viernes, 24 de abril de 2015

EL SUCIDIO POR AMOR (V): LA OBLACIÓN


EL SUICIDIO POR AMOR (V)

La oblación


Por Federico Bello Landrove




     No es la primera vez que cometo el sacrilegio de continuar a mi modo un relato clásico. En esta oportunidad le ha tocado a una novela de autor regeneracionista, cuyo nombre velaré hasta el último cuento de esta serie. Su protagonista, Manuel Rojo, al concluir su peripecia novelada en España, se embarcará para Cuba, allá por 1897, y vivirá y morirá la guerra de independencia de aquella isla. ¿Qué tiene ello que ver con el suicidio por amor? Obtendrán la respuesta si leen lo que sigue.





1.  La partida


     El viajero se apea del mixto, presto a pasar parte de la noche en Medina, en la sala de espera de la estación. El viaje desde Toro ha sido relativamente rápido pero, cuando tomó allí el tren, iba ya empapado. La lluvia torrencial le había calado hasta los huesos mientras recorría a pie el enfangado camino entre Valdecastro y Valcorba, a la luz de los relámpagos o del velado sol del amanecer. Friolento y agotado, subió a la diligencia y, al poco, tomaba aliento en una taberna toresana, apenas un par de horas, como quien huye de su pasado deseando no ser reconocido. La ropa de repuesto, húmeda y fría, se templa en la cocina al amor del hogar, sin sacarla del ajado petate de hule, único bulto del modesto equipaje del viajero.


-          ¡Vaya tormenta! -comenta el hostelero-. Primero, la sequía; ahora, se anegan los campos y ¡adiós, cosecha!


     Manuel asiente y sigue despachando con avidez la escudilla de sopa de ajo, roja y caliente. Da el último tiento al jarro de buen vino de la tierra y rebusca con parsimonia las perras y reales que hacen la cuenta exacta de lo que debe. No es cosa de andarse con propinas, que la bolsa es corta y el viaje largo.  El posadero, mientras recuenta, inquiere:


-          ¿Va a seguir camino? Mire que el cielo continúa encapotado.

-          Tengo prisa –contesta, cogiendo la bolsa de viaje-. Además, no voy lejos.


     Desentumece las piernas con las primeras zancadas. Toma como reloj magistral el de la Puerta del Mercado para ajustar el de bolsillo que le regaló su esposa, por los diez años de casados. Murmura: tengo el tiempo justo para coger el tren de las tres. Aviva el andar y siente cómo cada paso que lo aleja de su casa da tibieza a sus miembros y sosiego al pensamiento. El sol surge bruscamente de entre los nubarrones y pronto la ropa exhala un vaho áspero y caliente. Saca el billete para Medina, sube de un salto al convoy y se arrellana en el vagón de pasajeros más a mano. Primera estación –musita- y le viene a la mente el vía crucis a La Anunciada, por el que tanta devoción sentía su difunta esposa.


***


    La noche se promete larga y tampoco es cosa de abandonar el plácido anonimato de la estación para perderse en los vericuetos de una ciudad mal conocida. Se trata de repartir bien el tiempo y procurar no dormirse, que el expreso pasa a las tres de la madrugada. Lo primero, comprar el billete hasta Oporto. Documentos y dinero en mano, se acerca a la taquilla y encarga uno de tercera. El guardia civil hojea su pasaporte y, por decir algo, le pregunta:


-          ¿Cuál es el motivo del viaje?

-          Voy a Oporto para ver a mi padre. Está ya muy mayor.

-          Tome y téngalo a mano al pasar la frontera.


     Manuel se aleja lentamente y pasea arriba y abajo el andén, hasta entrever en lontananza la pálida mole del castillo de La Mota.


-          Ver a mi padre… Como si fuera tan sencillo. A estas alturas andará por los setenta años y no he tenido noticias de él desde que partió, a poco de mi boda. Y, si vive, a saber por dónde andará. Él siempre hablaba de los desiertos de Argentina, ilusionado por las cartas que le mandaba su amigo Severo desde Buenos Aires. Pero tengo para mí que, al final, habrá acabado en cualquier parte donde lo hayan aceptado para aplicar sus recetas filantrópicas.


     En el fondo –tenía que reconocerlo- su padre habría sido todo lo avanzado y generoso que se quisiera pero, si se había desterrado a América, había sido por el fracaso total y absoluto de su vida. Fracaso político, al haber puesto su educación y su energía al servicio de un caciquismo republicano que, en el fondo, no tenía otra diferencia con el de los gerifaltes conservadores o liberales, que el de no poder ganar las elecciones amañadas. Fracaso en lo económico, al malvender sus tierras y entramparse con usureros y casas de préstamos, para mantener sus ambiciones políticas y blasonar de abogado y amigo de Ruiz Zorrilla. Y, sobre todo, fracaso familiar cuando él, Manuel Rojo, le había fallado, abandonando sucesivamente los estudios militares y médicos para destripar terrones en Valdecastro y casarse con una desvaída señorita de pueblo, beatona e integrista. Era él, hijo único y huérfano de madre, quien, con su matrimonio, había impulsado a su padre al destierro; el mismo trayecto que ahora le tocaba recorrer. No era extraño, pues, que, si sus caminos confluían, sintiera el anhelo de abrazarlo en un mismo destino.


     De este juego de símiles absurdos lo sacó oportunamente una comezón del estómago. Apartó una peseta por todo capital para mitigarla y se encaminó a la cantina. Optó por un buen plato de potaje, regado con un porrón de tintorro. Cenó con despacio, fijando una y otra vez la mirada en una señora de su edad, enlutada y con dos niños, que compartía mantel con un orondo caballero, dos mesas más allá. Acababa de salir de su pueblo y ya volvía a ver en otras mujeres y por todas partes los rasgos entrañables de su Maruja, una alucinación hecha de esperanza y de costumbre. Demos tiempo al tiempo -se dijo-; esto tiene que pasar.



***


     La hora, el cansancio y lo de tierra de Medina hacen su efecto, aunque él no quiera ceder. Se acurruca en un banco de la sala, casi desierta, reclinando la cabeza sobre el petate. Su sueño entrecortado se puebla de mambises cargando al machete en la manigua y de enlevitados políticos que claman por una victoria imposible. Soldados de rayadillo, jipijapa y alpargatas desfilan al son de la marcha de Cádiz y un patilludo Weyler pasea a caballo, tachonado de condecoraciones[1].


     Los viajeros entran y salen al ritmo de la llegada de los trenes nocturnos. La señora que le recordaba a su esposa está ahora sentada junto a la salida de andenes, tratando de leer un libro, pese a la pobre luz de gas y las constantes interrupciones de los niños, mientras su esposo descabeza un sueño. ¿Qué obra será? Lo último que leyó mi pobre Maruja fue un folletín de Fernández y González, dice para sí. Consulta el reloj y aprecia que falta apenas una hora para que llegue su expreso. Se encamina lentamente hacia los lavabos para chapuzarse y, de regreso, hace por pasar cerca de la dama y columbrar el título del libro, ahora cerrado sobre su regazo. Tierra de dolor, acierta a leer. Por un momento, su mirada se cruza con la de la señora y se imagina diciéndole: Si yo te contara de esa Tierra...


-          No, no me la recuerdan sus ojos –piensa-; es la voz cantarina con que reprende a los niños, la sonrisa amplia y blanca que responde a sus disculpas. Seguro que lleva luto pero ¿por quién? El marido es bastante mayor que ella y tiene pinta de propietario. ¿No lo habré visto en Mauda? Parece que me suena su cara. ¡Qué suerte tienen algunos! Mujer, hijos, patrimonio... Ya puede dormir tranquilo, ya, que esa hermosa velará su descanso. ¿Irán también a Portugal? Tendría gracia que coincidiésemos en el mismo vagón. ¡Pero qué digo! Ellos viajarán en primera.


     Llega un tren y el jefe de estación da la voz y tañe repetidamente la campana. Es el expreso de Galicia. La dama de luto y el resto de la familia salen presurosos; tanto, que olvidan el libro en el banco. Manuel se percata, lo coge y se asoma al andén para dar aviso. Demasiado tarde: todos los viajeros ya están montados. Se encoge de hombros y retorna junto a su bolso de viaje, en el que sepulta el tomo como avergonzado, sin apenas mirarlo. No obstante, la Tierra de dolor exhala para él un suave aroma a agua de rosas, que queda prendido de sus dedos. Piensa: Esta Tierra de dolor es más amable que la mía, pero tan fugaz e ingrata como ella.


***


     Su expreso viene con retraso, lo suficiente para hojear el libro indebidamente apropiado. La sorpresa es mayúscula. Un tal Ricardo Morillas ha novelado, punto por punto, la vida y milagros de su padre, Ildefonso Rojo, desde lo remoto de sus tiempos, hasta su postrera partida de Valdecastro a uña de caballo. Allí están retratados todos: su padre y él mismo; el indiano Garzón y su suegra Presenta –que el demonio la lleve-; el canalla de Urrea y su amada esposa difunta, Maruja; fray Carlos y toda la patulea de politicastros locales. ¿Cómo rayos…? Morillas, Morillas… Tiene que tratarse de alguien del Ateneo Mercantil o del Partido Republicano, que haya conocido a su padre en Valladolid, o a él mismo cuando anduvo por esa capital tratando de fundar la Caja de Ahorros para agricultores. Alguno de la cuerda de Muro, de Taladriz, de Tejedor. ¡Pero qué desfachatez, sacar su vida a la luz, sin pedirle permiso, ni avisarle siquiera! Y ha sido publicado en este mismo año de 1897: ¡Bueno ha estado él hasta ahora para andar leyendo novelas!


