viernes, 30 de noviembre de 2012

LA JUGLARESA




La juglaresa

Por Federico Bello Landrove

 

     Siempre he pensado –seguramente, por error- que vale más el escritor que inventa, que aquel que traslada su vida al papel. En cualquier caso, resulta prácticamente imposible reducir la vida a literatura y viceversa. Escuchemos las confesiones de una poeta, en un momento culminante para su reconocimiento.

 

     En alguna ocasión, se había definido a sí misma como la juglaresa. Los glosadores de su obra juzgaban que tal aposición, a continuación de su nombre, iba en la línea de cantar su amor y soledad al modo de los antiguos poetas, declamándolo a todo aquel que quisiera escucharla. Y a fe que no era escaso su auditorio, pues belleza y sentimiento aunábanse en su quehacer literario, ya en prosa, ya en verso, con un eco cada vez mayor entre el público culto de su país de adopción.

     Es muy probable que hubiera preferido una vida plácida o, cuando menos, medianamente normal. Lo cierto es que cada cual vive lo que le toca y más vale aceptarlo sin acritud. Para ella, los muchos males de amores por los que había tenido que pasar habían sido transfigurados a la luz de la poesía. Aquel sencillo poemario, sincero y estremecido, aparecido tímidamente en una imprenta de provincias en edición de autor, acababa de obtener el Premio León A. Soto de poesía, lo que suponía el reconocimiento absoluto de su grandeza lírica y un espaldarazo para su incipiente carrera profesoral. Como acababa de afirmar el académico Artemio Villares, de la Panameña de la Lengua:

-          … Poesía testimonial, sí, pero de validez universal; muy en especial, tomando la voz y la palabra, en nombre de todas aquellas mujeres que no exhalan una sola queja, por el temor de dejar jirones de su alma en el empeño.

     Y Alicia procuraba abstraerse, gruñendo entre dientes algo acerca de que, si las mujeres de aquel país –y de otros muchos- no prorrumpían en lamentos literarios no era por dejar jirones de no sé qué en el proceso, sino porque tenían que levantarse a las cinco y apenas sabían leer.

     Y el presentador del acto proseguía su bien intencionada oración:

-          Brota Alicia, en la primera parte de su poemario, como una flor de impar belleza, de sensualidad apenas reprimida, que convoca al amado con un erotismo sutil, en una alborada de recuerdos y esperanzas.

     La aludida mira alternativamente a sus padres, con irritación creciente. Su madre le sujeta, acariciadora, la muñeca izquierda, mientras la derecha agita el abanico, golpeándolo ostensiblemente contra el pecho. Piensa:

-          Pero, ¿quién le habrá dado a este mastuerzo vela en el entierro? Habla de mí, como si me conociese de toda la vida. Alborada de recuerdos y esperanzas: ya, ya. Estúpida que es una, de seguir el camino exótico y tortuoso, con tal de llevar la contraria a todo el mundo. ¿Qué más ha dicho? ¡Ah, sí! Sensual y erótica. Je, je; más pava que Santa Teresita –Dios me perdone-. Pues buenos maestros tuve…

     El académico prosigue, incansable:

-          He de confesar mi predilección por la segunda parte del libro, tan justamente premiado. Aquí, la queja compartida por tantas mujeres relegadas a un plano secundario por sus amantes. Aquí, la rutina cotidiana, que se deshace en nostalgia. Aquí, la espera agónica, entre la fe y la desesperanza, raíz y la razón de la amargura…

     Alicia sonríe, un tanto sardónicamente. Su padre musita al oído una observación ligera sobre la pajarita del camarero al pie de su mesa. Ella conviene mentalmente:

-          Mira, ahí sí que el engominado este tiene razón. Claro que parece que está repitiendo al dictado mis poemas o, mejor aún, la recensión de Concha en la revista de la Facultad. A saber si al tipo también le gustan los trajes, las cuchipandas con los amigos, los caballos… o las yeguas. Me da en la nariz que este académico de pitiminí haya enterrado el amor con el alud de sus almibaradas palabras.

     La homenajeada se incomoda. ¡Pues no está ya inventando ridículas metáforas, al hilo de la facundia del tal don Artemio! Pero él, ajeno al fastidio que genera, prosigue impertérrito su periplo por el libro galardonado:

-          ¡Cuán profundo el tercer tranco (sic) del poemario! ¿Qué razones nos hacen amar? ¿Qué verdad puede justificar el nacimiento del amor? Alicia Nanclares nos lleva de la mano a esas poderosas pequeñeces que para cada mujer han nucleado el cariño y enlazado su vida. No es una palabra, ni una mirada, ni la llamada del alma o de la carne. Es todo y no es nada. Pero, de ahí, el amor surge como un grito.

     Alicia ha decidido tirar la toalla. Entre dientes musita, hasta que su madre le roza levemente la pierna:

-          Un grito. Eso es lo que tú quisieras, besugo, mastuerzo, patoso. Pero no, aquí quietecita y con cara de buena, que todavía no he recibido la medalla, el diploma y el cheque. Luego, juro que en el vals te clavo el tacón en el astrágalo, que es el hueso más literario del pie. Pero, por ahora, calma y paciencia, que me ha costado veinte años llegar hasta aquí.

     El señor Villares promete que ya va terminando. De hecho, alude a la cuarta y última sección del poemario:

-          He ahí la cima lírica de este bellísimo libro. Ese mensaje, tímido y desgarrado, que la mujer envía inútilmente al amado. Tras él, la resignación triste, callada, sin amargura. La autora –pues ella es, sin duda, quien nos interpela- ha comprendido que debe conservar el amor, aún contra toda esperanza, porque es la única forma de iluminar la ausencia y, ¿quién sabe?, de resurgir un día de las cenizas.

