse por optimismo, como por negatividad. No sé por qué me malicio que no andas lejos de proponer un exceso de respuesta, o una super-compensación, que podría facilitar la recaída en el mal anterior.

     Habían quedado atrás Santa María Salomé y la pintoresca fuente del Cantón del Toral. Ante nosotros se abría la elegante Rúa del Villar[4], oportunidad espléndida para satisfacer mi deuda santiaguesa y paliar el hastío que Laly mostraba ostensiblemente a seguir adelante con la polémica.

-          Querida amiga, si nos respetan los horarios de cierre, te sugiero darnos un breve reposo en uno de los lugares compostelanos de mi predilección: el reino del nogal y el azogue; la sede de la danza y la armonía; el templo del amor.

     Por primera vez en el recorrido, Laly dejó volar la risa, con aquella abierta franqueza, que tanto me recordaba a otra persona. Aceleramos el paso y llegamos todavía a tiempo de penetrar en lo poco, poquísimo (¡ay!) que quedaba del otrora lujoso Casino de Santiago. Nos sentamos ante sendos orujos de yerbas y no tuve más remedio que explicarme:

-          Verás, Santiago me acogió en dos veranos de mi adolescencia y, gracias a la invitación de unos primos socios, pude acceder a la primera planta del Casino, donde se hallaba el salón de baile, un tanto degradado ya entonces, pero amplio y coqueto aún. Nunca he sido un danzarín acreditado, pero había que hacer de tripas corazón, con la de galleguiñas interesantes que había.

-          Ya ves, yo nunca tuve ese problema. Hasta seguí cursos de expresión corporal y danza contemporánea en la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid.

-          ¡Cáspita, señorita Eulalia! Con su palmito y esa preparación académica, cualquiera la tosería en los guateques.

     Laly repitió su impagable risa y salió por la tangente, más que por pudor, por reserva:

-          ¿Qué canciones recuerdas de entonces?, me preguntó.

-          Tengo grabadas en la memoria Sapore di sale e Y volvamos al amor.

-          No es mala elección, no. Románticas a tope y llenas de sugerencias amatorias.

     De modo subconsciente, empezó a tararear con exquisito gusto la canción de Marie Laforet[5]. Entre admirado y malévolo, inquirí:

-          No me digas que también has seguido cursos de canto.

-          Mis pinitos he hecho. De joven, hasta me dio por grabar algún disco, pero ahí quedó la cosa.

-          ¿De joven? Pues será ayer por la mañana, porque, por más que te miro, no imagino cómo puedan haber pasado sesenta años por tu cuerpo serrano.

     Laly adoptó una pose de falsa seriedad y replicó:

-          Hay cosas que un caballero no debe preguntar a una dama. De cualquier modo, tú, como médico, debes conocer algunos remedios y respuestas.

     Después de varias revueltas y carraspeos, uno de los camareros nos invitó a marchar:

-          Cerramos a la una. Si tienen la bondad de abonar la consumición…

     En realidad, era cerca de la una y media. Como niños pillados en falta, esbozamos una disculpa y salimos a la calle. El pavimento, terso y mojado, reflejaba la imagen de una luna casi llena, que había logrado rasgar el velo de nubes. El paraguas ya no era preciso. Inicié la marcha hacia el Hostal pero Laly volvió a tomarme del brazo y sugirió:

-          Señor cicerone: ¿No tiene Santiago algún recóndito lugar que merezca contemplarse a la luz de la luna?

-          Haberlos, hailos, respondí, al estilo de la tierra.

 

 

3.  Literatura y vida

 

     Se dejó llevar, sin una pregunta, hasta la alameda de Santa Susana. Iniciamos la subida del paseo de la Herradura, por aquella parte que da frente al casco antiguo y que tiene la más hermosa vista de conjunto de la catedral. La atmósfera, limpia de lluvia y luminosa de luna, hacía casi superflua la artificiosa iluminación de la gigantesca fábrica de granito. Al llegar al banco que todos ambicionan, como el que tiene la mejor vista, sugerí:

-          No sé si estarás dispuesta para un rato de contemplación.

-          ¿Temes que mi corazón no resista el arrobo?

-          Lo digo por el relente y por lo mojado que está el banco.

-          ¿Quién dijo miedo?, me replicó risueña.

     Nos sentamos, juntos y en silencio, durante momentos en que parecía haberse detenido el mundo. Trataba de acomodar mi ánimo a la quietud exterior, pero era un avispero de emociones. Por un instante, noté que Laly se acurrucaba junto a mí, tiritando. Le pasé fraternalmente el brazo por los hombros y comenté:

-          Ya te dije que hacía demasiado fresco. Esta humedad cala los huesos.

-          ¿Y cómo demonios te defiendes tú tan bien de ella, siendo tan delgaducho?

-          ¡Ah, querida!, es que yo no salgo de noche sin llevar debajo el pijama.

     Y, desabrochando todo lo desabrochable, le enseñé un mínimo trozo del otrora llamado esquijama, color verde y razonablemente grueso. Mi friolenta acompañante se hizo de cruces, llevando jocosamente la cosa por donde picaba:

-          Doctor, es usted increíble. Bien está ser precavido y práctico cuando se acude a una cita prevista, pero en este caso, por sorpresa, sin conocerme,… la Asignatura pendiente. Ahora que lo pienso, ¿no seré yo la Patología suspensa?