     Sigue dándole vueltas al famoso apellido del autor, tratando de ponerle cara. ¡Cómo se habrá permitido tamaña libertad! Libertad… ¡claro! Es el director del periódico La Libertad, que había llegado de profesor al Instituto a poco de concluir él su bachiller. Enrojece solo de pensar que esa Tierra de dolor se venda bien y el tal Morillas Picatoste tenga la ocurrencia de sacar una segunda parte para narrar su vida rota y destrozada, hasta que se perdió entre las penumbras lluviosas de la llanura gris y los gemidos mugidores del vendaval temeroso[2].


-          Si al menos supiera cantar el amor de mi esposa y pusiera en su lugar a toda su parentela, cruel y encanallada…


     No hay tiempo para más. Su tren entra en agujas, silbando y rugiendo. Sube a él, aliviado. El vagón, corrido y con asientos de madera, va medio vacío. Hay dos horas hasta la frontera. Se abandona al reposo. Lo último que percibe es olor a agua de rosas en sus manos. Ciertamente, no era la colonia que usaba Maruja pero, tan pronto cierra los ojos, su imagen se le aparece enlutada, como la dama de la estación, y lo lleva de la mano al país de los sueños.




***


     Dejemos dormir a Manolo hasta la frontera y les contaré a mi modo, y por lo que yo sé, lo de su esposa, Maruja Girón, cuya temprana muerte tan apenado lo tiene. Dicen que no hay mal que por bien no venga, y viceversa. Quiero decir que, si aquella mujer hubiese muerto un par de años atrás, su marido no la habría llorado. Tengo para mí que su matrimonio era la obra típica de la rebeldía hacia los padres y de las pocas posibilidades de elegir, en un pueblo tan pequeño y una sociedad tan cerrada como aquella. Añadan ustedes, por parte de Manuel, un carácter mucho más flemático que sanguíneo y, en Maruja, la sana intención de hacerle de redentora –tal vez, por consejo de su confesor- y tendrán una cumplida explicación sobre por qué se casaron contra la oposición de sus familias y siendo tan diferentes. ¿Y el amor?, se preguntarán. Responderé que alguna fuerza poderosa los movería para superar tantos obstáculos. Si era o no la del cariño, no soy quien para juzgarlo.


     Durante todos los años de su matrimonio, sus vidas siguieron sendas paralelas, de esas que ni se alejan ni se encuentran. Manuel se volcaba en sus delirios regeneracionistas –como los llamaba fray Carlos-; Maruja, en sus ensueños místicos, flotando entre los opuestos mundos de su marido y de su familia de sangre. Aquí tendría que hablarles de Presenta Bringas, la madre de Maruja, el vestiglo de los sueños y los desvelos de su yerno, y de su sobrino Fidel: ya saben, Fidel Urrea, el cacicón liberal o conservador –según le conviniera- o, por mejor decir, el muñidor de todos los fraudes y violencias políticas de la comarca, en quien no sé si era mayor el desprecio por las debilidades de Manuel o el odio por haberle cerrado el camino al corazón y al patrimonio de Maruja, su prima.


     ¡Ay, el patrimonio! Manuel gastaba el suyo en obras y quimeras, sin reponer nunca las salidas. Presenta atesoraba el suyo, compensando sobradamente el dispendio caciquil con fraudes y usura. En un punto habían de coincidir ambos caudales, supuesto que la mitad del de Presenta correspondía a los gananciales nunca liquidados, cuya titular era Maruja. Y, como Maruja no tenía hijos, Manuel había de ser el heredero de una cuantiosa legítima, si sobrevivía a su esposa, como la débil salud de esta hacía presagiar. Pero un día...


-          ¡Qué bonito es tirar con pólvora ajena! El señor gasta y gasta, sabiendo que mi hija acabará siendo la pagana. Cuando se te acaben los cuartos, a tirar de la herencia de Maruja. Eres capaz de ponerla en contra mía, con tal de poder echar mano a su no pequeña fortuna.

-          Por mí, Presenta, puede meterse su dinero y el de su difunto marido donde le quepa. Antes pediría limosna, que disponer de un patrimonio amasado con la sangre y el sudor ajenos que, además, no me corresponde.

-          Toma, toma. Y entonces, ¿por qué te casaste con ella? Porque, lo que es a mí, no me la pegas.

-          ¿Con que no se la pego, eh? Pues yo bien sé un modo de convencerla de que mi proceder con Maruja ha sido siempre limpio, no como el suyo, que lleva no sé cuantos años retrasando el pago de lo que a ella corresponde.


     Dicho y hecho. Manuel se presentó en la notaría de Valcorba y renunció a la herencia de su mujer en forma pura, total y definitiva. Fue en vano que el fedatario le recordase que, conforme al Código Civil [3], la repudiación hereditaria en vida del causante era nula de pleno derecho. Escritura en ristre, se dirigió a la casona de Presenta y clavó el documento al portón. Por eso se enteró todo el pueblo y yo he podido referirles el suceso sin asomo de duda. Por eso y por lo que pasó al poco de morir Maruja en febrero del noventa y siete, cuando la suegra echó a Manolo a la calle, arruinado y con lo puesto, impulsando su penosa fuga de Valdecastro, como hemos visto al comienzo de este capítulo que, mal que bien, ha de llegar a su fin.



2.  La decisión y sus causas

     Dado el escaso número de pasajeros, los trámites de frontera se hicieron con rapidez. Empezaba a amanecer y el sueño era ya ligero. Manuel utiliza la parada para aclararse las ideas bajo el grifo en la pequeña estación de Barca d’Alva. Aprovechémosla también nosotros para acabar de contar la historia de Maruja, antes de que nos atrape su viudo con el torbellino de sus pensamientos.


     El paso de los años, estéril y moralmente alejada de su esposo, había ido secando en ella el torrente de su espiritualidad superficial y ñoña. Como la tierra que deposita en lo profundo el agua, para aguardar en su superficie, seca y mollar, la sementera, así Maruja iba atesorando la devoción en lo hondo de su alma, mientras se hacía remisa a prácticas externas y misticismos superficiales. Su marido, por costumbre y desatención, no había dejado de reputarla lechucilla de sagrario o sacristía y dócil instrumento en manos de su madre, pero esta –mucho más atenta y perspicaz que su yerno- detectaba su transformación y trataba de imaginar y poner en práctica remedios para evitarla.


     Dos personas, tal vez sin proponérselo, estaban siendo claves en su larvada evolución. De un lado, ese cura, fray Carlos, tradicional y campechano, capaz de llamar a las cosas por su nombre y presto a cantarle las verdades al lucero del alba. A ella la había impresionado el día en que, comentándose en casa de Presenta lo bien que hablaba el diputado del distrito, el sacerdote recordó:


-          Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos [4].

-          No es así entre la gente de Iglesia –replicó maliciosamente Fidel Urrea-, pues bien que se cuidan de predicar divinamente, pero lo que es dar trigo…

-          Es una verdad de validez universal –insistió el clérigo-. Basta con sustituir el sujeto caballero por cristiano… o cristiana.


     Así dijo y fijó los ojos en Maruja. Esta comprendió.


     La otra persona que le había servido de revulsivo era Manolo, su esposo. Tal vez fuese la última en enterarse pero al fin había comprendido que su esfuerzo y generosidad sin límites no eran las trazas de un loco, sino de un héroe, hasta de un santo. No dejaba de suponer que todos sus proyectos de mejoramiento y fraternidad iban a fracasar definitivamente, pero ello ya no le provocaba escándalo ni desprecio, sino una solidaridad fraterna, una ternura que empezaba a parecerse a la que le brotaba hacia él cuando eran muy jóvenes.


     No seré yo desconsiderado con Maruja: El artífice principal de su regeneración como mujer y como esposa había sido ella misma. Y no había sido cosa de palabras, ni siquiera de ejemplo, sino de ponerse a la tarea y llevar las obras al terreno del compromiso y la humanidad. Todo sucedió en el terrible invierno pasado cuando, a los estragos del riego excesivo y de la ulterior sequía, sucedieron las lluvias torrenciales y las terribles tormentas, que trajeron consigo una epidemia de gripe. El hambre y la peste, mala combinación, vaticinó el doctor Pozuelo, ante los primeros casos de la enfermedad. Manuel Rojo, sintiéndose responsable y guía de sus convecinos, abrió su bolsa y su casa a aquellos desgraciados. Maruja lo secundó, desviviéndose por cuidarlos personalmente. Fray Carlos se lo advirtió a Manolo:


-          No debes permitir a tu mujer que haga de enfermera y se agote así. Siempre estuvo delicada. Además, esta epidemia es muy mala. Algunos dicen que los soldados que vuelven de Cuba han traído el dengue y los médicos de acá lo han confundido con la gripe.


     Manuel asentía pero dejaba hacer a su mujer. Por primera vez en su vida estaba en comunión con ella y reverdecía la dulce ternura de antaño. Su matrimonio, falto de hijos, alcanzaba con aquella filantropía un fruto y un sentido. Y llegó febrero…


     (Manuel, fresco y repeinado, ha vuelto a su asiento. El tren está presto para reanudar la marcha. Demos, pues, al desterrado Rojo la voz, o el pensamiento. Seguro que, más tarde o más temprano, saldrá el doloroso tema del final de Maruja, el cual seguramente han imaginado ya ustedes.)