-          Vaya –piensa mientras arrecian los aplausos y recuerda horrorizada que tiene que contestar al ditirambo-, ahora sí que ha estado sembrado. ¡A buenas horas la hija de mi madre va a reconocer que se ha equivocado un montón de veces, que ha vivido en agonía, que ha amado contra el sentido común!  Nada, nada, cristales luminosos para guardar y reflejar el pasado en la soledad de su alcoba y aves fénix –muchas aves fénix- para remontar el vuelo, que nunca se sabe: todavía estoy de buen ver y, ahora, con el premio y la cátedra segura…

     Su madre vuelve a posar la mano en su antebrazo. Es la señal. Bebe un sorbo de agua, respira hondo y se dirige al estrado, donde el atril la espera. ¡Cielos!, ha olvidado la octavilla de notas. ¿Volver atrás? ¡Ni pensarlo! A improvisar tocan:

-          Señoras y señores, con una benevolencia que no merezco, el académico Villares, que ha ofrecido este homenaje, se ha referido al fracaso, el dolor y la soledad –desde luego, relativa- de los que es deudor Tinta o sangre, el poemario que se ha dignado premiar este año el jurado del premio León A. Soto. A mí me toca ofrecer la perspectiva opuesta, un tanto escondida entre los versos, pero diáfana siempre en mi corazón: la de las personas a quienes, a mi vez, yo no supe reconocer, comprender o amar. Es seguro que ellas no tienen la culpa de mi libro, pero sí de lo mejor y más valioso de mi vida.

     Su mirada se dirige a las mesas desde donde la contemplan, arrobados, sus padres, sus hijos, sus colegas del alma o sus mejores alumnos. Luego, por encima de los presentes, sus ojos se pierden en el horizonte, más allá de la inmensa cristalera que tiñe de azul el océano. Sin palabras, sin reproches, con ternura casi olvidada, hace un aparte íntimo y agrega, ya en voz alta:

-          Afortunadamente, queridos amigos, mi vida y mi verdad son mucho más que literatura.

 

 

viernes, 23 de noviembre de 2012

CON EDIPO Y SÓFOCLES EN COLONO



Con Edipo y Sófocles en Colono

Por Federico Bello Landrove


     El parecido fonético –que no semántico- entre palabras, unido a una curiosa experiencia médica, desencadena esta fantástica historia, en la que el rey Edipo, Sófocles y Elías Canetti tienen mucho que decir. ¡Qué menos que escucharlos!


     Si alguien quiere pasar unos días divertidos, le aconsejo someterse a una colonoscopia. Claro que la cosa ya no es lo que era, a partir del momento en que comenzó a practicarse este acto de fontanería médica, con el paciente sedado por medio del propofol[1]. A cambio de una mayor placidez en la exploración, se han obtenido algunos divertidos efectos cómicos al ir saliendo de la anestesia, como el confundir la camilla con un coche de carreras, o comportarse en la saleta de recuperación como si fuese el arengario de la Piazza Venezia[2]. A mí me dio por imaginarme en la patria chica de Sófocles[3] y pergeñar el argumento de este relato. De todos modos, no piensen ustedes que se hallan ante un caso de los de in Propofolio, veritas [4]–uno ya vive en el pasado, pero no tan lejano como el siglo V antes de Cristo-. Las imágenes vinieron racionalmente concatenadas y todo ha tenido su explicación. Procuraré exponerla sin prolijidad.

     Preparando los materiales para mi relato Justicia y fortaleza[5], había tropezado con la añagaza de que se habían valido los del partido aristocrático ateniense para dar, en 411 antes de Cristo, un golpe de Estado[6], intentando acabar con la democracia de su ciudad. Consistió en reunir la Asamblea soberana de la polis en el suburbio o demos de Kolonó –Colono, para los amigos, entre los que me cuento-, a fin de conseguir menor afluencia de ciudadanos y contar con la intimidatoria presencia de tropas adictas al golpe. De aquí, a recordar la famosa tragedia Edipo en Colono, mediaba un paso. Más arduo fue para mí descubrir, como novedad por mi desmemoria, que su autor, el gran Sófocles, había nacido en aquel mismo lugar. Y, ¡oh feliz casualidad!, días más tarde me tocó ser paciente de una fulminante colonoscopia.

     Es claro –y el diccionario de la Real Academia lo sanciona- que nada tienen que ver, desde el punto de vista etimológico, el colon intestinal y el Colono ateniense. Sin embargo, ¡es tan emotivo escuchar la palabra sincopada colono, para referirse a esa exploración médica y al reptiliano tubo con que esta se practica! Ganas dan de descuidar la etimología y rendir tributo a las apariencias. Y eso es lo que hube de hacer yo, bajo la inexorable férula del propofol de mi beatífica sedación. Me explico.

     Cargado el subconsciente de sustancia helénica, no tuvo nada de extraño que entendiese como grecoparlantes las voces indistintas que me llegaban durante el duermevela inducido por la droga. Supongo, por lo constante y monótono del sonido, que mi buen amigo A. –explorador de mi intestino- estaba dictando al ordenador el desarrollo de la exploración y los hallazgos notables que fuese detectando. Para mí no había duda: aquello era griego, y clásico, por más señas.

***

     Una cosa es tener un tema y otra escribir sobre él un cuento. Desesperado e insomne, retorné días más tarde al hospital de mi prueba, dispuesto a suplicar una racioncita de propofol al residente de guardia, a ver si era capaz de enlazar a Sófocles con mi mente calenturienta. En la cafetería pública, grupos familiares hacían tiempo para el servicio de urgencias, vociferantes y gárrulos, distrayendo la tensión con anécdotas triviales y alusiones a tremendas malas praxis. Al fondo, un caballero de edad más que mediana, con un sorprendente parecido al malogrado presidente Allende[7], entretenía la espera haciendo girar despaciosamente una caña de cerveza.