-          Señora mía, si se tratase de Anatomía, tendríamos mucho de qué hablar pero, en lo tocante a enfermedades, la encuentro a usted sana como una manzana.

-          No le falta razón, amigo matasanos. Aunque tengo ya los sesenta, estoy estupenda de salud y llevo un ritmo vital de chavala de dieciocho. En cambio, en lo tocante a la anatomía, si yo le contara…

-          Cuente, cuente. Los médicos estamos de vuelta de casi todo.

-          Soy muy pudorosa. Solo le diré que la mitad de mi persona duerme en la mesilla de noche.

     Esta vez fui yo quien, tras captar el sentido de tan exagerada y retorcida expresión, rompió a reír a carcajadas, cosa totalmente insólita para mi costumbre. Laly parecía haber recobrado su calor natural:

-          Bien, doctor, yo ya me he confesado. Vamos ahora con usted. Tiéndase en el diván –dijo, mientras me impulsaba a reclinar la cabeza sobre su hombro-.

-          Bah, poca cosa. Soy un hombre vulgar, en una situación vital completamente normal. Ya sabes, lo de siempre: cierto disgusto profesional, cierto miedo a la vejez ya cercana, cierta rutina en lo familiar…

     Fui cerrando los ojos y, como en un sueño, me oí desgranando ante aquella perfecta desconocida mi vida y milagros, con esa sinceridad –o desfachatez- con que uno se retrata ante personas a quienes sabe que nunca más volverá a ver. Ella escuchaba, sin apenas insertar una exclamación, o un mínimo comentario. En los instantes más peliagudos, me tomaba la mano o acariciaba el poco cabello que aún peino. Me había invitado al psicoanálisis: no fue muy distinto lo que, casi involuntariamente, realicé en aquel banco mágico, con dosel de árboles de hojas tiernas y escenario de torres y pináculos.

     No sé lo que duró aquello. Sí que, de pronto, era ella quien hablaba de sueños segados en agraz, de entrega no correspondida, de juguetes rotos, de vulnerabilidad, incomprensión, inseguridad. Minimizaba mis errores, pulverizaba mi sufrimiento, regeneraba la esperanza, inspiraba alegría de vivir. Y entonces, con la clarividencia que da la unión de dos almas amigas a la luz de la luna, comprendí y pregunté:

-          Laly, pequeña gran mujer: ¿Eres la autora de esa enciclopedia del dolor y la transfiguración o, más bien, la protagonista?

     Ella calló. Yo no esperaba respuesta. Es más, cualquier palabra habría roto el hechizo.

 

***

 

     En lugar de honor de mi biblioteca, el libro de Laly convoca una y otra vez el recuerdo de aquellas horas. En la guarda, una dedicatoria: Para que no olvides que todos somos, a la vez, médicos y pacientes, Laly. Yo creo que se quedó corta. Es posible que yo le enseñara un recóndito lugar a la luz de la luna. Pero es seguro que ella me abrió caminos de fortaleza y de ternura hacia ese mágico destino que, a veces cínicamente, llamamos felicidad.

     Gracias, Laly, allí donde estés.

 
 



[1]  Agradezco la expresa aceptación de Silvia al modesto homenaje de esta dedicatoria.
[2]  Aunque cada uno puede pensar lo que quiera, acepto la tesis moderna de que la tercera edad se inicia a los sesenta años, aunque solo sea para estatuir una cuarta, a partir de los ochenta. No deja de ser una visión optimista de la longevidad. Así que solo me queda desearles que lleguen allá, en aceptables condiciones, por supuesto.
[3]  Para entendernos, algo así como: Un trocito de paraguas / a cambio de un rinconcito de paraíso. La canción es Le parapluie, de Georges Brassens, datada en 1952.
[4]  Aprovecho este lugar, para defender el derecho de usar los topónimos usuales en castellano, ya que el relato está escrito en dicha lengua. De sobra sé, por ejemplo, que a rua do Vilar no puede traducirse en el sentido que tendría su versión literal al español.
[5]  Es decir, Y volvamos al amor. Sapore di sale fue popularizada por Gino Paoli.

martes, 28 de agosto de 2012

EL CÍRCULO Y LA LÍNEA RECTA






El círculo y la línea recta

 

Por Federico Bello Landrove

    Hay quien concibe su vida como un círculo, con origen y final en el mismo punto. Otros la entienden como una trayectoria con principio y fin en lugares diversos y con una trayectoria mejor, cuanto más rectilínea. En este relato, más misterioso que policiaco, más psicológico que criminal, se cruzan más de una vez un hombre y una mujer que conciben sus existencias de las dos diversas maneras antes reseñadas. ¿Hasta qué punto tendrá ello incidencia en su destino o en su final? Eso lo sabrá quien lo leyere, como decía a veces Cervantes (y perdonen la pedantería).

 
1.  Prólogo, un tanto extenso

 

     Tengo contraído un deber de confidencialidad, que me obliga a cambiar los nombres y datos precisos de esta historia. Por lo demás, seré completamente veraz, como corresponde a mi deseo de extraer de ella una enseñanza. ¡Qué quieren ustedes! Después de todo, soy profesor de ética en un Instituto de V. y, por deformación profesional, me encantan los cuentos con moraleja. Este, desde luego, la tiene, aunque no tan obvia como una simple fábula. En fin, entremos en materia.

