sábado, 21 de marzo de 2015

EL SUICIDIO POR AMOR(II): EL BIZARRO GENERAL




Suicidio por amor (II): El bizarro general


Por Federico Bello Landrove


     El suicidio de este relato nos lleva de golpe a la alta política y, al propio tiempo, a uno de los más románticos y conocidos suicidios por amor de la Historia. No obstante, con fantasía y escepticismo, la anónima autora del texto, que yo solo transcribo, complicará las cosas y acabará poniendo en duda hasta la causa de tan trágico suceso. Como dejé claro en la Introducción a esta serie de historias, si alguno de mis lectores quiere saber de quiénes pueda tratarse, habrá de trasladar su atención a la séptima entrega de la serie (El desenlace).



1.   Un hombre para todas las estaciones[1]: Valencia


     El caballero, cincuentón, enjuto, rubio encanecido, con barba bien recortada y airoso mostacho, viste sobretodo caqui, bajo el que asoma terno avellana, y se toca con gorra de visera del mismo color. Camina a su lado y del brazo una dama –seguramente la esposa-,  quien apenas puede seguir el ritmo de su marcha, acelerado al acceder al gran vestíbulo y percatarse de la hora en el reloj que lo preside. Tras ellos, sobrepasan el soberbio pórtico de columnas dóricas un fornido treintañero, de parecida indumentaria a la de su precedente, que porta un amplio bolso de viaje de cuero ya ajado, y parece abrir paso e indicar el camino a un mozo, el cual arrastra un carrillo con media docena de maletas variopintas. Apenas faltan diez minutos para la salida del expreso de Madrid –vía Almansa- y la señora jadea:


-          Por favor, Jorge, acorta el paso, que tienes tiempo suficiente.

-          Es que no soy solo yo, querida, sino el equipaje, que no es precisamente ligero. No tenías que haberte empeñado en venir a despedirme.

-          ¡Estaría bueno! Te marchas a Madrid por una larga temporada y me iba a quedar en casa, sin darte un beso en el andén.

-          Mujer, los niños se han quedado llorando... Y lo de los besos, en presencia de mi ayudante...

-          ¡Al cuerno el ayudante! Un general marcha a ocupar un alto cargo en Madrid y no se dignan formar una guardia, ni una comisión para despedirlo.

-          He sido yo, Manoli, el que ha pedido discreción. Ya ves que visto de paisano. Además, supongo que habrá un policía esperando en el vagón.

-          Anda, anda, y no te agobies los primeros días que, si por ti fuera, dabas la vuelta al Ministerio, como a un calcetín... Y escribe a menudo, que te vamos a extrañar muchísimo...


     El caballero, entre hastiado y conmovido, abraza a su mujer, la besa con más pasión de la habitual y salta a la plataforma del coche de primera clase, sin preocuparse por los bultos ni de su acompañante. Éste, por la otra portezuela, resopla arrastrando maletas, cuando una mano vigorosa alza dos de ellas y la voz del cirineo musita:


-          Deje que lo ayude. Soy el inspector de escolta.


     Tres minutos después, el convoy inicia la marcha y la estación se escabulle. En el pasillo del vagón, acodado sobre la ventanilla bajada, el general Pombo pierde de vista a Manoli, entre adioses y humo. Su ilustre presente de segundo de a bordo en la Capitanía General va quedando atrás y el pasado y el futuro se entrecruzan en su mente, exaltada y confusa. Sigamos los pensamientos, que podremos intuir si conocemos su vida anterior, como afortunadamente sucede.


***


-          Esta Manoli, siempre igual: que no me agobie, que no me precipite, que las cosas son como son y no como las quisiéramos… Claro que el Capitán General, más de lo mismo, y no digamos mis compañeros. Tal parece que estemos en el mejor de los mundos y que hubiésemos ganado la guerra. Todo es abstracto: tradición, honor, patriotismo… ¡Monsergas! Hay que asumir nuestro papel y nuestras limitaciones –cierto-, pero también mejorar todo lo que se pueda, sacudir la galvana y los privilegios. Si no, ¿a qué partir para Madrid, dejando mi tierra, a mis hijos, mi cómodo segundo puesto en Capitanía? Ya lo tengo bien pensado: Lo primero, apresurar el pago de subsidios y pensiones de los repatriados. Luego, la Ley de Planta militar. Después, la mejora del armamento y las instalaciones, la puesta al día de las Ordenanzas, el tema de los ascensos y, por último, el servicio militar obligatorio. ¡Ahí es nada! Con que consiga la mitad de la mitad… Y eso que el Ministro parece animado de la mejor intención y es hombre de buen carácter. Todavía recuerdo lo que me dijo hace un mes, al ofrecerme el puesto: No le llamo como al héroe que ensalzaron los periodistas, sino como el general que plantó cara al enemigo con frialdad y buena estrategia. Aquella guerra, no obstante, se perdió. Ganemos ahora las batallas de la paz, para que en  la próxima contienda nos sonría la victoria. Muy bonito me parece, pero hay que intentarlo, ahora que las páginas encomiásticas de los periódicos aún no han amarilleado en las hemerotecas. Como dice mi cuñado, las hazañas pronto se olvidan y más aún, si van unidas a la derrota.