     Contra mis buenas y civilizadas costumbres, pedí al camarero media botella de rioja y fui a sentarme frente al distinguido sujeto de las gafas de concha, bien que teniendo la cortesía de afrontarlo desde una mesa contigua. Me serví media copa de vino e hice ademán de brindar a su salud. Me sonrió de modo apenas perceptible, bajo su bigote entrecano.

-          ¿Qué le parece -comenté para romper el hielo- este guirigay? Debe de ser que la enfermedad se soporta mejor a gritos.

-          Calle, calle –respondió-. Si por lo menos fuesen lamentos...; pero solo les falta sacar una baraja o ponerse a cantar.

     Su castellano tenía el sabor de las cosas antiguas, además de un pintoresco acento extranjero, que fui incapaz de localizar en el mapa fonético[8]. Me hizo ademán de que compartiera su mesa y no lo dudé:

-          Verá usted –explicó-. No suelo ser acogedor con los desconocidos, pero me ha caído bien su desparpajo etílico. Ahí es nada, mercar una botella de buen vino para amenizar la espera hospitalaria. ¿Tiene algo grave que suavizar u olvidar?

-          Grave, sí, pero lo que trato es de recordar y atar cabos. No sabe lo duro que es estar tocando a los clásicos y, de pronto, sentirse caer al vacío. No me extraña que los escritores tengan cierta propensión a ayudarse con drogas.

-          ... O con desgracias. Aquí me tiene a mí, esta noche, intentando salvar la pifia de uno de los más grandes de todos los tiempos. Así que usted se pirra por agarrar a un genio, mientras yo lo dejaría aquí tirado, para hacer de noctámbulo por los menguados restos de la judería salmantina.

-          ¡Cáspita! Quizá podríamos dar ambos satisfacción a nuestros anhelos, a base de intercambiar tareas. Quédese usted con la búsqueda de la sinagoga, y hasta con la botella para alumbrarse, y déjeme a mí la compañía de ese clásico de tan mal gusto, como para asaltar un hospital a medianoche.

-          No crea, que tiene sus razones. Sírvame una copita y le cuento.

     Echóse mi interlocutor hacia atrás, cuanto le permitía la rigidez de su silla; pasó el antebrazo izquierdo por detrás del respaldo y me contó:

-          Como deduzco que es usted escritor, nada le diré acerca del cariño que despiertan en nosotros las criaturas que damos a luz, ni de las malas pasadas que nos juegan con frecuencia. El caso es que mi admirado colega tuvo la idea de poner fin a la vida de su protagonista de un modo misterioso y secreto; tanto, que al final resultó que seguía vivito y penando, dos mil quinientos años después. Sus lamentos, proferidos entre las excavadoras que construían un paso elevado y el frenesí de la discoteca Platonos[9], conmovieron finalmente el corazón de Plutón, quien envió a la tierra a su padre literario, a fin de darle muerte de modo indubitado, en presencia de algún testigo más fiable que Teseo[10].

-          ¡Rayos! De cuanto me cuenta, colijo que el pobre señor, ni vivo ni muerto, es el rey Edipo y su poco meticuloso ejecutor, nada más y nada menos, que el genial Sófocles, hijo de Sófilo, ateniense, natural de Colonos Hippios...

-          Muy informado le veo, compañero de libaciones. ¿Es usted profesor de Literatura?

-          Quite allá, amigo. Solo soy un emborronador de cuartillas que tenía pendiente un ajuste de cuentas con el gran trágico.

-          Pues todo suyo, amigo: en la segunda planta lo tiene. Yo me voy a recorrer las callejuelas de esta Ciudad dorada, que ya he visitado de incógnito más de una vez.

-          ¿De incógnito? Luego es usted un personaje.

     Se levantó. Atusó su rebelde cabellera y, casi desde la puerta, me contestó:

-          Es lo que tiene recibir algunos premios, aunque a mí lo que me llena es ser hijo adoptivo de Cañete.

Y se perdió, dando codazos, entre la batahola de los hijos del Faraón[11].

***

     Los pasillos de la segunda planta permanecían vivamente iluminados por la espectral claridad de los fluorescentes. En un amplio recodo que servía de vestíbulo descubrí a los dos ancianos, que el escritor de la cafetería me había anunciado. Parecían cortados por el mismo patrón: delgados; de rostro huesudo y arrugado; vestiduras talares blancas, entrevistas bajo mantos pardos; las manos apoyadas en cayadas nudosas. Diríanse dos octogenarios de hoy en día, encogidos, corvos, abrumados por el peso de la fatiga. Su dispar carácter quedó en evidencia, tan pronto se percataron de mi avance hacia ellos. El más barbado se puso en pie, irguió cuanto pudo su aventajada estatura y engarfió los dedos en torno al bastón. Decidí presentarme, como si su presencia allí, y la mía, fuesen lo más natural del mundo.

-          Buenas noches –saludé con mi mejor deje eolio-. Supongo que tengo el honor de hallarme ante dos reyes, el de Tebas y el de la escena.

-          Tan incierto es lo uno como lo otro, replicó el erguido Edipo. Hace cosa de tres milenios que abandoné por propia decisión el trono tebano –ejemplo de dignidad insólito en un monarca-, para vagar, ciego y penitente, por los caminos de la Hélade. En cuanto a este sujeto sedente, tengo para mí que no es soberano sino del descuido y el desaliño literarios. Claro que pocos son los que llevan sin chochear la artera y descarnada vejez.

-          ¡Mira quien fue a hablar!, protestó su compañero. Solo a un necio se le ocurre abdicar y enceguecer sus ojos, convirtiéndose en un mendigo y arrastrando a sus hijas en la desgracia.

