sábado, 26 de septiembre de 2015

FAUSTINO Y EL PEGOLÁ



Faustino y el Pegolá

Por Federico Bello Landrove

     He aquí un cuentecillo con moraleja, basado en hechos reales. Pido perdón a los fabricantes del Pegolá, o como rayos se llame ese producto.


     Faustino era un hombre íntegro y supo reconocer su falta:

-          Es que teníamos prisa y, en vez de recibirlo con cemento, usamos el Pegolá.

     No había sido él solo, pero los demás se excusaban a su manera. Hasta hubo alguno que apuntó a una mano negra, por aquello de que, en caso de duda, el culpable es aquel a quien la acción beneficia. Pero Faustino insistía:

-          Que no, hombre; que no lo ha roto nadie. Ha sido por el Pegolá.

     De cualquier forma, la cosa no era como para llamar a la Guardia Civil. El murete de contención del pozo se había cuarteado y por las rendijas fluyó incontrolada el agua, regadera abajo, hasta la acequia principal. En el camino, como por casualidad, había entrado por los surcos de Nicolás, fecundando sus calabacines y sus judías. Total, que al ir a regar al día siguiente, el pozo estaba exhausto y los veceros pusieron el grito en el cielo. También ellos eran gentes del Pegolá pero, a diferencia de Faustino, no querían reconocer su ligereza.

-          ¿Cuánto hace que echasteis el Pegolá, Faustino?
-          A finales del verano pasado sería. Ya ves, habrá que volver y darle de cemento.
-          Sí, más vale que dure un poco más.

     Faustino asintió, bajó la cabeza, y se metió en casa. Yo seguí mi camino, con una sonrisa irónica. A cada golpe de mi cayado en el camino, la tierra reseca cantaba ritmicamente pego… lá, pego… lá, pego… lá.

     Y como uno es muy pensante y, además, le cuesta trabajo dejar fuera de sus vacaciones las cuestiones de todos los días, empezó a ponerle letra a aquel vergonzante estribillo:

-          Los dilapidadores no pagan sus deudas: … Pegolá.
-          Los que administran lo público se lo apropian: … Pegolá.
-          Las leyes no se cumplen: … Pegolá.
-          Las instituciones no funcionan: … Pegolá.

     Avivé el paso, a tiempo de allegro con brio, improvisando octosílabos con cesura: Abogados, Pegola; ingenieros, Pegolá; sanitarios, Pegolá; sindicatos, Pegolá; desgobierno, Pegolá; matrimonios, Pegolá.

     No tardé en cansarme de un paso tan vivo. De no ser por eso, habría tenido Pegolá para rato. Y es que cada año que pasa, mi andadura es menos eficaz y duradera… Como los trabajos con Pegolá.

     Amigo Faustino, lo reconozcamos o no, somos muchos los que echamos Pegolá para casi todo; solo que, a diferencia de ti, lo hacemos sin confesión y sin vergüenza.



sábado, 19 de septiembre de 2015

CRÓNICAS DE UN CLAUSTRO (III)





Crónicas de un claustro (III)

Por Federico Bello Landrove

     Concluyen con esta entrega las Crónicas de un claustro, mezcla de rumores, fantasías y vivencias –por este orden- de mis felices tiempos del bachillerato y otros próximos. He procurado mezclar la ingenuidad de entonces con mi actual perfidia, la sensibilidad con la ironía. Insisto en recomendarles que lean previamente las entregas anteriores, a fin de que algunos personajes comunes a ellas no les resulten totalmente desconocidos.




8.  Una noche muy movida

     Los llamados viajes de estudios ya no son lo que eran. Aunque tópico, eso solo es parcialmente cierto: Los viajes susodichos siguen siendo de tan pocos estudios hoy como ayer. En cambio, dos aspectos los hacen completamente distintos, cincuenta años después: lo mucho que han visto y viajado los adolescentes de hoy, y el mayor respeto de entonces hacia los profesores que trataban de controlar las peripecias nocturnas de sus alumnos excursionistas.