     El general hurga en los bolsillos, hasta dar con la cartera, de la que saca una fotografía de familia. Medita unos momentos y susurra para sí:


-          Mejor será dejarles terminar el curso y luego, ya veremos. Lo mismo me toca irme por donde he venido, dentro de unos meses. Además, Madrid…, la política…, el trabajo hasta las tantas… No creo que Manoli esté hecha para todas esas cosas.


     La herida de la pierna empieza a tirarle, como siempre que permanece en pie largo rato. Vuelve a guardar la cartera e ingresa en el compartimento donde esperan, ya instalados, el policía de escolta y su ayudante, el comandante Penella. Ambos cortan al punto su conversación y adoptan la posición de firmes, cuadrándose en señal de respeto. Pombo sonríe y pregunta:


-          ¿Interrumpo, señores?

-          En absoluto, mi general –responde Penella-. Ya está el equipaje colocado, sin novedad. Por cierto, permita que le presente al inspector de policía Ferrer, que nos escoltará hasta Madrid, por orden del señor Ministro.


***


     Si nuestro general no hubiese pasado más de media hora en el pasillo, a solas con sus pensamientos, el comandante y el inspector no habrían tenido oportunidad de mantener a su propósito la siguiente conversación, que inició el policía:


-          Así que el general Pombo marcha a Madrid, a ocupar un alto cargo. Bien merecido se lo tiene y, si me lo permite, aún diría que ya iba siendo hora, con el coraje y buen hacer que demostró durante la guerra.

-          Seguramente, está usted en lo cierto, pero la verdad es que yo no he coincidido con él hasta su destino en Valencia, después de la contienda. En fin, las cosas militares son así: los políticos, unas veces, nos ignoran y otras, nos reconocen y ensalzan. Hay que estar preparado para todo, con disciplina y discreción.

-          Ya, ya, pero el general…, ¡menudo puesto!: asesor del Ministro y Director General de no sé qué cosas importantes. Será un honor estar a su lado y moverse en tan altas esferas.

-          Cuanto más elevado es el cargo, mayor la responsabilidad y las dificultades. Menos mal que el general es todavía joven, pero le toca separarse de su familia y amistades, y conmigo sucede otro tanto.

-          Bueno, todo será sacrificarse un tiempo. Luego, si les pinta bien, podrán traer a sus familiares a Madrid. Y entretanto, la vida de soltero también tiene sus encantos.

-          Eso va con la forma de ser de cada cual –cortó secamente el comandante-.


     La charla quedó suspendida por el momento, lo que el ayudante aprovechó para colocar minuciosamente los bultos y enfrascarse, aparentemente, en la lectura de Las Provincias. En realidad, dio rienda suelta mentalmente a su causticidad, sin duda provocado por las loas del inspector al general. He aquí su incompasiva crítica:


-          ¡El general Pombo, el gran estratega, el héroe de la barba rubia y el caballo ruano! ¡El valiente que, tomando de un soldado muerto su fusil con la bayoneta calada, atravesó a cinco enemigos, antes de caer herido en una pierna! ¡El alma del baluarte inexpugnable de San Juan! ¡A otro perro con ese hueso! La heroicidad se la inventaron los reporteros, ávidos de ofrecer al público algo parecido a una victoria, aunque solo fuera una resistencia de horas. El tipo no salió de su cómodo puesto de mando, conservando a su lado las tropas, en vez de lanzarlas contra el enemigo en el momento preciso. ¡A la bayoneta calada! Sí, sí, lo que es, si no llega a ser por los cañonazos de la artillería enemiga de largo alcance, ahora tendría la pierna tan aparente como la de una corista. ¡Pero si ordenó construir blocaos y cavar trincheras de tal modo, que era casi imposible disparar contra los asaltantes, colina abajo! ¡Valiente estratega! Eso sí, sonrisas a los periodistas, relamidas alabanzas a los soldados, afectado desprecio de los homenajes que le llovieron… Y no es malo el sujeto, todo hay que decirlo: considerado, de buena voluntad, con ganas de mejorar las cosas. Pero no sabe dónde se mete; en Madrid se lo van a comer crudo. ¡Cuánto mejor estábamos él y yo en Valencia! A él lo ha liado el Ministro con promesas y halagos, pero a mí… Eres oficial de Estado Mayor; has escrito sobre táctica militar; has sido adjunto del Agregado militar en Londres; no me puedes dejar solo ahora. ¡Pamplinas! En cuanto pasen unas semanas, me invento una enfermedad de mi mujer y regreso a Valencia. Que se busque otro ayudante en el Ministerio: Allí todos son unas lumbreras, y ambiciosos hasta decir basta…


-          Parece que tarda el general en entrar en el compartimento –dice el policía, rompiendo el hilo de los pensamientos del comandante-. Estoy por salir a ver…


     Penella levanta los ojos del diario y mira hacia el pasillo, en la dirección por la que ya se acercaba el general, harto –como hemos visto- de permanecer en pie. Responde:


-          No es necesario. Ya viene.