-          ¡Señores, por Zeus, teneos y sosegaos! –supliqué-, pues estoy seguro de que no habréis llegado hasta aquí para resolver por la violencia vuestras querellas. ¿Qué os ha traído desde tan lejos, en el tiempo y en el espacio, hasta esta gran mansión de la curación y del dolor?

     Edipo resolvió sentarse en escorzo, dando la espalda a Sófocles y el flanco derecho al autor de estas torpes páginas. El trágico tomó la palabra y dijo:

-          Una vez hubo quedado claro que el Rey no había dado cumplimiento a su letal deseo y que Teseo había sido un testigo falso, solo preocupado por la razón de Estado de Atenas, el otrora valiente y fogoso Edipo cambió el peán por la elegía y logró conmover el corazón de pedernal de Hades. Cumplióme acompañarlo en este nuevo peregrinaje, en busca del lugar vaticinado para su descanso final, dado que la Colina de los Caballos ha dejado de ser un lugar sagrado, por obra de los alocados atenienses que la habitan. Solo dos condiciones ha de cumplir el sitio que albergue la tumba de Edipo: ser Colono (o él y yo dejaríamos de ser quienes somos) y tener la consideración de sagrado. Esa es pues, ¡oh ilustre morador de Helmántike![12], la razón de encontrarnos aquí.

-          Entiendo a medias vuestra decisión. Para empezar, ¿por qué habéis elegido esta sede colonial, y no otras tales más cercanas al Ática?

-          Has de saber que la boca de los infiernos está muy próxima a este nosocomio, en el paraje conocido como la Cueva de Salamanca. Nada más lógico, pues, que dirigirnos a este Colono para despenar al pobre Edipo, siquiera no sea hípico, sino más bien taurino.

-          Ya voy teniendo las cosas claras. Pero, ¿y el escritor que os abandonó a la entrada de esta colina, obra de los hombres? ¿Qué papel representa en este éxodo?

     Presa de temblores de indignación, la voz de Edipo respondió a mis preguntas:

-          ¡Ese cobarde de cana cabellera; ese escritor de ninguna parte; ese mequetrefe glosador de acémilas! Un amigo sofocleo, otro tal que el grandioso trágico. Todo el camino vino alabando la grandeza de mis designios, la gloria de mi futura tumba, el valor de morir en solitario. Pero fue llegar aquí y sentirse presa de sudores y titubeos. Se conoce que lo fascinaba la muerte, pero ajena y de lejos. Tras visitar despaciosamente las letrinas, vino en afirmar que nada más urgente para su sentir, que fortalecer el ánimo con el jugo de la cebada y escribir dos o tres notas para su Libro de los muertos[13]. ¡Bah!, hasta Sófocles se dio cuenta del apocado con que nos las habíamos y decidimos reemprender la marcha solos.

-          Fue lástima, apostilló el colonense. ¡Con lo bien que había escrito de mi obra y de su relación con mi vejez y con la gloria y la decadencia de mi patria! Pero, en fin, henos aquí compuestos y sin las Euménides, podríamos decir; pues has de saber que las puertas de Colono están cerradas y así permanecerán hasta mañana. ¿Quién sabe si, a la vista de otros hombres, podremos realizar nuestro designio? Y lo malo es que el terrible Plutón me dio de plazo hasta la próxima salida del sol.

-          Así es siempre Sófocles –comentó Edipo-. Se preocupa por no poder volver a tiempo entre los muertos, pero se le da un óbolo el final de mis seculares tormentos.

     Los pobres viejos callaron y se encogieron, escribiendo en el suelo versos asclepiadeos. Tal vez fuera el divino Esculapio quien vino en mi ayuda, pues tuve una idea genial:

-          Dadme uno de vuestros báculos, pedí. Si ha de cumplirse el destino, ningún obstáculo podrá impedirlo.

     Golpeé con alguna indecisión la puerta de endoscopias y, como Moisés en parecido trance, la madera me negó el acceso, con un estrepitoso ruido. Algo había en mí, que impedía el hechizo:

-          Decidme, ancianos, ¿estáis seguros de que sea este un lugar sagrado?

-          Sin duda, repuso Sófocles: está santificado el recinto, por el dolor de los sufrientes y el servicio entregado de quienes los atienden.

-          Sea. Repetiré el intento.

     Esta vez empujé suavemente con el cayado y la puerta se abrió para permitir nuestro paso, volviéndose a cerrar a continuación. Ya era tiempo: el vigilante, alarmado por el anterior estruendo, se estaba aproximando, con un tintineo de llaves y manijas.

***

     Dulce y ligera es la muerte de quienes, con la vida cumplida, la desean. Conduje a Edipo hasta la camilla que yacía en el centro de la primera sala de la izquierda. El Rey dejó el báculo en mis manos y, casi sin ayuda, se colocó decúbito lateral y cerró los ojos. Su cuerpo adoptó la postura fetal y una suave sonrisa enarcó sus labios. Lo cubrí con una sábana y le pregunté:

-          ¿Una miajita de propofol? Así ni te enterarás.

     Negó con seguridad:

-          Después de tanto aguardarla, déjame que sienta llegar la Muerte.

     Fueron sus últimas palabras, que yo sepa. Quise hacer las cosas bien. Encendí el ordenador y me puse a redactar el informe. Tuve tanta dificultad para cubrir el formulario que, al fin, tomé un folio de papel timbrado del hospital y, previendo alguna dificultad, escribí de mi puño y letra:

     No se acuse a nadie de la muerte de esta persona, Edipo, hijo de Layo, que fue rey de Tebas y ha venido a morir de vejez y de tristeza en este lugar, Colono por su destino y sagrado por la forma de desempeñarlo.

     No me atreví a firmar. Me volví hacia Sófocles, con alivio y placidez. Pero el gran trágico ya no estaba allí. También el difunto Rey había desaparecido, tal vez, camino de la barca de Caronte. ¿O era yo quien había sufrido una alucinación? Miré en torno y me tranquilicé. La cayada de Edipo aún seguía allí.