 

     La materia empieza en torno a unas tazas humeantes, es decir, en una charla de café. Uno de mis habituales contertulios, muy aficionado a las frases célebres, sacó a colación, sin malicia alguna, esta de Disraeli: la magia del primer amor consiste en nuestra ignorancia de que pueda tener fin. Iba yo a apostillarla, cuando se me adelantó Enrique, otro tertuliano, inspector de policía, diciendo:

 

-          … Aunque tal vez sea preferible perder la magia cuando acabe, que no perder la vida porque no logremos acabar con él.

-          ¡Hombre, Enrique, no nos vengas con historias!, que Romeo y Julieta quedaron muy atrás, como Karina cantaba allá por los sesenta –repliqué yo, buscando con toda malicia a Enrique las cosquillas policiacas-.

-          Como lo oyes –replicó él-, y no me tientes porque no pienso contarte el caso en el que estoy pensando, ya que es reciente y debo guardar reserva.

-          Ya, ya, ¡bonita forma de salir del charco sin mojarse! -le repliqué, logrando instantáneamente el apoyo de los demás contertulios.

 

     Enrique, un tanto corrido, se limitó a coger una servilleta, escribir en ella un par de palabras, doblar el papel y entregármelo, al tiempo que recalcaba con toda solemnidad:

 

-          Que te baste con esto, y ni una palabra a los demás.

 

     Como es natural, leí en seguida para mí lo escrito; apenas un nombre y un apellido, que llamaron poderosamente mi atención: Pilar Alvarado. Volví a doblar la pequeña servilleta, sin dar señales de emoción, y esta vez apoyé a Enrique ante las críticas de nuestros compañeros por su discriminatorio sigilo. Cambiamos de tema y la cuestión cayó en el olvido.

 

     En cualquier caso, el olvido fue relativo, pues yo estaba dispuesto a llegar hasta el final. Ni intentar siquiera la vía enriqueña, pues mi amigo policía era una tumba cuando había marcado su límite. Pero yo tenía otra posibilidad: un hermano de la Alvarado, Carlos, había sido compañero mío de estudios durante unos años y habíamos seguido tratándonos superficialmente después. Precisamente, la última vez que nos habíamos visto había sido en el velatorio de su hermana, un año antes, más o menos. Allí había tenido ocasión de expresarle, no sólo mis formales condolencias, sino mi admiración por Pilar. Aunque yo no soy un asiduo lector de textos literarios puros, sí había leído por consejo de mis colegas del liceo dos breves libros de aquella, que me habían impresionado vivamente: una semblanza de su familia, tan maltratada por la guerra civil, y una emocionante autobiografía de su lucha personal contra el cáncer. También seguía sus artículos semanales en “La Gaceta”, si bien solían tener un tono erudito que me los hacía poco atractivos. Ante mis sentidas palabras, recuerdo que Carlos se emocionó bastante y dijo:

 

-          La pobre Pilar era muy fuerte, en efecto, pero todos tenemos un límite.

 

      La frase quedó entonces, para mí, vacía de sentido. Pero ahora iba a empezar a tenerlo.

 

 

 

2. El hermano se sincera



     Aunque sorprendido, sin duda, por mi petición de entrevista, Carlos me recibió amistosa y relajadamente en su domicilio. En torno a un velador, provisto de café y bombones, charlamos durante una media hora de los viejos tiempos y de las presentes ocupaciones. La mía ya la conocen ustedes. En cuanto a mi conocido, era un veterano jubilado por incapacidad física, irónico hasta el sarcasmo y con una memoria de las llamadas de elefante. Cuando la conversación sobre tópicos iba ya languideciendo, me atreví a introducir el tema que me había llevado a visitarle:

 

-          Carlos, ya sabes de mi admiración literaria por tu hermana Pilar, a quien conocí de vista (y hasta de guateque) en mis tiempos mozos. Luego creo que se casó, se fue a vivir a Panamá y no volví a verla…

-           Supongo que coincidiríais alguna vez, pues estudiaba Derecho, un par de cursos por debajo de nosotros. Además, aunque estudiosa, era una chica muy guapa y sociable.

-          Verás, Carlos, el caso es que ha habido ciertos rumores y habladurías en el Instituto y entre los amigos, y me han hecho, como conocido de vuestra familia, ciertas preguntas, a las que no he podido responder. No sé, como si hubiera algo raro en su muerte, o  hubiera tenido que intervenir la Justicia…

-          Ya me temía yo… Infundios y chismes, Gerardo, cotilleos de ciudad pequeña. Mi hermana vivía sola, murió de repente, hubo una investigación rutinaria que se archivó y eso fue todo.

-          Me alegro de ello. No obstante, Carlos, si la cosa fue tan normal, ¿a qué vino tu emocionada referencia en el velatorio, acerca de que Pilar había llegado al límite?

 

     Sería mi natural capacidad de generar confianza, o la luz del atardecer, o las ganas de contarlo todo. Lo cierto es que Carlos me miró de hito en hito y dijo:

 

-          Gerardo, ¿prometes no utilizar lo que te enseñe para dar pábulo a las habladurías, sino para aclarar las cosas a la gente de buena fe que te pregunte sobre ellas?