-          ¿Interrumpo, señores?


     Yo diría que no: Ya sabemos cuanto precisamos. Dejemos que el tren siga su perezosa andadura, llevando al glorioso general Pombo camino de la inmortalidad -histórica, naturalmente-.



2.  Un hombre para todas las estaciones: Madrid


-          General, le agradezco en mi nombre y en el de todo el Gobierno su aceptación del mando de la Capitanía General de Galicia. Sabemos el sacrificio que le comporta y, desde este Ministerio, apoyaremos todas sus iniciativas en interés de la Patria y del Ejército.

-          ¿Sacrificio, señor Ministro? Yo no calificaría de tal el ascenso a Teniente General y el poder salir del avispero –y perdone vuecencia- en que se ha convertido para mí esta casa y la capital de España, en su conjunto.

-          Otra cosa –prosiguió el ministro, eludiendo el anterior comentario-: procure abandonar Madrid sin avisar y de incógnito. Tenemos noticias de que se prepara una manifestación en la estación del Norte. Incluso, la Asociación de Madres de los Repatriados tiene decidido que varias de sus integrantes se tumben sobre las vías, para que no salga el tren que haya de llevarle fuera de la Capital.

-          ¡Cuánta abnegación mal empleada! Si se hubiesen tendido en la Carrera de San Jerónimo, o en la Plaza de Oriente, hace unos meses, habrían sido de mucha mayor utilidad para mí … y con menos riesgo de su parte.

-          Lo dudo –suspiró el ministro-. Lo que no se consiguió con los votos, las manifestaciones y la prensa, no lo habrían podido lograr esas pobre mujeres exaltadas.

-          Favor por favor, señor Ministro –dijo el general, bajando la voz-. Es mi intención elegir libremente quien haya de… acompañarme en La Coruña y no quiero que ello sea motivo de corrección o de censura pues, si ha de traernos sinsabores, desde este momento yo renuncio.

-          De acuerdo, de acuerdo. Se respetará plenamente su vida privada pero, por favor, actúe usted con prudencia. Con su edad y con su grado, hay cosas que la gente no comprendería.

-          Soy el primer interesado en evitar situaciones embarazosas a ciertas personas. Me lo imponen el afecto y el honor.

-          En ese caso, general Pombo, no me queda sino desearle suerte en su nuevo cargo.

-          Deseo que hago recíproco. Nadie conoce como yo la carga de ser Ministro de la Guerra en estos tiempos.


***


     Decía bien el general en eso de conocer el Ministerio. Desde que lo dejamos en el tren de Valencia a Madrid, hace tres años, la vida de Pombo ha sido como un rayo, o un viento huracanado, en la política mortecina de su País. Inicialmente apoyado por los políticos en el poder, ávidos de sacudirse el sambenito de ineficaces y derrotistas, casi todas las iniciativas que proponía fueron defendidas por el Ministro, con mayor o menor entusiasmo: Se agilizó el pago de pagas atrasadas y de pensiones a los soldados o sus familiares; mejorose la dotación de hospitales y lazaretos militares; se redujo la duración del servicio militar activo, activando en cambio la instrucción y el manejo de armas; la dotación de estas fue notablemente mejorada, como también el rancho y los acuartelamientos; la tropa vio dulcificado el régimen disciplinario y aumentados los permisos. Como Pombo argumentaba al Ministro, todo esto el pueblo lo aplaudirá con justicia y el Ministro de Hacienda podrá proveerlo con lo que ahorramos, al reducir efectivos y no tener que hacer frente a la guerra. Aunque no fuera inicialmente egoísta ni ambicioso, nuestro general no eludía lo que llamaba estar en primera línea. Quiere decirse: visitas a cuarteles y hospitales militares de todo el país, reuniones en las maniobras y los cuartos de banderas, discursos y conferencias, entrevistas y notas de prensa… Era, en términos físicos, la rama ascendente de la parábola, cuya aceleración inicial apenas era contrarrestada por la incipiente resistencia de envidiosos y criticastros.


-          Suave, suave –aconsejaba el ministro de entonces-. Apenas tengo tiempo de firmar las Órdenes que me propone. ¿No ve que estoy ya viejo para estas galopadas?

-          Señor Ministro, tiene razón pero, si no aprovechamos el momento, ¡quién sabe cuándo volverá a presentarse otra oportunidad!