***

     A la mañana siguiente, me desperté con la mano derecha hormigueada, firmemente asida a la columnilla del cabecero de mi cama. Poco a poco, las piezas del rompecabezas fueron encajando y la realidad y la fantasía tomando acomodo en mi cerebro, aún adormecido. Todo era explicable o, cuando menos, susceptible de interpretación, al modo freudiano.

     ¿Todo? Entonces, ¿quién demonios había embutido en mi mente a Elías Canetti, de quien ni había oído hablar por aquel entonces? Me quedé pensativo un buen rato, hasta encontrar una de esas salidas acomodaticias, que tanto me gustan. ¿No había buscado desesperadamente escribir un relato sobre mi colonoscopia? Entonces, ¿qué mejor que un cuento con una cierta dosis de irracionalidad? Si los médicos tienen su propofol, ¿por qué los que escribimos no hemos de disfrutar de un gramo de locura o de misterio?


    



[1] Anestésico general ligero, que se administra por vía sanguínea, muy utilizado durante las endoscopias.
[2] Famoso emplazamiento romano de los discursos de Mussolini. La palabra arengario no figura en el diccionario de la Real Academia. Ellos se lo pierden.
[3]  Kolonós Hippios fue una aldea, a unos dos kilómetros de Atenas, donde nació Sófocles (hacia el 496 a.C.) y se desarrolla su famosa tragedia Edipo en Colono (estrenada, póstumamente, en 401 a.C.). Actualmente, está incluida, indiferenciada, en el casco urbano de la Capital griega.
[4]  Frase ideada a imagen de la clásica in vino, veritas, dando a entender que la droga nos revela ante los demás, exactamente tal y como somos.
[5]  Relato recogido en este blog, dentro de los de tema histórico.
[6]  Aludo al conocido como golpe de Estado o gobierno de los Cuatrocientos.
[7]  Constátese el parecido en la fotografía que incluyo al final del relato.
[8]  Esta, y otras alusiones que siguen, aconsejan consultar alguna corta biografía del escritor de origen sefardí, Elías Canetti (1905-1994), premio Nobel de Literatura de 1981. El apellido Canetti es una alteración fonética de Cañete, villa conquense de la que procedían sus antepasados.
[9]  Referencias a avatares urbanísticos recientes de Kolonós Hippios. El nombre de la discoteca es inventado, pero tiene su razón de ser: la Academia de Platón estaba por aquella zona.
[10]  Me temo que esta y otras referencias al Edipo en Colono aconsejan leer la tragedia o, al menos, un resumen de su argumento. Les aseguro que hay muchas cosas peores (mejores, muy pocas).
[11]  Alusión jocosa a los gitanos. Si alguien me tilda de racista, que Dios lo perdone.
[12]  Nombre de Salamanca en algunas fuentes griegas antiguas. Sobre la Cueva de Salamanca, citada más adelante, puede ser razonable y entretenido consultar Internet y similares.
[13]  Magna obra de Elías Canetti, publicada póstumamente (2010). No obstante, el texto canettiano alusivo a Edipo en Colono figura en un libro anterior: El suplicio de las moscas (1992).

sábado, 17 de noviembre de 2012

VOLVER A ACABAR


 

Volver a acabar

Por Federico Bello Landrove

 

     Volver a empezar es tarea hermosa y esperanzada, aunque pocas veces factible. Volver a/para acabar puede tacharse de nostálgico, inútil o vengativo, pero suele resultar más hacedero. En el presente relato, el protagonista hace de este retorno perfectivo la meta de su vida. ¿Logrará su propósito? Seamos sanamente escépticos: lo inacabado también puede tener sentido y belleza.

 
 

1.      Del cine, a la filosofía

 

     Han pasado tantos años ya, que no recuerdo si vi la película Volver a empezar antes o después del Óscar. Hasta es posible que nunca la haya contemplado sino en la pequeña pantalla. Da igual. Lo que sí recuerdo vivamente es la contienda homérica entre garcistas y antigarcistas en nuestra tertulia del café Rialto. La cosa estaba ya tan subida de tono, que el resto de los clientes permanecían en silencio y los camareros se habían ido acercando, haciendo corro en torno de nuestra mesa. Felipe Roquer, rugía de indignación:

-          ¡Es inaudito, en personas supuestamente cultas, confundir la cursilería con la sensibilidad! Con premios o sin ellos, Volver a empezar es una señora película y, por encima de eso, un canto al amor más allá del tiempo y de la edad…

-          … Sobre todo, si el ancianito es un premio Nobel, al que el Rey llama por teléfono para invitarlo a la Zarzuela. Vamos, el ocupante medio de los asilos, replicó zumbonamente Illarramendi, guiñando un ojo a don Ezequías, el decano de la reunión.

-          Tal vez, para valorar cuanto esa película encierra haya que ser viejo, y no maleado, sino de corazón puro. Ponerse en situación, ayuda –se aventuró a decir nuestro setentón-.

-          ¡Tan largo me lo fiáis!, replicó el vasco. En fin –ironizó-, concedamos que sea apta para ancianos de corazón puro y, por su ritmo, para afectados de bradipsiquia.

    

     Iba la discordia a enconarse de nuevo, cuando se me ocurrió una salida por la tangente:

 

-          Queridos amigos: nadie podrá negar a una cinta oscarizada ciertas calidades, como tampoco que haya espectadores a los que no agrade. En gustos no hay nada escrito. Pero tengo para mí que la mayor equivocación de la película está en el título.

 

     Roquer vaciló al contestar:

 

-          Bueno, ya sabes que fue una solución de componenda. Garci intentó titularla Beguin the beguine, pero hubo dificultades con los actuales propietarios de la famosa canción del mismo nombre.