-          Hombre, Carlos, aunque no me conozcas mucho, sabes de mi intención honesta y de mi discreción.

 

     Carlos siguió mirándome fijamente durante unos momentos, con una media sonrisa. Luego se levantó, dirigiose a un armario del que franqueó unas puertas cerradas con llave, sacó una carpeta y volvió a sentarse. Tras abrir la carpeta, extrajo de ella unos folios impresos, me los tendió y dijo:

 

-          Esta es la transcripción fiel del manuscrito que mi hermana escribió unos días antes de morir, explicando un poco su vida y, para quienquiera que sepa leer entre líneas, también su muerte. No era un texto muy largo, y menos ahora, que lo he expurgado de bastantes citas y referencias poco convenientes para la intimidad de la familia; nada, desde luego, que fuera relevante o cambiara el sentido del relato. Léelo, si quieres, aquí mismo y sin tomar notas. Por mi parte, yo no añadiré ni una palabra más.

 

     Cogí los folios y, más lentamente que de costumbre, leí su contenido. Procuré memorizarlo, aunque ya sabía de las malas pasadas de mis desgastadas neuronas. Creo que emplearía cosa de una media hora, durante la cual Carlos no se movió de su sillón, aunque por cortesía aparentaba leer un periódico. Al finalizar la lectura, y tras algún comentario de circunstancias por mi parte, se levantó –temiendo, sin duda, un aluvión de preguntas- y dio por terminada la visita, conduciéndome, firme y cortésmente, a la puerta de la calle.

 

-          Sólo una pregunta, Carlos, pues sin ella el sentido del texto queda muy cojo. ¿Quién es la persona con la que tu hermana proyectaba reunirse, según refiere al final del relato?

-          Amigo Gerardo, ya sabes, ni una palabra más; máxime cuando afecta a otras personas.

 

     No es preciso que les diga en qué ocupé las siguientes tres o cuatro horas. Efectivamente, transcribiendo, a mi vez, la versión carolina del documento de Pilar. Con sus correspondientes retoques posteriores, es lo que expongo en el capítulo siguiente. Pero yo guardaba un as en la manga: sabía casi con seguridad el nombre del visitante, tan celosamente velado por Carlos. La buena memoria de los mayores para los hechos de la juventud se evidenció, una vez más, excelente: se trataba de Javier Lafuente, estudiante de medicina, cuando yo lo conocí.

 

 

 

3.  El círculo

 

      He sido a lo largo de mi vida profundamente desgraciada y la verdad es que, en buena parte, por culpa mía. Si, en vez de luchar tenaz e inmaduramente por ser libre, hubiera escuchado los consejos de mi madre, ahora estaría felizmente casada con un buen médico, tendría a mi alrededor una nutrida descendencia y no habría salido de España sino para hacer turismo. Mis padres habrían sido mucho más felices y yo llevaría treinta años siendo catedrática de Derecho Penal. ¡Pues hasta ahí podíamos llegar, a que se me hubiera puesto por delante algún mastuerzo con pantalones! Pero no, tuve que rechazar a … por el mero hecho de ser el favorito de la familia (¡con lo que el pobre tuvo que pelear con sus padres para verme a solas, debido a nuestra joven edad!) y, lo que es peor, aceptar tras un largo asedio a Manuel, estudiante panameño de Derecho, cinco años mayor que yo, con la inevitable consecuencia de tener que extrañarme a tierras americanas.


 

      Luego, ya se sabe, el amante constante sólo tenía constancia, y la tierra prometida nada tenía que ofrecerme. Vinieron dos hijos y, después, una tediosa vida de ama de casa, recluida y maltratada por los celos y la prepotencia del macho, rodeada de la humilde familia de Manuel (mucho mejor, en general, que él, pero sin nada en común conmigo). Era una extranjera para todos y sin posibilidades razonables de ejercer una profesión, reservada para los nacionales o cerrada por la asfixiante influencia de mi marido que –eso sí- era un bueno e influyente abogado.

 

      No sé de dónde pude sacar fuerzas y medios, pero lo cierto es que un día no aguanté más. Los muchachos iban ya crecidos y yo –casi a escondidas- había ido adquiriendo una considerable cultura literaria, astutamente centrada en la obra latinoamericana, en especial, la de Centroamérica y el Caribe. Me jugué el todo por el todo y gané, aunque sufriendo lo que nadie sabe: la violencia de mi esposo, el enfado de mis hijos (en especial, del mayor), la incomprensión de los amigos. Siempre encuentra uno ayuda: yo la conseguí en el influyente sector de la gente mayor y de los exiliados, que me acogieron con cariño y me procuraron una plaza de profesora de segunda fila en una universidad privada. Fue bastante: mi trabajo denodado y una formación muy superior a la media de mis colegas hicieron el resto. Hasta puse una pica en Panamá, al lograr la custodia de mis dos hijos, a pesar de las zancadillas y mentiras de mi marido (tal vez, él no quería en el fondo cargar de verdad con los mocitos, lo que habría limitado su libertad de acción). En fin, renuncié a mis costumbres y mi acento peninsular, me integré cuanto pude, humildemente, en la sociedad panameña y adquirí una buena base de inglés para desenvolverme académicamente.