-          En fin –concluía el anciano prócer, no muy convencido-, mientras nos apoye el Presidente del Gobierno y el valedor de usted, que controla a nuestros diputados en la Cámara…


     Notarán que es tiempo de presentarles al Valedor, don Jorge Clemencio, apodado el Tigre, cuyo carácter era lo menos acomodado a su apellido. Por una de esas casualidades que, de no ser rigurosamente ciertas, se dirían fruto de la imaginación literaria, Clemencio había sido condiscípulo escolar de Pombo a quien –un poco militar frustrado- profesaba inconfesa admiración. El Valedor contribuyó decisivamente al ascenso político de su tocayo, hasta el punto de catapultarlo al Ministerio, cuando se produjo la siguiente reorganización del Gabinete. Pombo, dudando aceptar, objetó:


-          Jorge, yo no soy orador, ni tengo talento político. ¿No sería mejor seguirse apoyando en el ministro actual?

-          ¿En el carcamal de Luis? ¡Valiente tientaparedes! Tienes que dar el paso al frente. ¡Ahora mismo, o te vuelves para Valencia con tu mujer, a pescar anguilas en la Albufera!


      La alternativa no dejaba de tener su encanto, salvo en lo referente a tu mujer. Fuerza es que retrocedamos de nuevo en el hilo de la pequeña Historia, para presentar a Margarita Cruzado, que soportaba en sociedad el remoquete de la Condesita de Buena Mano.




***


     La bella Margot –como otros la denominaban- era en aquellos tiempos una espléndida mujer de poco más de treinta años, con un rostro dulce y no muy expresivo, para tratarse de una actriz; de estatura poco menos que mediana y algo metidita en carnes de una sorprendente blancura, que contrastaba con el negro de sus ojos y cabellos. Hija de un magistrado andaluz, tenía una esmerada educación y una cultura notable, no obstante lo cual y la oposición familiar, había decidido seguir su vocación teatral, por más asendereada que esta fuese. Su belleza, talento y delicada voz le habían permitido alcanzar, aún muy joven, un puesto destacado de segunda dama en compañías de postín. Ello fue antes de que conociese al general, conde de Buena Mano, edecán y subjefe del Cuarto Militar de Su Majestad, riquísimo y experimentado viudo, con tantos espolones cuantas patas de gallo. Nadie sabe las artes de las que se valió el buen señor para engatusar y llevar al huerto a la aclamada actriz: los más, se inclinan por regalos e influencias; los menos apuntan vanas promesas matrimoniales o delirios de grandeza. De cualquier forma, no seamos mal pensados: Cuando Margarita fue contratada por Guerrero para la temporada inaugural del Teatro Español, por él reconstruido con mimo, el romance de la actriz y el general ya era agua pasada…, menos para los maldicientes de los mentideros.


     ¿Cómo se conocieron Jorge y Margot? Lo único que sé de cierto es que no fue en el teatro. En aquellos días, el general no estaba para muchas diversiones, ni la actriz se prodigaba en los escenarios, a raíz de ciertos desarreglos de salud, que habían dado al traste con la impostación de su voz. Mas, dondequiera que fuese, ambos congeniaron al instante, no solo por sus respectivas prendas, sino por un imponderable: El hermano menor de ella había servido en las colonias a las órdenes de Pombo y, de regreso a la metrópoli, había transmitido a toda su familia la admiración que sentía por el general. Por si fuese poco, la bella actriz estaba al corriente de la cruzada que desde el Ministerio llevaba el general en pro de los militares más necesitados. Ello fue suficiente, de entrada, para que Margarita le abriese su corazón. En cuanto a él…, yo creo que basta con contemplar algún retrato de la dama en aquella época. Por lo demás, ¡Manoli estaba tan lejos!


     La relación duraba ya dos años, cuando a Jorge le fue ordenado cambiar de aires. A juzgar por la admonición del Ministro, era generalmente conocida y oficialmente reprobada. A falta de divorcio, el general había promovido judicialmente la separación de su mujer, en un pleito conflictivo, que todavía coleaba en el momento de subir al tren –de tapadillo, como sabemos-, camino de La Coruña. Margarita, entregada y cada día más débil, dependía en todo de su amante, y este… Creo que nadie mejor que El Tigre había resumido la influencia de Margot sobre el bizarro general:


-          Estoy seguro de que, para no perderla nunca de vista, Jorgito lleva un retrato de su amante prendido de la camiseta.


     Por lo que luego se comprobó, o Clemencio tenía una intimidad muy particular con su condiscípulo, o poseía increíbles dotes adivinatorias.