-          Lo sé, contesté. Con todo, puestos a buscar una alternativa, a nadie sensato se le habría ocurrido un rótulo que significa justo lo contrario de lo que cuenta la película.

-          ¿Y eso?, inquirió Illarramendi, intrigado.

-          Pues porque a lo que viene el profesor Albajara a España no es a empezar, sino a acabar, a despedirse, a cerrar su círculo vital. Vamos, vuelve a terminar, por emplear una expresión antitética con la del título.

 

     Cifuentes, el malaje de los contertulios, no dejó de despreciar mi argumento:

 

-          ¡Qué bobada! ¿Quién se tomaría semejante trabajo, y aún riesgo, para acabar la vida? Para eso, mejor se habría vuelto a San Francisco sin pasar por Gijón.

-          Así que tú no crees que alguien se esfuerce por poner a su vida un broche que él juzgue que merece la pena -deduje-.

-          ¡Bah!, puestos a morir, con calmantes y, si acaso, un confesor hay más que de sobra.

 

     Me encogí de hombros y, contra el presunto deseo de los demás, no entré al trapo. Pero la displicencia de Cifuentes fue, sin duda, el detonante de mis recuerdos. En concreto, de parar mientes en un caso de mi experiencia profesional, acaecido algunos años atrás. Ahora han pasado otros treinta por encima de la historia, suficientes para no faltar al deber de reserva, impuesto a todo policía. Tal vez, ustedes la encuentren medianamente interesante. Y, de paso, le doy la réplica, bien tardía, al bueno de Cifuentes, que en gloria esté, aunque lo pongo en duda.

 

 

 

2.      El hombre de Panamá

 

     Al menos, eso era lo que rezaba en su pasaporte, por no hablar del sombrero de paja que coronaba su magra y encorvada estructura. Mis compañeros de Barajas se fijaron en el lugar de nacimiento y le preguntaron, con más curiosidad que malicia:

 

-          ¿Nació usted en Castellar de España?

-          En efecto. Mi madre estaba pasando una temporada acá, en casa de unos parientes.

 

     Los años no habían discurrido en balde. Debió de ser en 1976 o, quizá, en el 77. Ya no se llevaba el registro minucioso de equipajes:

 

-          ¿Algo que declarar?

-          Nada en absoluto. Vengo a hacer turismo por mi cuenta.

 

     El razonamiento no era muy coherente, pero los de Aduanas lo dejaron pasar sin más trámite. Por aquellas calendas, los viajeros aéreos no tenían presunción de culpabilidad, como ahora.

 

     A la caída de la tarde, el panameño de Castellar llegaba a su ciudad natal –probablemente en el tren vespertino- y se hospedaba en el Moderno, en la Plaza Mayor. En cualquier caso, eso constaba en el registro de huéspedes del hotel. El recepcionista de turno lo recordaba perfectamente:

 

-          Sí, señor, llegó a eso de las nueve y media. No tenía reserva. Me llamó la atención que vistiera traje y corbata, ¡con el calor que hacía! Pidió una habitación interior y tranquila. Le pregunté si iba a quedarse unos cuantos días y me contestó: los precisos para hacer unas gestiones. Como ve, no fue muy explícito…

 

***

 

-          … Pues lo que son las cosas, inspector, el tal señor Lafuente me pareció en seguida un tipo algo extraño. No sé si sería por su apellido, de tanto arraigo en Castellar, o por el hecho de salir tan poco de su habitación y siempre muy temprano, o ya de noche. Vamos, muy poco apropiado para hacer gestiones, como él nos había adelantado. Tan es así que, una de las veces, pretendió explicárselo a Purita, la del turno de noche.

-          ¿Y qué le dijo?

-          Que en este demonio de ciudad no se podía salir a buena hora, por el tremendo calor que hacía. Ya ve, como si un panameño no estuviese acostumbrado. Pero, eso sí, siempre trajeado y con su corbata. Lo que decía Purita...

-          ¿Le servían ustedes la comida?

-          No, señor. Nosotros no tenemos servicio de cocina, más que para el desayuno. Debía de apañarse en los bares de la zona. Un cliente coincidió con él una noche en La Viña del Señor. ¡Claro!, como la frecuentan gentes de izquierda...

-          ¿Y cómo sabe usted, o se figura, la ideología política del personaje?

-          ¡Toma!, pues porque resultó ser un exiliado de cuando la guerra. Pero qué le voy a contar a usted que no sepa.

 

       El recepcionista me estaba levantando dolor de cabeza. Con lo que ya me había referido, y con el mudo testimonio del equipaje abandonado por Germán Lafuente, tenía bastante para hacerme una idea de sus andanzas castellarenses, durante la semana que estuvo entre nosotros. Pero seguía a oscuras de lo que había venido a hacer por aquí. Encender esa luz me llevó bastante tiempo y diligencias varias. Como no hay nada más árido que la práctica policiaca, me permitirán que dramatice y dé color al núcleo de mis indagaciones. En todo caso, les aseguro que no invento nada. Todo lo más, doy unidad de tiempo a lo que fui sabiendo a lo largo de semanas. Aristóteles me lo premiará.

 

***

 

     El 22 de julio de 1977 –por fin he dado con mis notas del expediente-, Germán Lafuente se levantó temprano. En el pequeño comedor del hotel, con vistas a la Plaza, fue el primero en reclamar el desayuno. Concluido este, salió a la calle a eso de las ocho y media, con su inevitable atuendo formal, jipijapa inclusive, no sin antes inquirir, a la camarera que lo había atendido, la hora de apertura de las floristerías. No es nada probable que cogiera el autobús, aunque el trayecto era largo. Lo cierto es que, a eso de las nueve, adquirió un ramo de claveles y gladiolos en un puesto ambulante de junto al camposanto. La florista lo recordaba perfectamente:

 

-          Un señor muy serio, de cara triste, con sombrero de paja y gafas oscuras. Me pagó con un billete de cinco mil y tuvimos dificultades para darle la vuelta. ¡Mi arma!, un papel de cinco talegos y muy de mañana. ¡Quita!, me parece que estuvo esperando un ratito, hasta que abrieron el cementerio.