***


     Arranca el tren y sigue perezosamente la línea del Duero. Ensimismado, con la mirada perdida en el paisaje, Manuel experimenta alternativamente la paz de sentirse cada vez más lejos de su Tierra y la inquietud por hallarse más y más próximo a tomar la decisión que ha de condicionar su futuro. Tal vez, si supiera a ciencia cierta lo que le movió a huir, tendría más claro el camino que tomar. Así pues, ¿por qué ha escapado de Valdecastro? ¿Con qué objeto ha querido, como su padre, imponerse la pena del destierro? Escuchémoslo:


-          Salgo a mi padre en lo de huir ante el fracaso y la soledad. Eso lo tengo muy claro. Pero él lo abandonó todo cuando, por mi matrimonio, pensó que yo lo había traicionado. Y lo hizo con un objetivo concreto: llevar a otras tierras, desiertas y sin malicia, los remedios que en España no pudo aplicar. Ahora bien, ¿qué pretendo yo, qué quiero conseguir con mi extrañamiento? ¿Apartarme de las frustraciones de Valdecastro? Soy un Ochoa y podría acogerme a las tierras y parientes de Navarra, seguramente más nobles y avanzados. ¿Ocultar la miseria en que me han dejado mis empresas y mi orgullo? Joven todavía soy, buen agricultor y con estudios: podría emplearme en Valladolid sin tardanza. Entonces, ¿a qué esta ventolera de angustiarme por el porvenir, de cruzar fronteras en busca de Eldorado, de encontrar a un padre que voy teniendo por cierto no he de verlo más? En el fondo, bien sé lo que me ahuyenta y martiriza. Yo llevé a Maruja con mi ejemplo al extremo del sacrificio. Por amor a mí asumió el cuidado de los enfermos y la beneficencia de los miserables. Por egoísmo o por orgullo, desoí los buenos consejos y dejé que me entregase su vida. ¡Sí, a mí! Todo lo hacía en mi obsequio, por ternura hacia aquel compañero que la había abandonado durante tanto tiempo, olvidando los sagrados votos del matrimonio.


     Al pronunciar la palabra sagrado siente un estremecimiento, pues le hace recordar lo más terrible de la última enfermedad de Maruja. Ya contagiada y en trance de muerte, Presenta la había visitado y encarecido que se trasladara a su casa, para recibir allí mejores cuidados y, sobre todo, el consuelo espiritual de su confesor y capellán, para preparar su alma. Maruja, mezclando su agonía con el éxtasis de su amor recobrado, había rechazado cualquier traslado y demorado la llamada al sacerdote, para apurar así los últimos momentos de su vida en compañía del amado esposo. Luego fue ya demasiado tarde.


     Como si nos estuviese escuchando, Manuel prosigue, coincidiendo con nuestro argumento:


-          Se la llevó la gripe, sí, pero la enfermedad se la inoculé yo, estimulando su entrega contagiosa, en vez de atenderla con esmero y sacarla de aquel ambiente mefítico. Y, para colmo, desoí la voz de su conciencia, que clamaba por boca de su madre. Yo no creo en su religiosidad, hipócrita y farisaica, pero, ¿y si hay un Dios justiciero presto a castigar las debilidades y negligencias de nuestros últimos momentos?; ¿y si Maruja necesitaba de mi fortaleza para aunar en aquella hora el amor divino y el amor humano?... ¿Y si yo la dejé hacer porque, ¡al fin!, me había tomado de la mano, desasiéndose de las garras de Presenta?


     La mente de Manuel se golpea una y otra vez contra la pared de la muerte y los arcanos del Más Allá. Un creciente sentimiento de culpa sacude sus entrañas, al comprender que puede haber sido -que, en efecto, ha sido- el causante de la muerte de su esposa y quién sabe si de su condenación eterna. Daría su vida por retroceder unos meses en el tiempo pero, ¿de qué vale su miserable existencia, aún en el caso de que la ofrendase a cambio de un milagro? Mira sus manos y las halla vacías. Contempla el retrato de Maruja y su figura se disuelve en la humedad de sus ojos, se aleja y desaparece. Y así, agitado, confuso, abatido, continúa su viaje, con cada vez más incierto destino.


***


     Al llegar a Oporto, sin demorarse, Manuel se dirige al puerto fluvial, para recibir una noticia imprevista:


-          Si el señor quiere embarcar para América, tendrá que ir hasta Leixões[5], a una hora de camino. Claro que primero tendría que sacar pasaje en las oficinas de la naviera que corresponda.


     El viajero no vacila en emprender a pie el recorrido, acariciado por una brisa que trae cada vez más intensos los efluvios del salitre. No le importa ni el cansancio ni el hambre. A cada paso que da, siente en su brazo el leve roce de la mano de Maruja y el aura susurra más despacio, querido, como ella en sus paseos por el Espolón. Así pues, era eso –reflexiona-: hacer el viaje, no para encontrarse con su padre, sino para sentir vivo y operante el recuerdo de su esposa. Según va aproximándose a las dársenas, el dulce ensueño de aquella unión mística le va revelando su engaño o, por mejor decir, su egotismo. Una vez más, está construyendo un futuro para sí mismo, con ella a su servicio. Con un gesto impulsivo se desprende de su compañera. Non sum dignus, susurra. No es hora de amor gratuito, sino de penitencia.


     Los muelles hierven de actividad bajo el sol de mediodía. En aquel galimatías de lenguas, Manuel busca algún barco de pabellón español. Ha tenido suerte: Un mercante de buen porte lo iza en la popa, sobre el rótulo Monteferro. Vigo. Según se aproxima, hace una promesa con sorprendente convicción:


-          Si me aceptan, aquí me embarco.


     Un marinero está fumando junto a la pasarela, controlando el acceso. Manuel lo interpela:


-          Perdone, joven, ¿adónde se dirige este barco?

-          A Cuba. Salimos hace tres días de Vigo, pero una galerna nos forzó a arribar aquí. Mañana, al amanecer, zarpamos.

-          ¿Admiten pasajeros?

-          Creo que no pues, además de la carga, llevamos un batallón de fusileros y no cabe en el buque ni un alfiler.


     Con todo, Manuel no ceja:


-          Voy a subir. Tenga la bondad de avisar al contramaestre.


     La conversación resultó baldía. En vano Manuel encarecía el viaje hecho desde tan lejos y ofrecía todos sus duros de plata por un hueco en el sollado y compartir el rancho de la tropa. El oficial se mostraba inflexible:


-          Que no, que no. No estoy autorizado. Necesitaría un pase de la naviera y no hay tiempo: mañana partimos.


     La firmeza de ambas posturas hizo subir el tono de las voces. Un comandante del Ejército se acercó, curioso y contemporizador:


-          Vamos a ver, ¿qué es todo este guirigay?

-          Nada, que este señor quiere embarcarse, sin más ni más.

-          ¿Tanta prisa tiene el amigo? ¿Qué se le ha perdido a usted en Cuba?


     Era el momento decisivo. Manuel se encomendó a la Divina Providencia para acertar:


-          Verá, mi comandante, acabo de quedarme viudo y no tengo hijos ni trabajo. Lo he pensado bien y quiero echar una mano allá. De hecho, vengo desde…

-          ¿Una mano? No está ya en edad de pegar tiros, ni yo puedo alistarlo en tierra extranjera como voluntario.

-          No trato de combatir, sino de aliviar el dolor. Tengo estudios de medicina y, en la epidemia de gripe que se llevó en febrero a mi esposa, monté un hospitalillo y serví de enfermero.

-          Eso es otra cosa. ¿En qué Facultad estudió usted, si puede saberse?

-          En la de Valladolid, durante dos años. Y luego estuve preparándome en una academia de Madrid para ingresar en el Ejército, con el coronel Monasterio.

-          ¡Cáspita! Allí me preparé también yo. A ver si vamos a ser conocidos... Yo estuve en el ochenta y dos.

-          Yo un par de años antes. Luego, ya ve, mi padre tenía tierras y a mí me tiraba el campo.


     El militar se dirigió al contramaestre:


-          ¿No podría hacerse un extraordinario con este compatriota? Su esfuerzo y su compromiso lo merecen.

-          Por mí… Si el capitán lo autoriza…

-          Quédese por aquí –indicó a Manuel-. Hablaremos con él tan pronto vuelva a bordo.


     Manuel se sentó en la toldilla, sobre el petate. Estaba asombrado y exultante. No era para menos: lo había venido Dios a ver. He ahí su misión y su penitencia. ¿Qué mejor forma de unirse a su amada esposa, que imitarla en su oblación de la vida al servicio de los necesitados? Los heridos y los enfermos de aquella terrible guerra tendrían para él el rostro de Maruja. Ad astra per aspera [6]. Agotado y feliz, se quedó dormido. Una voz, asimismo áspera, lo despertó de su sueño:


-          ¡Vamos! El capitán lo llama.


     Habría tenido ya una conversación con el comandante, pues le espetó:


-          No tratará de engatusarme con eso de hacer de enfermero.

-          De ninguna forma. Se lo puedo jurar.


     El militar lo apoyó:


-          No creo que nos la dé con queso. Desde ahora queda a mis órdenes y se lo confiaré al teniente médico. Así que –bromeó- no tiene escapatoria.