***


     De todas formas, no fue el amancebamiento la causa de la desgracia política de Pombo, sino su decidido abordaje de la segunda fase de la reforma militar. ¡Ahí es nada!, mandar la mitad del generalato al retiro, implantar el servicio militar obligatorio o meter mano en las sacrosantas Ordenanzas Militares de Carlos III. El cascado Presidente Silva lo llamó al orden en varias ocasiones pero nada, Pombo era tan terco e iluminado como un profeta del Antiguo Testamento. Con el apoyo del Tigre y demás fieras de la bancada republicana y progresista, los ambiciosos proyectos de ley accedieron al Parlamento y allí fue Troya. Era cosa sabida. Pero lo que más abatió al Ministro fue la feroz acometida de sus compañeros de armas, encabezados -¡oh casualidad!- por el Conde de Buena Mano y el funesto Capitán General Keller, cuyas diferencias con Pombo en la guerra colonial habían sido estridentes. Parece ser que fue este último quien, con voz de su tierra andaluza, tildó a nuestro general de Garabito, para afearle su baja extracción social y el buen trato al enemigo. Las discordias tuvieron eco en Palacio, donde poca duda podía caber sobre la predilección por los Condes y Espadones de prosapia, frente a un Garabito. Los Partidos del turno se pusieron de acuerdo en devolver la reforma militar al Gobierno para su mejor estudio y valoración y, en cuanto al resto, se infiere de la conversación entre Pombo y el Ministro que lo sucedió: dimisión irrevocable del primero, seguida de su ascenso para acallar las muchas voces populares que lo apoyaban, en la prensa y en la calle, con términos tan apasionados y violentos como los de sus antagonistas.


     Así pues, una vez más hemos de hallar al general Pombo en una estación, también en atuendo de paisano, pero con algunos bultos y escoltas más, y unos mostachos de menos –hubo de pasar por el barbero para alterar su conocida apariencia-. Tan pronto se aposenta en el compartimento, ordena a uno de sus ayudantes:


-          Capitán, vaya a ver si ya se ha acomodado la Señora.


     El interpelado recorre el coche hasta el penúltimo departamento. En efecto, allí está la Señora, acompañada de su fiel criada Amalia y de un policía de servicio. Regresa para dar la novedad a su superior. Este respira aliviado: El melón del comisario de Policía se había empeñado en que llegaran a la estación separadamente, por razones de seguridad. Suena el pito del jefe de estación y le contesta, atronador, el de la locomotora. Silba el vapor y gruñen las bielas. El tren inicia perezoso la marcha. Tan pronto queda atrás el andén, el general insiste:


-          Capitán, acompañe a la Señora hasta mi compartimento.


     El oficial sale rezongando:


-          ¡Qué mundo este! Los tenientes generales tienen que esconderse y los capitanes, hacer de celestinas.





3.  Un hombre para todas las estaciones: París


     ¡Las vueltas que da el mundo! Lo que Pombo nunca se habría atrevido a hacer en Madrid estuvo a punto de asumirlo en La Coruña o, como decía el tragasantos del coronel Malvido, in partibus infidelibus. Pero vayamos por orden.


     Los primeros meses de estancia en Galicia fueron deliciosos. Contra todo compromiso, el general había aposentado a su sobrina Margot en las palaciegas dependencias de Capitanía, entre la indiferencia, o la tolerancia, de una ciudad no bien informada del pasado de la Condesita. La salud de esta había experimentado una notable mejoría, gracias a los baños de asiento en Riazor y los largos periplos por los mil y un balnearios de la región. Ello permitía al general visitar todas las guarniciones a su mando, corrigiendo deficiencias, proveyendo a las necesidades más perentorias y derrochando simpatía y familiaridad por doquier. El bizarro general Pombo, a lomos de su caballo Tizón fue una estampa popular, aparecida en la famosa revista La Ilustración Nacional.


     Mientras la felicidad envolvía a la pareja en tierras gallegas, en Madrid se descubría un escándalo, que estuvo a punto de dar al traste con la precaria y mortecina normalidad de la vida política. Se constató que un yerno del Presidente del Gobierno había estado haciendo tráfico durante años con las condecoraciones militares pensionadas. La indignación fue mayúscula en el Ejército, y disidentes y descontentos de los Partidos turnantes –un diario deslizó la intencionada errata tunantes- se pusieron de acuerdo con los republicanos para promover un golpe de Estado. El Tigre, a la cabeza de los levantiscos, rugió una vez más y trató de ganar a Pombo para su causa:


     No necesito encarecer la injusticia y venalidad de estos profesionales del desgobierno, que has sufrido en tus carnes tantas veces, ni apelar a la imperiosa necesidad de reformar toda la vida pública de la Nación, pues me llegan sobradas muestras de que ya lo has emprendido en la Capitanía de Galicia. Basta con que te diga que eres el militar más prestigioso y popular de España y que contamos contigo para la jornada que se avecina. Tan pronto te haga llegar el telegrama cifrado con la fecha acordada, declara la ley marcial en tu Región, deja al frente de ella a un general de tu confianza y ven al punto para Madrid, a hacerte cargo de los Ministerios de Guerra y Marina en el Gobierno provisional. El movimiento es masivo y entusiasta, por lo que no dudamos de su triunfo. El propio Rey está al corriente y, de manera discreta, ha manifestado que no pondrá traba ninguna, siempre que el Ejército garantice el orden y la unidad. ¡Ahora o nunca, querido Jorge! La hora de la regeneración nacional ha llegado.