 

     Una vez franqueada la verja, Lafuente se perdió en sus pensamientos... y en las veredas entre los cuadros. Tuvo que preguntar a un barrendero. Como llevaba escrito en un papel el número de la sepultura, el interpelado lo orientó sin dificultad. Me van a permitir que guarde a este respecto la intimidad de los muertos. Baste decir que la tumba, digna y bien cuidada, acogía los restos de algunos familiares de Germán: su padre y su hermano Emilio, fallecidos el mismo día de 1936; la abuela paterna; de una señora que, por la edad y apellidos, bien pudiera ser una hermana de su padre; sí, y de su madre –a juzgar por el apelativo y los años-, fallecida unos veinte años atrás.

 

     Yo no estaba allí, para decirles de la emoción del emigrante, o de las oraciones que pudo desgranar lentamente. Posó el ramo recién comprado junto a otro, algo ajado, que algún deudo o alma piadosa había dejado antes sobre la lápida. Luego se sentó en un cantón y allí le tocó la mano del destino.

 

 

3.      La vecina del cuarto



     Seguro que si la buena de Antolina Esteban me hubiera escuchado llamarla destino, se habría llevado las manos a la cabeza o, por mejor decir, al pañolón negro con que se tocaba, incluso en pleno verano. Pero la verdad es que fue ella quien rozó con sus dedos el hombro del pensativo Lafuente, haciéndole volver la cabeza:

 

-          Germán, hijo... Porque eres Germán, el hijo de doña Virtudes...

 

     Estoy convencido de que su primera intención fue negarlo, pero de poco iba a servir, estando sentado allí y habiendo reconocido, pese al paso de las décadas, el rostro arrugado de su antigua vecina del cuarto, en cuyo fondo relucían aún los hermosos ojos azules, que habría de heredar su hija.

 

-          ¡Jesús, y cuánto tiempo! Si no es por la sepultura, no te habría reconocido, claro; por más que sigues igual, tan serio, y tan delgado.

-          Y usted, doña Antolina, tan arrecha como siempre.

-          ¡Sí, si!, farfulló la anciana entre risas. Con un pie en la sepultura es lo que estoy.

 

     Sentáronse juntos. No tenía más remedio que escucharla aunque, por él, habría salido de estampida. Antolina rebulló hasta coincidir con la sombra de un ciprés y dio suelta a un entrecortado monólogo, no siempre bien comprendido, por defecto de la dentadura postiza.

 

-          ¿No habías vuelto desde el 36? ¿O fue el 37? Sí, claro, cuando iban a llamarte a filas. Tu madre me contó que habías logrado pasar a Portugal y, de ahí, a América. Bueno, eso lo dijo unos años más tarde, cuando ya no corrías peligro. No muchos años después, desde luego, que la pobre empezó muy pronto a perder la memoria. ¡Cómo no!, con lo que tuvo que sufrir. Porque fue lo de tu padre y tu hermano lo que la llevó a la tumba. Decían que era párkinson y tendrían razón, pero tan joven aún, seguro que influyó la tristeza.

 

     Germán no sabía si callar y asentir, o levantarse alegando cualquier prisa; pero su antigua vecina no era de las que dejaba meter baza:

 

-          Y luego, tu marcha. Cierto que quedaba tu hermana Lucía para acompañarla, pero no es lo mismo. Un hombre siempre es un hombre, y más, en época de violencia. Además, que tú te llevabas muy bien con ella. ¡Qué digo! Eras clavadito, en parecido y en carácter. Tu padre iba más con tu hermano. ¡Señor!, juntos hasta en la muerte.

 

     Lafuente empezaba a emocionarse. Decidió cambiar un poco de tema:

 

-          ¿Qué fue de su hija?

-          Manolita. ¡Qué bien os llevabais también vosotros, picarón! Y ella estaba por ti. Menuda llorera agarró cuando se enteró de tu marcha. ¿Cómo no le dijiste nada, ni le escribiste unas letras? Ya, no me lo digas: eran momentos terribles, de mucho miedo. Pero luego... Ella te esperó un tiempo. No lo confesaba, pero aún te esperaba. En fin, todo acaba superándose. Se casó en el 45, con un mozo del barrio del Carmen. Montaron un comercio y les va bastante bien. Tienen dos hijos, chico y chica. El marido es un poco bruto, como si dijéramos, pero no es mala persona. Ya sabes, el casado casa quiere. Así que yo, muy tranquilita, viviendo sola...

-          ¿En la misma casa que le conocí?

-          No hijo. La declararon ruinosa hace años. ¿No has pasado por allí? La derribaron y construyeron poco menos que un rascacielos. Ahora vivo junto a la estación, en un pisito de patronato. Como mi difunto Jacinto era de la RENFE...

-          Ya. Bueno, doña Antolina, tengo que irme. Ando con un poco de prisa.

-          ¡Qué alegría va a llevarse Manoli, cuando le diga…! ¿Vas a quedarte todavía unos días? Podrías hacer por verla.

-          Ya llevo en Castellar una semana y se me acaba el permiso. En fin, lo dicho, cuídese… y recuerdos.

-          Gracias, hijo. Cuídate tú también, que estás muy flaco. Ya sabes lo que te aprecio.

-          Ya lo sé, ya. Adiós.

 

     Rozó la frente de la anciana con los labios y se alejó rezongando. Era lo que le faltaba: tanto cuidado, para ir a toparse con aquella cotorra. Lo que había venido a hacer tenía que rematarlo cuanto antes.