     El capitán consintió, con condiciones:


-          Bueno, bueno, puede embarcar, pero no le va a salir gratis, como a los soldados. Vaya al contramaestre, que le extienda un pasaje de deferencia. El comandante será responsable de usted hasta el puerto de destino.



3.  Los sótanos de San Ambrosio



     El conocido por Hospital de San Ambrosio[7] ocupaba el edificio antiguo de la Real Factoría de Tabacos, con fachada abierta a las pestilentes aguas de la bahía habanera. Unos años atrás se encontraba en estado casi ruinoso, por lo que se decidió su sustitución por otro de nueva planta, en lugar más salubre de la ciudad y con una estructura modular, para facilitar la especialización y aminorar los contagios entre sus acogidos. El estallido de la guerra de independencia cubana obligó, sin embargo, a reabrirlo el año noventa y seis. Y así, vetusto y atestado de enfermos y heridos, lo encontró Manuel Rojo cuando sentó plaza de enfermero civil, nada más llegar a la capital de Cuba.


     Las salas de la planta alta[8], más ventiladas e higiénicas, pronto completaron su aforo de quinientas camas, holgadamente sobrepasado gracias a las literas y la ocupación de los pasillos. No quedó más remedio que habilitar los sótanos donde, dentro de lo posible, se destinaba a los enfermos más graves, contagiados del vómito negro[9], el tifus y la malaria, a esperar la muerte, o la curación por la fe y el vigor de sus jóvenes años.


     Manolo pidió ser destinado a las infectas bodegas en que antaño se había almacenado el tabaco con destino a la Península, y ahora se apilaban los enfermos entre la suciedad, la penumbra y el aire viciado. Su reciente práctica en Valdecastro y el ánimo que hasta Cuba lo había llevado destacaron pronto, sobre la inepcia y la repugnancia de sus compañeros. Le asignaron un estipendio de cien pesetas al mes, con el que había de procurarse cama y comida, pues la penuria de una y otra en el hospital hacía punto menos que imposible ejercer su derecho a recibirlas gratis en el nosocomio.


     Había muchas cosas que lo sacaban de quicio, como el constatar que las insuficientes medicinas que se recibían acababan surtiendo mayormente a los oficiales, los paniaguados de los médicos y a quienes tenían dinero para mercadear. No era insólito que las vendas se reutilizasen sin lavarlas. Y, en cuanto a la comida, las raciones y los ingredientes eran apenas de mantenimiento. En este punto, pululaban en torno del hospital los vivanderos, que comerciaban con alimentos, bebidas y tabaco, y también con útiles no menos solicitados en aquella situación, como navajas y jabón de afeitar, naipes o recado de escribir.


     Durante sus interminables jornadas de trabajo, Manuel no abría la boca sino para exhortar y dar ánimos. Comprendía que la situación no permitía otra cosa, tanto por la prioridad en ayudar a aquellos lacerados, como por su precaria posición de contratado voluntario. Y cuando, agotado y a deshora, se acogía al seguro del galpón de Tallapiedra, donde se hospedaba, no tenía confianza ni ganas de platicar sinceramente, sino de asearse, comer y dormir. Solamente en la intimidad de su catre, para su coleto, comparaba su vehemencia pretérita con el presente encogimiento y se sentía flojo y desasosegado. Mas pronto venía a visitarlo el sueño y la dulce figura su esposa le acallaba la conciencia. Tampoco ella había andado en quimeras cuando ayudó a los necesitados hasta la muerte.


***


     El galpón de Tallapiedra, en la calle de la Picota… Se lo recomendó el cabo enfermero Diomedes, que le había cogido aprecio por ser casi paisanos:


-          Allí nos tratan bien a los del Hospital porque no les ponemos dificultades para entrar y que comercien con los enfermos. Ve de mi parte y, si encuentras algo que no te agrade, no tienes más que decírmelo.


     No fue necesario buscar intercesión. Regina, mulata joven metida en carnes, que gobernaba la cocina, se encaprichó de aquel castellano recién llegado, no para hacer fortuna, sino para cuidar a los dolientes. A falta de otras formas más directas de llegarle al corazón, la cocinera lo atendía en sus dominios y procuraba obsequiarlo con los platos más selectos y repletos. Manuel dejaba hacer y agradecía en silencio. Solo en Nochebuena, bajo los efectos del aguardiente, la moza se atrevió a ofrecérsele:


-          ¿Por qué no vienes ahora a mi habitación?

-          ¿Con qué objeto?

-          A oír la Misa del Gallo. ¡No te fastidia, el remolón este!


     Nuestro enfermero se retiró prudentemente. No era cosa de dar tres cuartos al pregonero en aquel estado de etílica euforia; pero, al día siguiente, buscó un aparte y se las cantó claras:


-          … Guardo luto por mi mujer, que no hace un año que murió. Estoy aquí para cumplir una penitencia que me he impuesto. Y, además, en mi tierra el varón es el que se insinúa y no vemos bien que sea la mujer quien tome la delantera.

-          Perdona, hombre. En el trópico no nos gastamos tantos requilorios. De hecho, tu amigo Diomedes…

-          Él es él y yo soy yo. De todos modos, gracias por tus atenciones.


     Ni que decir tiene que, a partir de entonces, Manuel pasó a comer de la perola común en la mesa corrida del patio, con los demás huéspedes.


    El choque con Regina no fue el único, ni el mayor, de los que protagonizó Manuel, pese a su prudencia. Un brote de disentería elevó la cifra de fallecidos en los sótanos de San Ambrosio, hasta el cuarenta por ciento de los hospitalizados. El capitán médico que supervisaba aquellas salas puso el grito en el cielo. Reunió a todos los enfermeros y les encareció una mayor limpieza y el aislamiento en los cobertizos del patio de los pacientes más graves. Rojo no aguantó más y, con aparente suavidad y expresión pausada, le replicó:


-          Señor capitán: no tenemos yodo, ni agua pura, ni comidas adecuadas. Los médicos apenas vienen a aconsejarnos. Cada día hemos de ocuparnos de más enfermos, quienes permanecen mezclados unos con otros, sin apenas luz ni ventilación. ¿Cree usted tener derecho a exigir a unos pocos enfermeros un mayor esfuerzo que el que ya realizamos?

-          ¡Todo sea por la patria y por ganar esta guerra!, exclamó el oficial, dentro del mejor estilo castrense.


     La falacia de tal victoria –evidente para cualquiera que conociese la situación sobre el terreno- generó en Manuel una reacción visceral, que lo retrotrajo a Valdecastro. Sin la menor vacilación contestó a la soflama del militar con palabras que otrora había imaginado, cuando tuvo noticias de la reanudación de la guerra cubana:


-          ¡Esta guerra es una tragedia para España, la hemorragia final! No hay esperanza; la victoria es imposible y mantener esta terrible guerra será el hundimiento de…[10]


     El final de la frase –si es que pudo pronunciarse- se perdió en un aluvión de insultos, de los que los más moderados eran los de traidor, derrotista o mal patriota. Sintiéndose así zaherido y avasallado, se engalló e hízose oír por encima de los dicterios, con aquella famosa máxima, que todos los circunstantes creyeron de su cosecha:


-          ¡No hay orgullo más barato que el orgullo nacional![11]


     Allí fue Troya. El esforzado paladín de la verdad fue empujado y golpeado a mansalva, sin que las llamadas  al orden del capitán médico tuvieran efecto hasta pasados unos minutos. Desde luego, no todos contribuyeron a la agresión, pero pocos o ninguno trataron de impedirla. El fragor llegó a oídos del cabo de guardia quien, con un par de soldados armados, acudió y sacó como pudo a Manuel del cerco de sus antagonistas. El capitán zanjó:


-          ¡Arréstenlo!


     A la tarde, magullado y sin comer, compareció por fin ante la máxima Autoridad del hospital, un teniente coronel de Sanidad Militar. Su rostro denotaba severidad, que atenuó al ver el estado físico del levantisco enfermero.


-          Lo que ha hecho esta mañana –comenzó- constituye un acto de insubordinación y de agravio a cuantos están dando su juventud y su vida por España. Merecería comparecer ante un consejo de guerra, pero he comprobado por su expediente que es usted un voluntario civil, cuya relación con el Ejército es la de auxiliar contratado. En consecuencia, y por el buen nombre del Hospital, me limitaré a cesarlo como enfermero y expulsarlo de estas instalaciones… Si está conforme, firme este documento de despido.


     Manuel, todavía obnubilado de la paliza, aceptó lo inevitable.


-          A fin de mes –prosiguió el jefe- puede pasarse por pagaduría para que le abonen los días trabajados hasta hoy.

-          Guárdeselo para comprar yodo y vendas.


     A la salida, junto a la Puerta del Arsenal, lo esperaba Diomedes:


-          ¡Chico, vaya arranque! ¿Cómo se te ocurre vocear en público esas cosas a un capitán?

-          Porque ya iba siendo hora de que alguien les dijera lo que siente.


     El cabo enfermero le ofreció un cigarro. Manuel lo rechazó.


-          ¿Cómo te las vas a arreglar ahora, Manolo?

-          Tengo algunos ahorros, y manos para trabajar.

-          Ya pensaré algo, replicó Diomedes. Anda, vete para el galpón no sea que se hayan enterado los voluntarios[12] y completen el trabajo de los energúmenos de la mañana.