     Pombo vaciló durante un par de semanas. Una cosa era mejorar el rancho de los soldados y pasearse a caballo por los Cantones, descubriéndose ante los aplausos, y otra jugarse el todo por el todo, comprometiendo a sus compañeros, y correr el riesgo de una contienda civil. Además, Margarita estaba ultimamente más decaída y su tos era ya frecuente y agobiadora. A fin de cuentas, parece que fue ella quien lo impulsó, sin pretenderlo, a sumarse a la rebelión:


-          Querido, dice el doctor Linares que en Bélgica están aplicando un novísimo tratamiento de mi enfermedad. Debería partir para allá, abandonando esta ciudad tal húmeda e insana.


    Desolado, Pombo hubo de convenir en el viaje, prometiendo visitarla tanto como pudiese. Fueron a postrarse juntos ante el Apóstol en Compostela para impetrar la gracia de la salud. Al salir de la Catedral, se les acercaron a pedir limosna dos individuos mutilados, demacrados y barbudos, vestidos con harapientos uniformes de rayadillo. Margot abrió el bolso y puso en sus manos todo el dinero que llevaba. Su amante sintió entonces la voz de la conciencia:


-          ¿Y tú? ¿No vas a dar por estos abandonados cuanto tienes? Ella se va, liberándote de cualquier consideración de altruista prudencia. Ahora te quedarás a solas con el deber y con tu honor.


     Dos días después, El Tigre recibió un telegrama de La Coruña. Decía así: Acepto e inicio preparativos. Jorge.


***


     Con la bisoñez propia de su corta talla de conspirador y la desgana de quien veía languidecer y alejarse al amor de su vida, Pombo inició, no obstante, los preparativos comprometidos. Afortunadamente, los generales y jefes consultados respondieron a una y con entusiasmo a la idea del pronunciamiento. La Guardia Civil, muy considerada por el General durante su etapa en el Ministerio, se puso incondicionalmente a sus órdenes. Las Autoridades civiles y la Policía parecían ignorantes o miraban para otro lado. De otras Capitanías llegaban rumores de parecida situación de unánime complicidad.


     Comoquiera que la alarma de El Tigre se demorase y fuera ya inminente la partida de Margot hacia Bruselas, los dos enamorados decidieron trasladarse al balneario de Brión a pasar su último fin de semana juntos. Una decisión equivocada, sin duda, pues el viaje en coche de caballos no era corto y la carretera, sinuosa y bacheada. No es de extrañar que la enferma llegase derrengada y, tan pronto se acostó en la habitación, le sobrevino una hemoptisis.


     A eso de la medianoche, el galope de unos caballos despertó a Pombo, que se había quedado traspuesto junto a Margot, atendida a la sazón por una enfermera de la estación termal. Unos discretos golpes a la puerta hicieron salir al general, para darse de  manos a boca con uno de sus ayudantes y otro oficial, de guardia en Capitanía. Le tendieron un despacho urgente, cuyo contenido intuyó el destinatario antes de abrirlo. En efecto, era la orden en clave de la sublevación: Calen bayonetas, Clemencio. Genio y figura…


     Los minutos siguientes fueron un infierno para nuestro general. El estado de Margarita hacía inviable un inmediato regreso ni le permitía moralmente dejarla sin su apoyo y compañía. Lanzar a sus partidarios a la calle, sin dirigir él la operación, le parecía peligroso, a más de contrario al honor militar. Finalmente adoptó la decisión que hubo de considerar más equilibrada. Tomó recado de escribir y garabateó para el Gobernador militar de La Coruña el siguiente mensaje:


     Mantenga a las tropas en estado de alerta, hasta mi regreso o nueva orden. No abandonen los acuartelamientos ni hagan fuego, de no ser expresamente provocados, Pombo.


     Los mensajeros hicieron el camino de vuelta a galope tendido, por orden del General. Dicen que, cuando los conjurados coruñeses leyeron la esquela de su Capitán General, se sintieron profundamente frustrados. Uno de ellos gruñó:


-          Señores, son las tres de la mañana. Hace, pues, tres horas que nuestra sublevación ha empezado a fracasar.


     Todos participaban de ese parecer pero, no obstante, se atuvieron a las órdenes recibidas. De madrugada, se recibió en Capitanía una de las primeras llamadas telefónicas de su historia. El comunicante, desde Madrid, rugía:


-          ¡Pero cómo que están acuarteladas todavía las tropas! ¿Y el general Pombo? ¿Ha cogido ya el tren para Madrid?

-          Pues no, está en el balneario de Brión, junto a Santiago. Suponemos que no tardará en llegar.

-          ¡Maldita sea mi estampa! Dígale de mi parte que así se ahogue tomando las aguas.

-          ¿De parte de quién, decía usted?