 

     Regresó en un taxi. De eso se acordaba bien el recepcionista, quien puntualizaba:

 

-          Me pidió la llave de la habitación. Estaba nervioso y muy acelerado. A los pocos momentos, bajó por la escalera. Me pareció que se colocaba algo en la cintura, aunque no estoy seguro. Tal vez lo imagino, por lo que pasó después. En fin, dejó la llave en el mostrador y salió a paso ligero, sin decir ni palabra.

 

 

4.      Almacenes El Águila

 

     Los Grandes Almacenes El Águila habían conocido mejores tiempos, cuando sus sucursales se repartían por media España; aunque repartir, lo que se dice repartir, habían sido famosos veinte años atrás por su regalo a la grey infantil: los jueves, damos globitos. Lo que ahora tenía Germán ante sí era una modesta secuela del comercio de antaño, más pequeña sin duda, pero en el mismo sitio pregonado por las emisoras de radio durante lustros: Santiago, 9,  frente a la iglesia.

 

     Pero no creo que estuviera nuestro panameño como para fijarse en detalles, ni para rememorar viejos tiempos, por él vividos en el exilio. Lo único que le interesaba era el titular del negocio… y acabar pronto, pues el encuentro con doña Antolina había disparado sus temores y su urgencia. Palpó el bulto de su cintura y entró.

 

     Aunque deslumbrado por el resol exterior, lo identificó sin vacilar. Era aquel mismo Luisito Jover del consejo de guerra, el niñato que, por envidia o por despecho, había declarado como testigo del fiscal, el único que el tribunal admitió en el juicio. Decían que era alumno de su padre y que había tenido enfrentamientos con Emilio, a propósito de la rivalidad entre la FUE y el SEU. El hecho era –y Germán lo recordaba muy bien- que Jover había declarado -en falso- que la pistola que le mostraba el fiscal la había tenido en las manos su profesor en más de una ocasión y que había visto paquear con ella a su hijo mayor la noche del 18 de julio. Ello había sido suficiente para enviar a padre e hijo ante el pelotón de ejecución, en la pradera de San Vicente, en octubre del 36. ¡Y menos mal que no se le había ocurrido al perjuro decir que los tiros los había dado también el hermano pequeño! Bien o no tan bien, eso le había conservado la vida durante tantos años o, por mejor decir, durante un día repetido miles de veces. Pero ahora era llegado el momento de romper el círculo.

 

     Amartilló la pistola, pero no llegó a empuñarla. No le parecía digno disparar sin presentarse y exponer sucintamente los motivos. Por otra parte, Luisito estaba por el momento explicando a una clienta las excelencias de un satén estampado de flores. Toda precaución era poca, que tenía muy oxidado el manejo de las armas de fuego. Se hizo a un lado y simuló contemplar con interés los maniquíes del escaparate.

 

-          Perdón, ¿puedo servirle en algo?, preguntó una voz femenina, aún fresca y que a Germán resultó familiar.

 

     Lafuente se giró para darse, de manos a boca, con su pasado. La dependienta que lo interpelaba era, sin duda, Manoli. El mozo del barrio del Carmen había resultado, por tanto, el testigo Jover, que había destrozado la vida de toda su familia. La estupefacta fijeza de su mirada inquietó a su antigua vecinita, que no lo reconoció.

 

-          ¿Desea alguna cosa?, reiteró la señora.

 

     Germán desmontó el arma, sin poner ya mucho cuidado en ocultar la maniobra, se giró y dirigióse lentamente hacia la salida. A medio camino, volvió la cabeza y respondió:

 

-          Regalarte la vida del cabrón de tu marido.

 

     Abrió la puerta y salió.

 

     Unos minutos más tarde, en el segundo piso del hotel Moderno sonó una detonación, que don Miguel, el comandante retirado de la habitación 24, interpretó perfectamente:

 

-          Jenaro, avise inmediatamente a la policía, que ha sido un disparo.

 

     Y así fue como entré yo en la vida de Germán Lafuente. Mejor dicho, en su muerte.

 

***

 

     ¿Y qué diablos tendrá que ver este relato con la película de Garci, o con mi discusión sobre si hay, o no, gente que se esmera en volver a acabar? Yo creo que, para buenos entendedores –como sin duda son ustedes-, no harían falta más palabras. No obstante, no soy hombre reticente y, las pocas veces que cuento uno de mis casos, procuro no dejar nada importante en el tintero. En esta ocasión, el toque final lo puso el doctor Enríquez, médico forense del Juzgado que instruyó las diligencias por la muerte de Germán Lafuente, el panameño. Hablaba conmigo al día siguiente del óbito, que era sábado, si mal no recuerdo. Naturalmente, yo aún estaba in albis de lo sucedido en el cementerio y en los almacenes de los globitos.

 

-          Así pues, doctor, ninguna duda de que se trata de un suicidio.

-          Desde luego, inspector. La cosa no tiene vuelta de hoja.

-          ¿Qué podrá haberle traído desde tan lejos para hacer semejante cosa? Con lo bien que habría podido finar en Panamá o, por lo menos, dejarnos una nota.

-          Eso es cosa suya, inspector. Por si le ayuda, le adelantaré un dato de la autopsia: tenía un cáncer bastante avanzado de estómago, con metástasis en el páncreas. Debía de ser ya muy doloroso, pues los medicamentos que recogieron ustedes en su habitación eran casi todos analgésicos muy fuertes.

-          Vamos, que la cosa tiene tanto de suicidio, como de eutanasia. Pero, ¿a qué ton venir a Castellar a morir desde tan lejos?

-          ¿La querencia, tal vez?, replicó Enríquez con símil taurino.

 

     Pues sí, la querencia, y todo lo demás que se fue sabiendo luego. Un ejemplo perfecto de volver a/para acabar. ¿No lo creen ustedes así?