 

     La mayor alegría de este cambio copernicano fue la sustitución del mundo jurídico (que nunca me había interesado realmente, pero que me fue luego útil) por el literario. De la docencia, pasé a la creación, aunque a un nivel modesto: poesía, cuentos, narraciones extensas de testimonio… Promoví revistas de corte poético; conocí y me relacioné con importantes figuras del mundo de la literatura. Salté así a la Universidad pública y, por méritos relevantes, obtuve una cátedra. Nunca me vendí ni me doblegué: de hecho, he sido exigente con los alumnos y nada acomodaticia con las autoridades académicas. Llegué a ser una institución, respetada y un poco temida;  también bastante querida. Me creí en la cima del mundo, cuando pude compartir todo eso con un hombre al que conocí como por casualidad, al ser padre de una de mis alumnas. Él fue el amor de mi vida y llegué a pensar hasta en volverme a casar. No hubo para mí gloria mayor que viajar juntos a España, presentarle a mis padres y enseñarle todo lo que yo había visto y vivido de niña o de jovencita. ¡Qué momentos, los mejores de mi tiempo!

 

     Pero, de repente, casi todo se vino abajo. Un bulto en un pecho, varios ganglios afectados, la mastectomía, la radioterapia y sus malévolas consecuencias, los grandes desembolsos… y el abandono de mi amante, quien se acordó repentinamente entonces de que tenía otra familia anterior y de que carecía de tiempo y de fuerzas para combatir a mi lado contra el dolor y la muerte. ¡Y yo que nada dije a mi familia de España, para evitarles sufrimientos! Fue el aprendizaje más difícil de mi vida: luchar por no desfallecer, cuando menos ayuda tenía; enfrentarme a la muerte, cuando mi existencia parecía haber perdido su sentido. Bien, todo tiene un final (también mis males) y el azar da y quita. A mí me quitó el amor y un seno, pero bien creí que me había perdonado la vida.

 

     Todos los años viajaba un mes a España, sin otra razón que estar con mis padres y darme una vuelta por mi ciudad y mis amistades. Poco a poco, ese retorno fue tomando otro sentido. Aunque Panamá significara para mí cada vez más, me di cuenta de que mis raíces estaban en V. –y, por supuesto, sin raíces nadie se nutre ni puede sostenerse-. Todo iba contribuyendo a que ese mes en España fuera la metáfora de mi retorno al amor y a la paz que, allende los mares, no podía esperar: la ancianidad de mis padres; la mala salud de mi hermano; la dispersión por diversos países de mis hijos; el deseo de alejarme de un mundo en que había dejado casi toda mi alma y parte de mi cuerpo. Soy un poco lista y un mucho experimentada: empecé a echar las redes en el ambiente literario español, empezando por el periodístico de V. No me fue fácil, pero había una llave que abría casi todas las puertas de la izquierda: yo era una Alvarado, y ya se sabe que eso cuenta mucho en términos de moralidad política y de memoria histórica. No se trataba de pasar factura, sino de ofrecer trabajo y talento bajo el lazo y el celofán de un apellido ilustre. En resumen: pasé a entender mi vida como un círculo, con origen y final en V.; un círculo grande, pleno, difícil, pero línea cerrada al fin y al cabo. Me venían a la memoria las magníficas explicaciones de don Manuel L., mi amado profesor del griego, acerca de Ulises  y su nosos, la enfermedad o manía de volver. También, el verso de du Bellay, heureux qui,  comme Ulysse, a fait un bon voyage; hermosa forma de decir lo que el refrán que yo me aplicaba: “bien está lo que bien termina”.   

 

     Al cumplirse los treinta años de mi marcha a Panamá, celebré una fiesta íntima en V., con asistencia de mis familiares y amigos más queridos residentes aquí. Al final, tras partir una tarta de tres velas (los años de mi nueva vida, tras el cáncer) di a todos la gran noticia: tenía decidido volver definitivamente a España al cumplir los sesenta y poderme jubilar con una pensioncita panameña. No necesitaba para vivir tanto de dinero, cuanto de cariño; y, en último extremo, el cariño proveería… Todos comprendieron y a mis padres se les saltaron las lágrimas.

 

     Y bien, no todos los reunidos en aquella feliz celebración pudieron recibirme, ocho años después, cuando retorné llena de maletas, de temblores y de esperanzas. A lo que luego se vio, estaban mucho más justificados aquellos que estas. En el plazo de cinco años, todas mis expectativas se vinieron abajo. Mis padres fallecieron con un intervalo de seis meses, dejándome terriblemente sola en esta casa que ellos hicieron en cada detalle y me legaron con el deseo de que la disfrutáramos juntos. “La Gaceta” canceló  mi colaboración, al no aceptar yo un cambio radical de contenidos en mis artículos. Algún escarceo literario acabó en completo fracaso editorial…, salvo en Panamá. La mayor parte de mis amigos eran  de la generación anterior y cada vez residían en mayor número en el cementerio. En fin, llegué a encontrarme tan deprimida, que hasta pensé en regresar a tierras americanas, o en instalarme cerca de alguno de mis hijos, en los Estados Unidos.