     ¡Oh, las excursiones escolares! ¿Qué docente, aún de los de antaño, no sentía un escalofrío cuando el director planteaba la peliaguda pregunta de quién se apuntaba para el viaje de fin de curso, o de bachiller? Con todo, dice mucho del amor de los enseñantes de Medias por el riesgo –y por sus alumnos- el que siempre los había dispuestos a dar el sí, de forma más o menos voluntaria. Generalmente, la pesada carga se repartía entre ambos sexos y por edades. Proporción: un profesor por cada quince o veinte alumnos era lo aconsejable. Ergo, entre dos y cuatro docentes acababan subiendo al autobús de las delicias, con tanto valor como buena voluntad. El Director, o algún otro cargo del Centro, acudía a despedir la expedición, generalmente aprestada para un periplo por el sur o el este de España, supuesto que el Instituto radicase en la Meseta norte; en Castellar, por ejemplo.

     El viaje de aquel año no fue una excepción. A la señorita Historia –ya conocida de la entrega I- y Milagros, adjunta de Matemáticas, veteranas ambas, se agregaron un par de profesores veinteañeros y célibes. Él impartía Educación Física y, aunque bajito, su poderosa musculatura y los ojos azules habrían causado estragos en otro Instituto que no fuera masculino –y aún así...-. Ella era una ayudante de Lengua, a quien yo conocía de vista por ser vecina de mi abuela materna, razón por la que me constaba que tenía novio o, al menos, acompañante asiduo.

     La primera noche se pernoctó en Zaragoza. Ya fuese por el madrugón y la paliza de autocar, ya por especial intercesión de la Virgen del Pilar, la gente se retiró a buena hora y durmieron razonablemente hasta las nueve y pico del día siguiente. La visita a la capital aragonesa fue muy breve (el Pilar y la Seo) y el recorrido hasta Barcelona, por buena carretera y no excesivamente largo. Llegados los castellarenses a la Ciudad Condal, hubieron de repartirse entre dos hostales, en la animada zona de la Plaza Real. Para el debido control, los profesores se dividieron por parejas. Nadie supo los motivos que los llevaron a distribuirse según edades, pero lo cierto es que las veteranas se quedaron en el establecimiento de mejor pinta, en tanto el gimnasta y la ayudante de Lengua pecharon con la pensión Raval, de infeliz recordación para algunos.

     Después de cenar y de un paseo por las Ramblas y alrededores, los estudiantes hubieron de reintegrarse a sus respectivos hostales, con poco sueño y muchas ganas de jarana. Las crónicas nada narran de lo acaecido en el alojamiento de Historia, Milagros y sus veinte cachorros. Supongo que no sería muy diferente de lo que pasó en la pensión Raval, hasta que los profesores se volvieron roncos y desde la recepción se amenazó con llamar a la Policía. En vista de ello, a eso de la una y media, cesaron los cánticos y las carreras por los pasillos y fueron sustituidos por las timbas en algunas habitaciones y la ingestión de bebidas espirituosas en grupo, conductas mucho más pecaminosas pero, de sí, menos ruidosas y conspicuas.

     En uno de esos desplazamientos colectivos que tales actividades implicaban, un grupito de alumnos escuchó a través de una puerta el rítmico crujido de un somier, acompasado con la voz entrecortada y quejumbrosa de una fémina. ¡Para qué queremos más! Los muchachos, entre risas sofocadas y comentarios bisbisantes subidos de tono, pegaron la oreja a la madera sin hacerse notar de los de dentro, hasta que uno de los espías, con razón o sin ella, exclamó:

-          ¡Anda, pero si es la voz de la de Lengua!

     Tan insólito descubrimiento provocó en sus oyentes risas y exclamaciones de asombro, que paralizaron de golpe la actuación de los ocupantes del cuarto, sustituyendo a poco el ruido de la cama por el de unos pasos sobre la tarima. Pero nada hay que corra más que unos adolescentes en apuros. Antes de que una figura se recortase en la puerta de la habitación 19 –esto del número es seguro; lo de que fuese un hombre en calzoncillos parece, más bien, una leyenda urbana-, los mozos curiosos eran un recuerdo en el pasillo en penumbra.