     El Tigre soltó un exabrupto y colgó con rudeza el auricular. Luego, dirigiéndose a los circunstantes, con un gesto sardónico:


-          Señores –dijo-, el golpe de Estado ha fallecido de hidropatía.

-          ¿Hemos sido derrotados?

-          Quia. Simplemente, hemos estado de maniobras.


***

     
    

     Hallamos, una vez más, al general Pombo en una estación, esta vez, de París; tal vez, en la de Austerlitz. ¿Qué ha sucedido para que, quien no se personó en la del Norte madrileña –donde tan anhelosamente lo aguardaron-, esté esperando el expreso de Bruselas allende nuestras fronteras? Tomemos el hilo del relato donde lo dejamos, un par de meses atrás.


     Margot no estuvo para viajar en tres días, durante los cuales Jorge no se apartó de su lado, negándose a recibir visitas y no abriendo los telegramas que le llegaban. Podemos imaginar la agonía que libraban en su ánimo los compromisos políticos y los deberes sentimentales. Se dice que, en la mañana del segundo día, envió un despacho al Gobernador Militar coruñés, del siguiente o parecido tenor: Actúen ustedes como les dicten el buen sentido y el honor. Yo refrendaré y me haré responsable de cuanto decidan hacer u omitir. Como es natural, entre la orfandad en que el General los dejaba y las noticias confusas del resto del país, los conspiradores decidieron omitir y, de modo informal, relajaron el acuartelamiento de las tropas y dieron contraorden a los jefes y oficiales conjurados.


     Al fin, el General se reincorporó a su puesto, Margarita partió hacia el Brabante y España siguió con la modorra y el Gobierno de costumbre. Pombo estaba cada día más decaído, y no solo por la ausencia y dolencia de su amada, sino por el desprestigio en que había incurrido, rayano en el deshonor. Pocos de los suyos, en Galicia y –no digamos- en Madrid entendían su apartamiento como otra cosa que una defección, fruto de la flojedad o la cobardía. Abandonó los viajes y su airoso caballo de capa negra, y se recluyó en Capitanía, entregado exclusivamente a las tareas más burocráticas. Su antesala ya no hervía de compañeros y en el correo abundaban las cartas y anónimos reprensivos o burlones. El tratamiento de Margot y el pleito de Valencia sangraban sus ya menguados ahorros, y varias veces hubo de contenerse para que un desaire ostensible o alguna ironía sangrienta no acabasen en duelo. Todo lo sufría con resignación por ella y contaba los días hasta el permiso que lo habilitaría para salir al extranjero, a verla y pasar un par de semanas a su lado.


     Pero la licencia no llegaba. Lo que sí lo hizo fue una breve carta de El Tigre, remitida a través de un propio. Decía así:


     Por nuestra vieja amistad, que no por tu conducta en los últimos tiempos, me cumple informarte de que el Gobierno ha tenido conocimiento de tu conato de levantamiento y el Ministro ha ordenado al Consejo Supremo de Guerra y Marina incoar causa criminal contra ti, por tentativa de rebelión. Mi recomendación es que te marches de España por un tiempo. De esa forma, no creo que se atrevan a dar publicidad a sus designios, ni mandar requisitorias para tu busca y captura. Es lo mejor para tu honor e integridad personal, pues ya sabes que las sentencias del susodicho Consejo no destacan, precisamente, por su justicia ni independencia de criterio. Atentamente, J.


     Post data: Por favor, quema inmediatamente esta carta.


     Pombo dedujo acertadamente de la misiva que iba a ser el cabeza de turco de la nonata sublevación y que –de no aceptar el consejo- sus amigos lo iban a dejar en la estacada. De modo que, so pretexto de una audiencia con el Ministro, empaquetó todas sus cosas, liquidó sus cuentas, vendió en oculto sus más valiosas posesiones personales y tomó el expreso nocturno a la Capital. Al llegar a Venta de Baños, transbordó al tren de Hendaya y despidió a sus ayudantes:


-          Señores, en nombre de la disciplina y del respeto que me deben, les doy una última orden: Regresen a La Coruña y, solo una vez allí, pongan mi marcha en conocimiento del general Taboada.


     Pues bien, hemos cerrado el círculo. Nuestro general ha llegado a París, solo y más ligero de equipaje que en estaciones precedentes, según vimos. Su estado anímico es angustioso. ¿Razón? En el bolsillo interior de su chaqueta porta un telegrama de anteayer, remitido por el sanatorio en que se halla Margot. Lo ha recibido el día antes de su partida de La Coruña, y dice así: Grave empeoramiento señora Cruzado. Aconsejable su presencia mayor brevedad. Doctor Delorme.



4.  Estación Terminus

     La gravedad de Margot era irreversible. La presencia de su amado apenas sirvió para mejorar su estado de ánimo. Parecía resignada con sus sufrimientos y preparada a su último viaje. Tan solo le suplicó:


-          Aquí me ahogo y ya nada me pueden hacer. Por favor, Jorge, sácame del sanatorio y llévame al campo.