     Manuel obedeció y tomó el camino de la Picota. Durante todo el camino le podía el orgullo de haber dicho, al fin, lo que llevaba meses en el fondo de su corazón. ¡Ah, si todos a una gritaran al Gobierno lo que pensaban; si los soldados tirasen los fusiles y clamasen al unísono por el retorno a sus casas! Lo que es él, ya había puesto su granito de arena, plantado cara, dado ejemplo. Tal vez, hasta sirviera de algo para mejorar la situación de aquellos infelices que, como espectros, poblaban los inmundos sótanos de San Ambrosio. Tal vez…


***


     Matías Ramírez, el comerciante dueño del galpón de Tallapiedra le echó una buena filípica:


-          ¿A quién se le ocurre hablar contra esta guerra y, menos aún, poner en duda la victoria española? ¿No comprendes que todos los poderosos tendrían mucho que perder en lo político o en lo económico? Aquí no caben términos medios: o te la juegas al rojigualda [13], o te pasas a los rebeldes. Mira, si quieres hacer esto último, Regina tiene buenos contactos.


     Manolo discrepó:


-          Esa es la alternativa de los que tienen capitales en Cuba. Para los que no poseemos otra cosa que la vida, se trataría de ponerse de acuerdo con los rebeldes y, si ya es tarde para eso, pues volverse a la Península y en paz. Ochenta años hace que perdimos el verdadero Imperio. Lo poco que ahora nos queda está agotando las fuerzas y las riquezas que deberían invertirse en nuestro malhadado país.


     Matías coincidió con el argumento:


-          Razón tienes y ya están siguiendo tu consejo muchos más de los que crees. Bien por patriotismo, bien por huir de la quema, se están liquidando haciendas, ingenios[14] y comercios y se repatrían los dineros que de ello se obtienen. Yo, sin ir más lejos, ya he hecho almoneda de mis modestos negocios de azúcar y tabaco, y he colocado en bancos y casas de Madrid lo que he conseguido que me pagasen al contado. Solo me he quedado con esta fonda-almacén para resarcirme de otras pérdidas, y mientras pueda seguir aquí sin excesivos riesgos.


     Se hizo el silencio. El comerciante miraba de hito en hito al frustrado enfermero.


-          Muchos de mis competidores se están arruinando por suministrar al Ejército de manera oficial: Les hacen grandes pedidos, pero les pagan mal y tarde. Yo he diversificado mi negocio, acogiendo huéspedes, y vendo la mercancía por libre o al detalle. Lo malo que tiene es depender de muchos vendedores y comisionistas, que procuran sisarte y no pasan de la contabilidad del clavo[15]… Tú tienes estudios y pareces honrado. ¿Qué te parecería ayudarme en el escritorio? Te pagaría lo mismo que en el Hospital y tendrías cama y comida de balde... ¿Qué dices?

-          Digo que acepto y que espero no decepcionarte.

-          Pues vamos a ello, que hay un montón de trabajo atrasado y, con los tiempos que corren, no puede dejarse nada para mañana.


     ¡Y tanto! Una semana más tarde, entró Regina toda sofocada en la trastienda, donde Matías y Manuel estaban rodeados de papeles, sumando sin descanso:


-          ¡Acabo de venir del puerto! ¡Aquello es una cosa grande!

-          ¿Lo qué?, si puede saberse.

-          Acaba de atracar un barco de guerra americano. El Maine se llama[16].

-          Anda, anda, ve a la cocina y déjanos trabajar en paz.


     La mulata se retiró. Matías tenía el rostro inusitadamente adusto:


-          Es el principio del fin, Manolo. Como se metan en danza los americanos…

-          Pues bienvenidos sean, si ponen fin a esta guerra eterna. Con todo, supongo que ese barco habrá venido en son de paz y con el beneplácito de nuestro Gobierno.

-          ¡Qué remedio les queda, sino hacer de tripas corazón! Pero vamos a lo nuestro y dejemos la política para los que viven de ella.



***


     Entró febrero y, con él, el punzante recuerdo del mes en que había fallecido Maruja, un año atrás. Aunque le pareciese obsceno, Manuel había de reconocer que su dedicación a las finanzas del galpón le había ido alejando del recuerdo y el compromiso de su finada esposa. Incluso, si hacía introspección profunda, constataba que las palabras y las formas de Regina no eran ajenas a ese segundo entierro de su mujer. Mas, ¿qué iba a hacer él, si lo habían expulsado del Hospital, inhabilitándolo para el cuidado de los enfermos? Por más que…, ¿no había sido su imprudente orgullo el causante de romper con lo que había sido la razón de su viaje a Cuba?


     Tal vez fue esa mala conciencia la que lo llevó, en la tarde del día 15 hasta la iglesia de Santo Domingo, para contratar el funeral de cabo de año de Maruja[17].  Tras fijar la fecha y demás condiciones de la misa de alma, se recogió para meditar en la capilla del Rosario y allí perdió la noción del tiempo, tratando de comunicarse espiritualmente con su esposa y buscando el camino que en este mundo habría de conducirle hasta ella. Inadvertidos de su presencia, los frailes cerraron las puertas del templo, en el que se había hecho la oscuridad, apenas rasgada por las velas votivas y la lámpara del Santísimo. Presa de intensa agitación, en la mente de Manolo combatían el ángel de la abnegación y el demonio del egoísmo. Aquel lo convocaba al pasado y el sacrificio; este, a vivir el presente y buscar su felicidad. El orante se debatía angustiado en este proceloso mar de contradicciones, incapaz de encontrar derrota ni puerto. Cada vez estaba más vivo en su ánimo el recuerdo de la conversación tenida con Matías, un par de días atrás:


-          Mira, Manolo, la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Mal vas a poder ayudar a los demás, si te martirizas e inmolas, perdiendo la salud y hasta la vida. Y, en cuanto al recuerdo de tu esposa, bien está para vivir honestamente y decirle misas. En esta maldita isla, los españoles tenemos los días contados. Regresa conmigo a España. Yo te colocaré de administrador o contable en alguno de los negocios que voy a abrir en Madrid. Ya estoy viendo el rótulo de uno de ellos: Matías Ramírez, fábrica de chocolates; y este otro: Ramírez y compañía, almacén de coloniales. En esa compañía podrías tú tener acomodo.

-         

-          Y bien harías en favorecer a quien bien te quiere y te puede servir. Me refiero a Regina que, aunque buena patriota, estaría encantada de ir a vivir a España. El que te casaras aquí con ella, la ayudaría mucho en su pretensión. Con su juventud y buena mano para la cocina, no habrían de faltarte dinero ni manjares, aún en el caso de que tuvieras problemas con tus antiguos acreedores.


     En la mayor confusión, Manuel consulta su reloj, que marca ya las nueve y media de la noche. Por última vez, levanta los ojos hacia la Virgen que preside el retablo y luego los alza, hasta perder la mirada en la cúpula que corona la capilla. ¡Una señal, Dios, una señal!, implora, mientras en la penumbra busca infructuosamente la salida. Las puertas están cerradas, como el oído divino a sus plegarias…


     De pronto, se produce un fragor horrísono y las paredes de la iglesia tiemblan, cayendo al suelo imágenes y candeleros. Manuel, aterrorizado, encuentra salida hacia el claustro y se cruza en él con varios frailes que, presas del miedo y la sorpresa, se echan a la calle, temiendo se trate de un terremoto. No es así. La calle Mercaderes se va llenando de vecinos que salen de sus casas y forman corrillos, inquisitivos y perplejos. Por fin, alguien grita: ¡en el puerto, ha sido en el puerto! Allá se encamina el castellano, a tiempo de percibir en lontananza altas llamas que se reflejan en el mar. ¡Ha sido en un buque, en el buque americano!, comentan. ¡Seguro que habrá un montón de muertos!, se augura [18].




     He ahí la señal que Manuel había impetrado. Muerte y dolor: ese ha de ser su sino. De modo que cuando al día siguiente Matías le manifiesta su propósito de regresar al punto a la Península, antes que el bloqueo naval americano cierre la salida, Manuel rechaza la oportunidad de acompañarlo, recoge sus cosas y se pierde de vista, camino –literalmente- de Dios sabe dónde.   



4.  La batalla de Cárdenas

     Así pues, quiso Dios que, tres días más tarde, se restableciera la comunicación por ferrocarril entre La Habana y Cárdenas [19], con el permiso de los rebeldes. Opinaba Manuel que no habría llegado a tierras cardenenses el ruido de su expulsión deshonrosa del Hospital de San Ambrosio, por lo que podría reanudar allí su labor de buen samaritano. Pero, ¿por qué en aquella pequeña ciudad, animada y coqueta?, se preguntarán ustedes. Bien, sabido es que la divina providencia se ayuda de pequeñas aportaciones humanas. En este caso, el medio fue un tendero ovetense, con casa y almacén abiertos en dicho puerto matancero[20]. Desesperado por el retraso en salir algún tren para allá desde la estación habanera, pegaba la hebra con cualquiera que quisiera compartir sus cuitas. Por su parte, Manuel aguardaba algún convoy que lo llevase dondequiera que hubiera un hospital, clínica o enfermería[21]. A él se arrimó el locuaz y atribulado Joaquín Corzo, llamado comúnmente Quinito, por su mínima estatura. Resultó ser mucho mejor fisonomista que Rojo:


-          Ahora que me fijo, ¿no ha trabajado usted para Ramírez? Me parece haberlo visto en su almacén.