 

     Desde luego, cuando me veía a mí misma desde fuera, no me reconocía. La fuerte, la independiente, la indomable, era vencida por el cansancio, el desafecto y la propia vejez, que asomaba su mano helada en mi cuerpo, cada vez con mayor evidencia. Pero aún tenía que apurar las heces: que la muerte –tan pródiga con los míos- decidiera posesionarse de mí misma. Y ello se produjo, en forma de recidiva del cáncer, y esta vez, con metástasis seguramente incurable. Así pues, ha llegado el momento –me dije-: decide el cómo y el cuándo, pero con dignidad y elegancia. Callé a todos los datos médicos y decidí darme seis meses de buena vida y despedidas de cuantos, individual o colectivamente, habían representado algo para mí: hijos, hermano, condiscípulos, compañeros de universidad, de editorial o de periódico, amigos; en fin, todos. Humor y buena cara, buena mesa y charla por los codos. Creo que nadie llegó a sospechar que podía ser la última vez que me viera con vida.

 

     Bien, los seis meses han pasado y mi tarea está casi concluida. Y digo “casi” porque ahora me doy cuenta (me la he dado siempre) de que falta alguien de la lista por decirle adiós. La persona que más significó en un momento muy breve de mi vida, pero que –como creo haber escrito antes- fue mi primer amor y determinó decisivamente el giro que imprimí a mi juventud. En más de una ocasión él se puso en contacto conmigo: cuando supo de mi divorcio (muy cortésmente, pero yo recelaba…), al leer tal o cual trabajo mío (que siempre alababa razonadamente), o para enviarme algún artículo suyo, que pudiera ser entendido por profanos en Medicina. ¿Por qué no le contesté? Supongo que hay motivos varios: deseo de no complicarme –ni complicarle-, miedo a avivar cariños que yo no podía corresponder, rutina. Pero eso es una cosa, y otra hacer una excepción con él, rompiendo la línea que yo misma me he marcado. Además, vive en S., bien cerquita de V., y mi hermano me consta tiene sus referencias. Así que representemos el último acto. A lo mejor, hasta resulta agradable. Pero, desde luego, procuraré que mi excusa sea plausible, pues me temo que no encaje eso de que “hace mucho que no nos vemos y podríamos comer juntos o tomar un café”, después de haberle dejado varias veces con la palabra en la boca (o por mejor decir, en el correo o en el ordenador).  

 

 

4.  Anamnesis a un doctor en Medicina



     Mandé a Javier un extracto del documento que acabo de transcribir y le pedí una cita, recordando viejos tiempos y manifestando el deseo de aclarar un asunto que seguía dando que hablar. Días después, nos encontrábamos en su despacho en el Hospital Clínico de S., un poco cortados, como niños pillados en falta. El Doctor no conservaba nada de lo que yo le recordaba, fuera de los ojos oscuros y la delgadez, y supongo que él pensaría algo parecido de mí. Después de todo, los dos prometedores estudiantes se habían convertido en viejos cacharros en periodo de pre-jubilación.  Las anécdotas del tiempo pasado sirvieron para romper el hielo. Luego le resumí mi entrevista con Carlos y le mostré la transcripción del testamento de Pilar, que Javier leyó con la rapidez y solvencia con que suelen hacerlo las personas acostumbradas a repasar informes de otros. Su primer comentario me dejó muy sorprendido:

 

-          ¡Qué bien me hubiera venido tener este documento hace un año, cuando casi me empapelan por homicidio o qué se yo!

-          ¿Y eso?

-          Sí, hombre, sí. Hubo una investigación por la muerte de Pili y la policía creía que yo estaba complicado o, cuando menos, que le había facilitado los somníferos de que abusó. ¡Menudo mesecito pasé, hasta que el médico que la atendía contó lo del cáncer y las cosas quedaron medianamente claras! Si mi colega no llega a escribir al juez y se encastilla en el secreto profesional, no sé cómo habría acabado todo para mí. Aún así, el daño familiar y profesional que me ha causado el asunto ha sido bastante importante.

-          ¿Y cómo supo la policía que tú debiste de ser la última persona a la que Pilar vio antes de morir?

-          Eso tendrás que preguntárselo a ellos. Yo, desde luego, no les negué nuestro encuentro. Aquel día saludamos a un par de conocidos de antaño y algún vecino nos vería entrar en el piso. En fin, ya pasó todo, pero este documento es casi una carta de esas dirigidas al “Señor Juez”, en los casos de suicidio: la policía debería conocerlo para despejar todas las dudas.

-          Eso es cosa de Carlos, que es quien tiene la versión original. De todas formas, yo no revolvería el asunto, si ya está archivado. A propósito, ¿sabes qué inspector llevó la investigación?

-          ¡Cómo olvidarlo! El inspector Benéitez.

-          Enrique Benéitez. Lo conozco. Es un buen profesional pero tiene sus prejuicios. No te preocupes: de su conocimiento informal del documento, me encargo yo.