     Ante la pertinente consulta, el doctor Delorme aconsejó:


-          No tengo nada que objetar al deseo de la enferma. Ahora bien, lo procedente es que no se alejen mucho del Hospital, para que podamos tratar a tiempo las peores crisis de la enfermedad.


     Pombo –nunca más consintió que lo llamasen general- pagó la elevada cuenta y alquiló seguidamente un pequeño palacete en el encantador pueblecito de Ixelles, en los linderos del bosque de La Cambre, a corta distancia de uno de las pintorescas lagunas y a un kilómetro de la Abadía. Allí pasó la pareja sus últimos tres meses, sin otra compañía que la de una enfermera, recomendada por el Doctor, y una criada mediocre de la localidad, único servicio que pudieron encontrar, por el visceral miedo a un contagio. Un médico ayudante, el doctor de Bruin, era la única visita asidua, pues los frecuentaba una vez por semana, aportando cuidados y recetas.


     No soy buena para conmover las emociones de quienes me escuchan, ni tengo de los últimos días de Margot y de los de duelo que siguieron, más que referencias inconcretas y dispares. Es seguro que ella murió a mediados de julio, siendo enterrada en el cementerio de la localidad. También doy por cierto que Jorge quedó sumido en una depresión sin esperanza –tal vez, la neuropatía a que alude el señor Durkheim en este libro-, hasta el punto de no salir de la casa sino para llevar diariamente flores a la tumba de su amada. Consta que escribió varias cartas a diversos destinatarios –incluida su esposa Manoli-, cuyo texto o sentido presagiaba la decisión de suicidarse en breve. En todo caso, pagó antes sus deudas y escribió la conocida frase que había de servirle de epitafio [2]. Para el resto,  dejo el uso de la pluma al cronista de El País:


     Bruselas, 1 de octubre de 1891.


        En el día de ayer, se produjo un hecho trágico en el cementerio del pueblo de Ixelles, muy próximo a esta capital. El famoso Teniente General, don Jorge Pombo, héroe de la guerra colonial, antiguo Ministro de la Guerra y Capitán General de Galicia hasta hace unos meses, se quitó la vida con su revólver reglamentario, ante la tumba de su amada, la señorita Margarita Cruzado, que fuera distinguida actriz de la compañía del Teatro Español y de otros elencos. Al parecer, el General Pombo había quedado muy afectado por la muerte, el pasado mes de julio, de la señorita Cruzado, a la edad de 35 años, víctima de la tisis. Todo hace pensar que el finado actuase a impulsos de una depresión, de manera fulminante, sin que las personas presentes en el camposanto pudieran hacer nada para evitarlo.


     Al día siguiente, el mismo diario recogía, entre otras referencias, que:


     La muerte del General Pombo ha sido unánimemente sentida. El Ministro de la Guerra ha enviado un telegrama de pésame a su viuda... El Vicepresidente del Congreso de los Diputados, don Jorge Clemencio, amigo personal del difunto, ha recordado los muchos y destacados servicios que la Patria debe a tan ilustre hijo, que ha muerto a los 54 años, cuando aún eran de esperar grandes cosas de él. El Capitán General Weyler...


     En fin, por una vez, parecería que El Tigre no había rugido. Nada más lejos de la verdad. Su juicio sobre Pombo, que ha pasado indeleble a la posteridad, fue el siguiente: Ha muerto, como murió: como un tenientillo, como un  héroe de café cantante.


***


     En resumen, ¿qué provocó el suicidio del general Pombo: el fracaso, el amor, la pobreza, el destierro..., o todas esas cosas juntas? No sé por qué, cuando me hallo buscando la respuesta, oigo en mi mente el sabio consejo de mi madre:


-          Hija, lejos de nosotras la funesta manía de pensar.


    



    


    

    




    




    




[1]  Me atrevo a tomar prestado, haciendo un juego de palabras, el hermoso título de la obra de Robert Bolt, A man for all seasons (guión para la radio en 1954 y obra teatral estrenada en 1960). En España se hizo famosa cuando sirvió de argumento a la película Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966), premiada con 6 Óscar, entre ellos, el de mejor película en lengua inglesa.
[2]  Nota del transcriptor.- De ser ciertas mis sospechas sobre la identidad real del general Pombo y de Margot, aquel ordenó grabar en vida sobre la lápida de su amada las palabras À bientôt (Hasta pronto, en español). El epitafio que Pombo dejó escrito para la que ya sería común sepultura de Margot y suya, fue: Ai-je bien pu vivre deux mois et demi sans toi!, que me atrevo a traducir, con cierta libertad, así: ¡Cómo he podido vivir dos meses y medio sin ti! Ambos textos pueden leerse todavía con claridad en la tumba de los dos amantes, en el cementerio de Ixelles, junto a Bruselas.