     Así lo admitió el reconocido y, a partir de ese momento, don Joaquín –habremos de atribuirle el tratamiento, por razón de edad- entabló franca y variada conversación, con la explosión del Maine como asunto principal. No era para menos, dado que la vida del comerciante parecía haber volado junto con aquel crucero.


-          Esto es la ruina –clamaba-. Nuestro Gobierno, en un brete; el bloqueo marítimo, más riguroso y estrecho; y quita si los americanos no se deciden por apoyar a los sublevados. ¿Qué opina Ramírez de todo ello? Él suele estar muy bien informado.

-          Creo que está vendiéndolo todo y no tardará en hacer el equipaje para la Península –contestó Manuel, con cierta reticencia-.

-          No me extraña –prosiguió Corzo-. Si yo fuera tan rico como él, a buenas horas me iba a quedar en este avispero. Además, yo no soy el único dueño de nuestro almacén. Se trata de una empresa familiar, con dos hermanos más… Así que, a lo que veo, le ha dado la liquidación y lo ha puesto en la calle.

-          Algo así –concedió Rojo, por no andar en detalles poco creíbles-. Voy a procurar emplearme en algún hospital, para ganarme la vida. ¿No habrá alguno en Cárdenas?

-          ¡Pero hombre de Dios! ¿A quién se le ocurre trabajar por gusto en algo tan duro y peligroso? ¿No estaba laborando en un galpón, y de los más importantes? Con esas referencias, bien podría colocarse en una tienda o un almacén. En Cárdenas mismo, o en Matanzas, podría yo recomendarlo.

-          Gracias, pero vine a Cuba como enfermero y he de retomar ese camino. Así que, ¿hay o no hay alguna institución para ello en su ciudad?


     Quinito se encogió de hombros ante tal insistencia y le informó. En la misma Cárdenas, desde mucho tiempo atrás, existía un hermoso y dotado Hospital, llamado de Santa Isabel, en el que los enfermos eran atendidos de caridad por buena parte de los numerosos galenos cardenenses[22]. Recientemente[23], se había creado una Enfermería militar, para atender a los enfermos y heridos en acción de guerra. Manuel, súbitamente muy interesado, preguntó:


-          ¿Y ya se encuentra operativa esa Enfermería?

-          ¡Huy!, a pleno rendimiento. Desde que los mambises cruzaron la trocha[24], la provincia de Matanzas registra mucha violencia e inseguridad.

-          Pues me parece que esperaremos juntos el mismo tren –concluyó Manuel-.

-          De mil amores –contestó Joaquín-. Y, si necesita cualquier cosa en mi ciudad, no tiene más que decírmelo.


     Y le entregó una tarjeta algo ajada, en que podía leerse:


“LA FAVORITA”

Hermanos Corzo

Almacén de Coloniales y Venta al detalle

Calle Calzada, nº 24

CÁRDENAS (Cuba)


     El enfermero agradeció el rasgo y la guardó en su cartera. Como si aquello hubiese sido una señal convenida, en el segundo andén se formó el anhelado tren con destino final en Cárdenas. Nuestros dos hombres sacaron raudos los billetes y se acomodaron en el vagón intermedio. Es el más seguro en caso de un tiroteo, explicó don Joaquín, con convicción. Manuel asintió por cortesía. A fin de cuentas, desde el pasado día 15, se sentía guiado por una mano invisible que habría de llevarlo a su destino, sin más que dejarla hacer. Nunca –creía recordar- se había sentido tan libre y ligero.




***


     La pomposamente denominada Enfermería Reglamentaria de Cárdenas era poco más que un bohío, con unos huecos de ventilación tan grandes, que parecían un enorme ventanal corrido a todo lo largo de la fachada, interrumpido de trecho en trecho por pies derechos de pino sin apenas desbastar y con el piso terrizo malamente esterado. Sus dimensiones se ajustaban a lo ordenado –sesenta metros de largo por diez de ancho-; no así su aislamiento del suelo, que no se levantaba sobre estacas hasta pie y medio del terreno, sino que apoyaba en una capa de balasto compactado, procedente de las sobras de la vía del ferrocarril. Los ventanales se protegían con unos bastidores macizados de cañas, hermanas de las que cerraban el edificio y rellenaban el tejado. Pegados a las paredes, dejando un amplio pasillo, se acoplaban catres y literas en dos niveles, adosados a pares, de modo que las camas –vale decir, las plazas para hospitalización- eran bastantes más de un centenar.


     Frente por frente al viento sur del pabellón de enfermos, dejando amplio espacio para los carros y el mástil de la bandera, se levantaba el dispensario, modesta barraca de madera, dividida en dos partes iguales por un vestíbulo abierto al exterior. A un lado, la sala de reconocimientos y, al fondo, lo que se rotulaba laboratorio y farmacia, que no guardaba otra cosa que mobiliario inservible y media docena de libros de anatomía y patología médica, sobre una polvorienta estantería colgada. Al otro lado de la entrada, los cuartos para los enfermeros y el médico de guardia, así como la sala destinada a alojar a la fuerza de vigilancia, formada por una escuadra de cabo y cuatro soldados de Sanidad, presidida por el formidable –aunque falso- cartel de enfermos contagiosos. La verdad es que casi todos los residentes lo eran, pues en aquella zona eran pocos los combates y muchas las infecciones, como en tantos otros lugares de la Isla[25].



     Gracias a la cercanía del Hospital de Caridad de Santa Isabel, se recibía en la Enfermería de Cárdenas la visita casi diaria de un facultativo de aquella. Habitualmente, se trataba del doctor Magaña, un criollo de estirpe andaluza, experimentado y agudo como un escalpelo, que fue precisamente quien recibió a Manuel Rojo y lo examinó sucintamente acerca de sus conocimientos médicos para hacerse cargo del puesto de segundo enfermero de aquel hospitalillo. La prueba, lógicamente, resultó satisfactoria; tanto así, que el médico preguntó:


-          Veamos. Una persona tan preparada y concienzuda como parece usted, ¿cómo viene a encerrarse en este chamizo, pudiendo prestar servicio en un verdadero hospital?

-          No le voy a mentir, doctor. Ya estuve sirviendo en La Habana, pero aquello era una verdadera zahúrda y, además, estaba sujeto a los caprichos de la jerarquía militar. Usted, como facultativo civil, habrá tenido alguna experiencia al respecto.


     El doctor sonrió:


-          Lo que es aquí, va a estar usted como el buey suelto. Solo tendrá por encima al enfermero titular Granjel, que no tiene más preocupación que el ron y las mulatas. Así que, si viene dispuesto a trabajar y sacrificarse, tendrá todas las facilidades. De hecho, yo le puedo dar todo el trabajo que quiera. Eso sí, no me pida medicamentos, que el Hospital de Caridad no está dispuesto a compartir sus menguados medios con la Sanidad Militar.

-          Ya sé bien lo que es eso –concedió Manuel-. Al menos, podré contar con sus visitas y consejo.

-          En cuanto a lo primero, haré lo posible. De lo segundo, estoy sobrado, siempre que no me plantee casos de conciencia. Aquí hacemos lo que podemos con los medios de que se dispone, y punto.


     Se despidieron con un apretón de manos muy efusivo. El doctor aún añadió:


-          Cuídese, que la fiebre amarilla está haciendo estragos por acá. Para usted siempre tendré algo de yodo a disposición. Si no nos cuidamos nosotros, ¿qué va a ser de los pacientes?


***


     Manuel, al fin, está feliz. En su pequeño mundo doliente, entre el suburbio y la manigua, hasta el que llega el aroma salino del mar, vive solo para servir a sus enfermos, sin más ayuda que la imagen de Maruja, con quien habla en silencio todas las noches, antes de caer rendido en las redes del sueño. Sus pesadillas se nutren de cortejos de carros de mulas, que transportan bastos féretros cargados con la fallida esperanza de una juventud; o de recurrentes visitas a oficinas siniestras, donde una y otra vez se le niegan medicinas y auxilios. Pero sale un nuevo sol y su cuerpo, entumecido y escuálido, se esfuerza por seguir al espíritu, que vuela hacia las camas de los heridos y contagiados, para dar comida, higiene, consuelo. El enfermero principal le deja hacer y se dedica a misiones administrativas y a los mil mandados precisos para mantener a ciento cincuenta personas. Los soldados sanitarios lo ayudan a regañadientes, temiendo por su propia salud. El doctor Magaña gira su visita cotidiana y le trae con frecuencia un poco de tasajo, agua potabilizada, desinfectantes, siempre con la misma –desobedecida- advertencia:


-          Es para ti. Cada día que estés en pie, son tres altas más que puedo dar.

-          Y también uno o dos soldados que se van para el otro barrio.

-          Pocos han de ser ya. ¿Sabes que los Estados Unidos nos han declarado anteayer la guerra?[26]

-          No había oído nada.

-          Pues es una razón más de que te cuides. Esto no puede durar mucho.


     El 12 de mayo era su aniversario. Lo comentó con Granjel:


-          Tengo unas pesetas ahorradas. Mira a ver si encargas a mi costa carne embuchada y algo de fruta para todos.


     Su compañero reaccionó de manera inesperada:


-          De acuerdo, pero vas a ser tú quien vaya al mercado. Tienes mala cara y un poco de distracción y aire puro te vendrán bien... No te inquietes; yo me encargo de los enfermos en tu ausencia. Será mi regalo de cumpleaños.