 

     La conversación fue haciéndose más franca y distendida. El tuteo y un buen café con pincho contribuyeron positivamente a ello. Hablamos de Pilar y de su obra, que Javier conocía mucho mejor que yo. Pretendí derivar la charla hacia temas más personales, en particular, el breve noviazgo del alevín de doctor con la futura escritora. Me cortó en seco:

 

-          Mira, Gerardo, hace un par de años no hubiera tenido inconveniente en contar cosas. Ahora, con todo lo que ha sucedido, tengo el corazón en carne viva y con serios problemas personales. Te agradezco de verdad que me hayas buscado y dejado leer el testimonio de Pili, en especial, por lo que a mí concierne. Pero no me pidas nada personal a cambio. Compréndelo, te lo ruego.

-          Vale, Javier, olvídalo. ¿Querrías una fotocopia del documento que has leído hace un rato?

 

     La oferta fue aceptada inmediatamente. Regresamos al despacho del doctor, que al paso realizó personalmente las copias. Recogí mis cosas y nos despedimos cordialmente. Al final, y como si le quedara algo por decir, Javier hizo una pausa, me sujetó de un brazo y musitó:

 

-          Creo que este texto ha quedado incompleto, y no sólo por la muerte de Pili. En recuerdo de ella, y contando con tu discreción, te enviaré dentro de unos días el final. Así todos, incluida ella, quedaremos un poco más en paz.

 

      El doctor cumplió su palabra. Dos semanas después de nuestro encuentro, tenía en mi poder el escrito prometido. Como yo recelaba, era demasiado breve y aséptico, para mi gusto. Tal vez ustedes no opinen de la misma manera. En todo caso, lo recojo literalmente a continuación.

 

 

 

5.  La línea recta

 

     Desde que Pili y yo dejamos de ser novios, va para cincuenta años, procuré seguir mi camino y no volver la vista atrás. No fue fácil, ni por el sufrimiento personal, ni por la relación que entonces mantenían nuestras familias. El hecho de que ella se casara primero y marchara tan lejos, me simplificó bastante la cosa, aunque nunca la olvidara, en el sentido afectivo del término. Yo también he tenido mi periplo (diversos destinos en varias ciudades, dos matrimonios), aunque compararlo con el de Ulises resultaría ridículo. Y, desde luego, nunca me he sentido tan de un lugar, como para pensar en volver a él para terminar mis días. ¿Y en volver a Pili? Hombre, ha habido momentos: cuando ella se divorció (entonces yo estaba viudo), o cuando me enteré de que había regresado a V. para quedarse, pero eran cosas disparatadas, simples ganas de acabar dignamente lo que otrora se había frustrado sin remedio. Ese era el sentido de mis cartas y mensajes a Pili, cuyo silencio –por cierto- llegó a molestarme, pues no veía sentido a que dos personas que se habían amado se comportasen como perfectos desconocidos.

 

     Baste lo dicho, como preámbulo. Y vamos al día en que, en mi teléfono de casa, recibí estupefacto la llamada de Pili. Es probable que, si me hubiera contactado por correo o e-mail, la hubiera pagado con su misma moneda, pero así, tan personal y estando solo en ese momento, dio lugar a una extensa charla y ya no supe decirle otra cosa que sí. En resumen, me vino a contar que su retiro en V., tantos años preparado, había resultado un fracaso; que se encontraba sola y aburrida; que no tenía sentido perpetuarlo, habiendo fallecido sus padres. Por tanto, regresaba a Panamá, junto a su universidad, sus lectores y sus amigos, y más cerca de sus hijos. Estaba despidiéndose por última vez de sus amistades de España y había pensado que podríamos vernos. En fin, cierto tono de disculpa por su silencio y ni una palabra de su enfermedad. Convinimos en un encuentro sabatino, para una semana después, y  ¡hasta muy pronto!

 

      Inventé una disculpa del viaje para mi mujer y, a eso de las once de la mañana del día convenido, llegué a V. Un paseo para desentumecer los músculos y poner en orden las ideas y, a mediodía, nos encontramos en una cafetería de la Plaza Mayor. Gracias a las fotografías de internet, el reconocimiento fue fácil y grato, pues la verdad es que seguía siendo una mujer guapa y con estilo. Conectamos como viejos amigos, que se volvieran a ver después de algunos años. Pasamos revista a familias, conocidos comunes y trabajos, de manera fluida. Ella hablaba mucho más que yo, sacando partido a cada tema de conversación y –a lo que me pareció- con demasiada fijación o insistencia por ciertos asuntos. En particular, me dio una auténtica soba con las herencias de su tía Aurora y de sus padres, en las que se sentía engañada por su hermano Carlos, de quien habló con acritud y con el que no se encontraba en buenas relaciones (por cierto, tema del que nada se decía en la versión censurada de su manuscrito, que Carlos te dio a leer). Me sentí liberado cuando, a eso de la una y media, nos levantamos, para dar un pequeño paseo y dirigirnos al restaurante.

 

     Durante la comida, insistí en llevar la conversación a temas personales que me interesaban: cómo pasaba el día; en qué trabajaba últimamente; a qué amigos veía, y cosas así. Aunque, para animarla, le prometí reciprocidad, lo cierto es que sobre todo esto pasaba rápidamente y sin mayores detalles. Por otra parte, el comedor estaba lleno y tuvimos que interrumpir la charla en un par de ocasiones para devolver los saludos de conocidos (una pareja mayor, a quien Pili dio mi nombre, dijo conocerme de cuando adolescente, pero yo no tenía ni idea). Así que terminamos de comer, sin pena ni gloria, y yo le pregunté:

 

-          ¿Dónde quieres que tomemos café?