     El día 11, Manuel aparejó el carro del suministro y partió de madrugada hacia la ciudad. Pasó primero por el mercado, donde cargó plátanos, papayas, piñas y naranjas. Seguidamente, se encaminó al almacén de los Corzo, esperando le hicieran un buen precio en los embutidos. Tuvo que esperar a que abrieran al público La Favorita. Se presentó al dependiente como conocido de don Joaquín y le enseño como prueba su tarjeta. El tendero se encogió de hombros:


-          Los amos no han llegado aún. ¿Qué se le ofrece?


     Manuel no tenía prisa y sintió ganas de volver a charlar con el locuaz señor Corzo y, de paso, conseguir algún descuento. Llevó el carro hasta el Hospital de Santa Isabel y pidió a uno de los porteros que se lo vigilaran, pues soy muy amigo del Doctor Magaña. Luego, callejeó por la ciudad y se asomó al parque Colón. La gente parecía revuelta.


-          Han dado señal de alarma a las defensas. Deben ser otra vez los barcos americanos[27].


     En vista de ello, Rojo decidió regresar inmediatamente a La Favorita, tras recuperar el carro. Esta vez, Quinito se hallaba en la trastienda. Al punto, salió y lo abrazó efusivamente.


-          ¡Cuánto bueno, don Manuel! ¿Qué tal le va? ¿Cómo no ha venido a verme en tanto tiempo? Ya le hacía de regreso a La Habana. ¿Y qué, encontró trabajo?


    Lo más escueto que pudo, Manuel fue respondiendo a las numerosas preguntas de su interlocutor, quien entre tanto empezó a llamar a sus hermanos y a ponderarlo:


-          ¡Jacinto, Pelayo, venid acá! Este es el castellano del que os hablé, el que vino voluntario a Cuba para hacer de samaritano.


     Todo eran salutaciones y parabienes hasta que, pese a la penumbra del galpón, se percató Joaquín de la delgadez y mala cara del enfermero.


-          ¡Pero, hombre de Dios! ¿Cómo no se cuida usted? Tiene menos carne que un paraguas. ¡Y qué cara! Los he visto más sonrosados en el cementerio.


     Rojo no pudo menos de echarse a reír y salió con un chiste:


-          Para buen color, ya tengo mi apellido.


     En fin, Manuel dio razón de su trabajo y paradero, pasando luego a solicitar aquello que lo había llevado a La Favorita. Quinito, ni corto ni perezoso, empezó a amontonar ristras de chorizo, cecina, bacalao seco, un saco de azúcar, frutos secos, café… Su especial cliente le rogó que parase y le hiciera la cuenta. Y el otro:


-          Nada, nada, me das lo que puedas y el resto va de regalo. Es lo menos que podemos hacer por aquellos probitinos y por quien se está jugando la vida cuidándolos.


     Empezaba Manuel a trasladar los víveres al carro, cuando empezaron a oírse explosiones, cada vez más cercanas y numerosas. Recordó lo oído un rato antes en el Parque y avisó:


-          Han de ser los americanos, que están bombardeando la ciudad.


     Quinito reaccionó con presteza, ayudándolo a cargar la mercancía y encareciéndole la marcha inmediata. En la calle, todo eran ya gritos y carreras y el estruendo apenas permitía entenderse[28]. Los dos hombres se abrazaron. Manuel subió al carro y azuzó al mulo para partir raudo. Quinito entró a escape en el almacén y volvió a salir al momento.


-          Toma –dijo, entregándole un pequeño revólver cargado, envuelto en un paño blanco-. Ahí arriba estás indefenso, si van por vosotros.

-          ¿Qué pensáis hacer? –inquirió, a su vez, Manuel-.

-          Aguantar lo que podamos. Cinto, el mayor, está casado con una cubana pariente cercana de Capote[29]. Tal vez eso nos permita seguir con el negocio.


     Así dijo, palmeó vigorosamente al mulo en el anca y volvió a entrar en la tienda, cerrando tras de sí el portón. Al alejarse, Manuel recordó que, veinte años atrás, había celebrado su vigésimo segundo cumpleaños acudiendo también a La Favorita[30], invitado por su padre. Aún no había conocido entonces a Maruja y era joven, alegre, despreocupado. ¿Dónde estaría ahora su progenitor, si es que aún vivía? ¿Qué pensaría de él, si lo viera en medio de una guerra funesta, perdiendo la salud y quizá la vida, corriendo tras una mujer fantasmal?


     Fustigó por enésima vez al mulo y se encontró, al fin, en la senda de la Enfermería, a solas con sus desbocados pensamientos. De la ciudad le seguía llegando el eco de las explosiones, que hacían brotar fuego y humo del caserío. ¡Cuarenta y dos años, mañana, si me dejan llegar! Y pese a todo, cuando imaginaba los rostros de los enfermos asombrados con el banquete, sonreía.


***

   


      Pues sí, Manolo llegó al día siguiente, solo que en condiciones altamente sospechosas de contagio[31]. Se hallaba febril, sentía escalofríos y, al afeitarse, apreció en su tez un tono amarillento que el atezado del sol apenas disimulaba. Encogió los hombros y dijo para sí que ya era hora de pagar el tributo debido y descansar en paz. Solo sentía no llegar dispensando sus cuidados hasta el momento, ya no lejano, en que concluyese la guerra y los militares fueran repatriados. Pero tampoco su esposa había vivido el final de la epidemia que se la había llevado, a sus treinta y ocho años. Solo podía esperar y ver si todo quedaba en la primera fase de la enfermedad, cosa que acaecía en cuatro de cada cinco enfermos, siempre que no tuviesen otras dolencias y se cuidasen.


     La visita del Doctor se retrasaba. Entre tanto, Granjel dirigía el trabajo culinario de los soldados, preparando un potaje con los consabidos arroz y frijoles, a los que hoy se incorporaba el regalo cárnico de Manuel y Quinito, cuyos vapores alegraban la pituitaria en varios metros a la redonda. El cumpleañero atendía a los enfermos con cierta fatiga, sin desvelar la sorpresa que preparaba. Por fin, a eso de la una, cuando iban a distribuir la comida, llegó Magaña, seguido por un ordenanza del Hospital, que portaba un barrilete.


-          ¡Albricias, amigo Manuel! –exclamó el médico-. Hoy es un día grande: No solo cumples años, sino que les hemos dado una buena paliza a los yanquis, y a menor costa de lo que en un principio pensábamos.


     Seguidamente, elevando la voz para que pudieran escucharlo todos los presentes, Magaña relató los pormenores del combate naval entre españoles y americanos, que había concluido con la retirada de estos, tras vengarse bombardeando la ciudad, al parecer, con el pretexto de que se les había hecho fuego desde las fortificaciones portuarias.


-          … Y no ha habido más que un marinero herido, que han llevado a nuestro Hospital. Peor ha sido para los civiles, aunque no hay más de media docena de muertos y pocos más heridos. Por eso me he retrasado, hasta casi no llegar aquí a tiempo. Los daños de las bombas y los incendios sí que son cuantiosos.

-          ¿Sabe si han alcanzado La Favorita?, preguntó Manuel.

-          Sé que lo han sido varios almacenes, como también los Trinitarios, la estación de ferrocarril, el Teatro y muchos edificios más. Pero démonos por contentos y vamos a celebrar este día… Granjel, hágase cargo de ese envase; vierta su contenido en una perola y añada dos partes de agua por cada una de ron. Brindaremos por España y, a los postres, lo haréis por el enfermero voluntario más cabal que ha visto esta isla.


     Así dijo y, en un rapto de efusión, abrazó al homenajeado, pudiendo apreciar así su temblor y temperatura. Aflojó el lazo y contempló inquisitivamente su rostro demacrado e ictérico. Por el momento, evitó todo comentario:


-          Bien, señores –prosiguió-. Vamos con el brindis y catemos luego ese guiso que está diciendo comedme. Lamento no poder quedarme más con vosotros pero la ciudad está conmocionada y el Teniente Gobernador ha decretado el estado de alarma sanitaria.


***


     Para alarma, la de Manuel. Por la noche, en la soledad de su catre, enroscado en una manta, tiritando y con náuseas, digería la bronca que le había echado el Doctor y su advertencia final:


-          … Te quiero mañana por la mañana en Santa Isabel, para empezar el tratamiento, y esta misma tarde escribiré al Hospital Militar de Matanzas para que te cesen y manden a otro enfermero. Una persona contagiada de fiebre amarilla no está en condiciones de atender a nadie: es un peligro público.

-          Por favor, doctor, deme unos días de plazo, por si la enfermedad remite espontáneamente, como suele.

-          No en las infectas condiciones de esta Enfermería y de su entorno. Lo dicho. No olvides que estás aquí para servir a tu prójimo, no para suicidarte.


     ¡Suicidarse! ¿Cuál es la línea moral que separa el pecado del sacrificio? En el fondo, ¿había ido él hasta Cuba para cuidar enfermos con mero riesgo de su vida, o para ofrendar esta en el altar de la abnegación? ¿Se entregaba por amor o por penitencia? ¿Le importaba salvar a aquellos dolientes, sin nombre ni rostro, o seguir la vía dolorosa de Maruja hasta su calvario, para poder reunirse con ella en la Gloria, al anochecer?


     Hasta este momento, todo ello había sido uno, pero ahora alguien poderoso iba a poner su vida contra su destino; sus deberes para con los enfermos, contra el encuentro con su amada; en suma, una supervivencia incierta, frente a una muerte gloriosa.