-          ¿Qué te parece si vamos al Parque, paseamos un poco primero y luego nos sentamos en la Pérgola?

-          Estupendo. Además hace muy buena tarde y aún es pronto.

 

     Habríase dicho que la palabra parque tuvo un efecto mágico, y razón es que así fuera, no sólo porque lo hubiéramos frecuentado antaño, sino por su amplitud y belleza, legendarias en la ciudad. La charla se animó, no marginábamos tema alguno y hasta Pilar se tomó la licencia de cogerme del brazo. Unas chicas nos sacaron fotos, a petición y con la cámara de Pili, en la Plaza del Poeta. Recorrimos buen número de los lugares señeros del jardín, con nuevas fotos incluidas, hasta llegar a la consabida cafetería pergolesa, que era nuestro destino. Y ahora que lo pienso, ¿para qué o para quién querría ella las fotos? ¿No tendría, tal vez, decididos aún el día y la hora?

 

     Voy a abreviar: Pili volvió a su anterior premiosidad, con toda clase de detalles acerca de los viejos tiempos y de los motivos de la ruptura. He de reconocer que la escuché con más paciencia que atención, pues estaban empezando a interesarme más las líneas de su cuerpo, aunque envejecidas, que las palabras de sus labios. Estaba realmente encantadora. ¡Hasta, a diferencia de antaño, yo la acariciaba con total naturalidad la mano y la mejilla más próximas, y ella hablaba y hablaba, dejándome hacer! (La verdad es que estábamos casi solos en la Pérgola).

 

     A eso de las seis, nos levantamos de mutuo acuerdo, pues estábamos entumecidos de tanto estar sentados. El camino hasta el aparcamiento donde había dejado el coche se pasó en un interrogatorio al doctor Lafuente sobre su vida y milagros. Ahora era Pili la que preguntaba y se interesaba por el presente y yo quien hablaba sin parar. En fin, que la parada ante la puerta del parking se estaba haciendo eterna y empezábamos a cansarnos. Tuve entonces la idea de mi vida:

 

-          Pili, se está haciendo tarde y, además, no quiero dejarte de prisa y corriendo para conducir con la cabeza en las nubes. Voy a avisar a mi mujer, me busco un hotel y seguimos de parranda hasta que el cuerpo aguante.

-          Me parece una idea estupenda, Javier. Pero ni hablar de hotel. Tengo una casa con cuatro dormitorios.

 

     Bien, el resto puede adivinarse perfectamente y no es del caso entrar en detalles. Aparte de la perplejidad enfadada de mi señora, todo fue maravilloso. Los cuarenta y tantos años se habían diluido como un azucarillo. Los cabos sueltos habían quedado anudados, y las fotografías y recuerdos de la antigua casa de los padres de Pili hicieron el resto. Pasado y presente se fundieron. Lo imperfecto se consumó. Fuimos durante unas horas plenamente felices; como hubiéramos podido serlo siempre, de tener años atrás la madurez y soledad de que ahora disponíamos. Ahora podíamos mirar el pasado cara a cara y el viaje al futuro, con decisión. No obstante, ya de madrugada, pregunté:

 

-          Cariño, ¿vas a ser capaz de volar a Panamá y dejarme solo después de esta noche?

-          Precisamente. Esta noche es la que hará fácil, y hasta necesario, que Penélope se ausente de Ítaca. Ya he vivido en unas horas cuanto había esperado, cuanto podía desear. Gracias, Ulises, mi amor.

-          Pili, como sigas con Homero, vamos a tener una odisea muy gorda.

 

     Se echó a reír. La verdad es que, desde mi torpeza para captar el alma femenina, había dado inconscientemente en el clavo.

 

     Dos horas después, nos despedimos en el umbral de su casa. No diré eso tan manido de “no la volví a ver”, porque sabes, amigo Eduardo, que te mentiría: la sigo viendo en todas partes. Pero no cambio aquel ocho de mayo por nada del mundo. Mi vida me había parecido hasta entonces una línea recta. Ahora empiezo a contemplarla como el círculo de Pili, pero con ella de principio y  fin.

 

 

6.  Epílogo con moraleja

 

     Yo también había cerrado el círculo, dentro de lo posible. Descarté informar a Enrique de mis hallazgos, como había ofrecido a Javier, pues temía generar complicaciones para todos. Con lo que había ido sabiendo, ya estaba en condiciones de suponer qué había pasado por la cabeza de mi policía favorito cuando dijo aquello de perder la vida por no lograr acabar con el primer amor. Debió de pensar que Javier proporcionó el somnífero a Pilar, dada su condición de médico amante y progre; o bien, que decidieron suicidarse juntos y, a última hora, él cambió de opinión… o vaya usted a saber. Lo único seguro es que, de aquella historia de fracasos, sufrimientos y final relativamente feliz, yo quería sacar una moraleja y no había manera. Finalmente, he decidido esta: el verdadero amor sólo se presenta una vez en la vida… y luego no hay forma de quitárselo de encima. Bueno, la verdad es que no es una auténtica enseñanza ética, y ni siquiera es mía, pero no creo que haya manera más divertida de poner fin a esta triste historia.