     Su esposa no había tenido que pasar por aquel Getsemaní. Amar, servir, vivir, morir: todo  se había concertado de modo sucesivo y armónico. También a él se le ofrecía el cáliz pero, en el momento de mayor angustia, había perdido la mano en cuya fuerza descansar. Invocaba a Maruja y, en su lugar, imaginaba un pandemónium de figuras desconocidas y sarcásticas, que se burlaban de sus vacilaciones, mientras bailaban en torno del sepulcro de su amada. Poco a poco, en su delirio, los danzantes van adquiriendo rostro: su padre, Presenta, el cacique Urrea, el comandante del Monteferro, Diomedes y el capitán de la soflama, Matías y la atractiva Regina; todos le sonríen con ironía y menean la cabeza desdeñosamente.    


     Del barracón de los hospitalizados le llegan cada vez más nítidos los gritos y risotadas de los enfermos, afectados sin duda por el ron aguado que les proporcionó el Doctor. No deben estar mejor los soldados de guardia pues, pese a lo avanzado de la hora, se filtra por la deficiente contraventana una luminosidad que en plena noche está terminantemente prohibida, por razones de seguridad. En el delirio febril, cree percibir los disparos de un francotirador no muy lejano. Se levanta de la yacija, extrae el revólver bajo el colchón y, envuelto como está en la manta, sale al exterior. Uno de los guardianes, apostado en una esquina del dispensario, mosquetón en ristre, le susurra: ¡quieto!, ¡ocúltate! Manuel se detiene, duda. Los enfermos no han debido oír los disparos de los rebeldes, pues los quinqués continúan alumbrando y no han cesado las voces. ¡Están en peligro, si no se les avisa! Y está claro que la guardia no quiere correr ese riesgo.


     Levanta su arma y dispara al aire dos veces, en señal de alarma. Avanza hacia el barracón, trastabillando. Silba una bala y cae. La manta se va manchando de barro y sangre, mientras cesan los gritos y se apagan las luces. La vida se le escapa, aferrado al revólver como a un talismán que le abriese por fin las puertas del Paraíso.






      




[1]  Me limitaré a recordar que las precedentes referencias aluden a la guerra de Cuba (1895-1898), entre las tropas españolas y los rebeldes cubanos, decisivamente ayudados a la postre por los Estados Unidos.
[2]  Cita literal correspondiente al último párrafo de la Segunda Parte de la novela cuyo nombre celo por ahora, y que premonitoria y literalmente lleva  ahora Manuel Bermejo a su pensamiento.
[3]  En concreto, su artículo 991.
[4]  Esta frase no es de la cosecha de nuestro fray Carlos, pues ha sido atribuida, entre otros, a Confucio y a Cervantes.
[5]  Era lógica la sorpresa de Manuel: El amplio y seguro puerto de Leixões –sustituto del fluvial de Oporto para los grandes barcos- entró en funcionamiento en 1892 (solo cinco años antes, pues, de los hechos que aquí se narran).
[6]  Traducible libremente: Al triunfo, por el esfuerzo. Se trata de una máxima del filósofo Séneca.
[7]  En realidad, su denominación oficial era, desde 1842, la de Hospital General Militar de La Habana.
[8]  Las imágenes que se conservan de esta edificación sugieren que la misma tenía zonas de hasta dos pisos sobre la planta baja. No obstante, las referencias médicas se ajustan a lo que recoge este relato.
[9]  Nota del editor. Nombre que entonces se daba a la fiebre amarilla, al ser uno de sus síntomas más conspicuos el de vomitar sangre procedente del estómago.
[10]  Expresiones esencialmente coincidentes con las imaginadas o pronunciadas por el protagonista de la novela que este relato intenta continuar, como se verá cuando desvelemos su título en el último cuento de esta serie.
[11]  La frase original se asigna a Goethe.
[12]  Dado el contexto, tengo para mí que Diomedes se refería a los integrantes del Cuerpo de Voluntarios, poderosa y muy abundante milicia paramilitar pro española, que era prácticamente irresponsable y omnímoda en La Habana y otras ciudades, durante la Guerra de los Diez Años y en la de la Independencia de Cuba.
[13]  Alusión a los colores de la bandera española.
[14]  Se entiende ingenios de azúcar, es decir, explotaciones para producir esta a partir de la caña dulce.
[15]  Antigua expresión, que definía muy gráficamente una contabilidad primitiva, que no pasaba de agrupar los documentos mercantiles de todas clases mediante el expeditivo método de colgarlos de un clavo o cáncamo.
[16]  El famoso crucero acorazado USS Maine arribó a La Habana el 25 de enero de 1898, con el presunto propósito de velar por los ciudadanos e intereses americanos en aquella Cuba violenta y atribulada. Lo que sucedió después de su sospechosa voladura (15 de febrero de 1898) forma parte de la Historia.
[17]  Nota del editor. Es posible que la autora del relato confundiera el nombre de la iglesia, pues la genuina Santo Domingo de La Habana se cerró al culto el año de 1841. Posteriormente, los dominicos fundaron un nuevo convento de San Juan de Letrán en El Vedado habanero, cuya iglesia neogótica data de 1926; muy posterior, por tanto, a la fecha de los acontecimientos que se narran.
[18]  El accidente del U.S.S. Maine produjo 266 víctimas mortales entre su tripulación y dos muertos entre los que acudieron en su socorro. Con todo, estas cifras son discutidas, dando algunos otras, muy aproximadas a las citadas.
[19]  Una de las de media distancia más antiguas de Cuba, pues databa de 1848.
[20]  Cárdenas formaba –y forma- parte de la provincia cubana de Matanzas.
[21]  Eran, de mayor a menor, las tres categorías de instalaciones médicas para atender a los soldados españoles en Cuba. Según la inveterada costumbre hispana de exagerar los rangos, resultó que en 1898, de las 71 casas para procurar alivio médico a enfermos y heridos militares, 34 eran Hospitales; 29, Clínicas, y solo 8, Enfermerías. Es decir, tantas más, cuanto más dotadas y grandes. Claro está, todo ello, sobre el papel.
[22]  Puntualicemos. El citado Hospital se inauguró en 1862, siendo madrina del acto la insigne poetisa Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, esposa del coronel Verdugo, Teniente Gobernador que promovió la construcción. Tenía capacidad para unas ciento veinte camas y su plantilla médica era de unos 30 médicos, de los cincuenta que había censados en la ciudad. En el momento de su erección, el Hospital daba atención a una población de 45.000 habitantes. Su sustitución se produjo en 1959, siendo derribado y su solar convertido en la Plaza Roja de Cárdenas.
[23]  Precisamente, en mil ochocientos noventa y seis.
[24]  Debe referirse, en concreto, a la trocha Júcaro-Morón, fortificación con la que los españoles contaron inicialmente para impedir que el levantamiento independentista se extendiese a la parte occidental de Cuba.
[25]  Sin ánimo de polemizar en tema tan vidrioso, puede sostenerse que, de los entre 45.000 y 50.000 militares españoles caídos en la guerra de Cuba (1895-1898), no puede atribuirse a acciones de guerra más allá de un diez por ciento (algunos lo reducen a la mitad de este porcentaje). A los efectos de lo narrado en este relato, es de destacar que las Enfermerías Reglamentarias estaban pensadas solo para heridos leves o de imposible traslado inmediato, mientras que los soldados que sufrían enfermedades contagiosas tenían que ser atendidos dondequiera, dado su enorme número.
[26]  Las hostilidades entre España y los Estados Unidos se abrieron el 25 de abril de 1898.
[27]  Como consecuencia del bloqueo del puerto de Cárdenas, iniciado el 1 de mayo de 1898, se habían producido acciones armadas e intentos americanos de desembarco, los días 6 a 8 de dicho mes (Primera batalla de Cárdenas). Los combates habrían de recrudecerse en la tarde del once (Segunda batalla de Cárdenas), como se alude en la narración, con resultado también favorable para las armas españolas.
[28]  Una versión directa y casi sincrónica de estos sucesos es la del Diario de la Marina de La Habana, en su edición de tarde correspondiente al 16 de mayo de 1898.
[29]   Alusión casi segura a Domingo Méndez Capote (1863-1934), a la sazón Vicepresidente del Gobierno Revolucionario cubano y segundo del generalísimo Máximo Gómez. Su hermano Fernando (1853-1947) fue también independentista de importancia (además de médico muy prestigioso) y durante esta Guerra ocupó el cargo de Delegado de la República en Armas ante el Estado mejicano.
[30]    La Favorita es el título de una famosa ópera del compositor Gaetano Donizetti, estrenada en París en 1840. En la época por la que se escribió este relato estuvo de actualidad en Valladolid, a juzgar por la publicación en pliego de cordel de su argumento, por la Imprenta de E. Sáenz (Valladolid, 1903).
[31]  Nota del editor. Quede claro que la tesis de contagio de la fiebre amarilla de persona a persona es incorrecta y quedó desacreditada médicamente después de la Guerra de Cuba, si bien el médico cubano Carlos Finlay  (1833-1915) había intuido ya antes la necesidad de un insecto como vector de transmisión. Hacia 1914 se inoculó masivamente a la población cubana el oportuno suero, con lo que la enfermedad desapareció casi del todo de la Isla. Sabido es que el agente transmisor es el mosquito Aedes aegypti.