***

     Nunca fue fácil lo de ponerle el cascabel al gato. Quiero decir que nadie se atrevió a preguntar al hosco posadero quién había sido el huésped de la habitación 19 la noche pasada. A riesgo de quedarse bizco, alguien creyó leer de soslayo un apellido similar al Fermoso del gimnasta. Lo cierto es que, a la noche siguiente, en medio de una expectación nunca vista, Fermoso y la fermosa se recogieron en sus respectivas habitaciones, de dos pisos distintos y sin el número diecinueve sobre el dintel. Claro que la verdad nunca debe echar a perder una buena historia:

-          Seguro que se han cambiado de habitación –gruñó el perito en voces-. Se darían cuenta de que los habíamos descubierto…

     Para entender lo que pasó en las jornadas siguientes, nada mejor ni más preciso que el Aria de la calumnia de El barbero de Sevilla. Como mi voz de bajo no es buena ni con los efectos de una laringitis catarral, me permitirán la remisión a las delicias de la discografía. Por lo demás, mis lectores son inteligentes y yo, poco dado a relatar obviedades. Así que…

     … Para cuando la excursión regresó a Castellar, la noche de Barcelona nada tenía que envidiar a las de Sodoma y Gomorra. En vano hubo una vigorosa defensa de los sospechosos por parte de la señorita Historia, jefa de la expedición. Inutilmente el Director, con su perspicacia proverbial, formó una Comisión indagatoria, que cuando quiso empezar a investigar, se topó con las vacaciones de verano y la salida del Instituto de muchos de los espías de pasillo, ahora ya flamantes bachilleres. Para el siguiente octubre, el tema estaba olvidado, o resultaba incorrecto y obsoleto tomarlo como materia de broma y conversación. Pero, como decía Esiquio, mi bedel favorito:

-          Siempre hay alguien que paga el pato. Habrás notado que la señorita del Valle no ha vuelto por el Instituto.

     Y yo, muy ufano por saber algo que él parecía ignorar:

-          Y se quedó sin novio. No la he vuelto a ver con él.

     Aunque, la verdad sea dicha, no sé si entre Barcelona y esa ruptura hubo relación de causa a efecto. Me gustaría creer que no.


9.  Los jubilosos clarines del Progreso

     Aunque ustedes no lo crean, me caía bien entonces el Director del Instituto. Fue cosa suya el organizar un magno vino español cuando la jubilación de Esiquio y permitirle continuar como usufructuario de su casita oficial de la torre todo el tiempo que quieras –el bedel era prudente y se buscó otro acomodo apenas unos meses después de cumplir los setenta-. Cuando don Fermín empezó a caerme gordo fue cuando le nombraron Presidente de la Diputación, con derecho a compatibilidad con la Dirección. Don Fernando, el literato, decía que había de ser porque ambos edificios daban a la misma plaza, según había demostrado Carlos I, cuatro siglos y pico antes[1].

     Mi madre, que había sido alumna suya cuando empezaba su labor académica, lo lamentaba:

-          ¡Qué pena que se meta en Política, con lo buen profesor que era! 

     Y no le faltaba razón. Siguió siendo un maestro de calidad muy respetable, pero el interés por el Centro y su infalible asistencia a las clases se resintieron mucho. Tal vez por ello, decidió dejar en el Instituto una impronta inolvidable por otros medios. Haciendo alarde de sablazos e influencias, decidió dotarnos de ¡una piscina climatizada y cubierta! Como él mismo llegó a decir en el paraninfo, sin que nadie le tirase nada, habían sonado para nuestro Instituto los jubilosos clarines del Progreso.

     La iniciativa despertó los sentimientos habituales en nuestro País, cuando alguien promueve algo extraordinario: incredulidad, envidia y alusión a inconfesables beneficios personales. Nada de ello arredró al ilustre prócer quien, para acallar dudas y prejuicios, se trajo para poner la primera piedra al Subsecretario del Ministerio de Educación, nada menos.

     Yo me hallaba entonces en mi último curso del liceo, entonces llamado Preuniversitario. En consecuencia, nada esperaba de la futura piscina a nivel egoísta. Más aún, cuando el inevitable Esiquio me confesó:

-          Dice el arquitecto que van a tener problemas. La piscina va muy baja respecto del nivel de la calle y será muy grande la presión del agua en las tuberías.
-          Eres la monda, Esiquio. ¿Cómo lo sabes tan de primera mano?
-          ¡Toma!, como que lo conozco, a él y a sus hermanos: listos pero vagos.
-          Habrán cambiado. Todo el mundo cambia, repliqué recordando la lección de Heráclito.


***

     Pasó el tiempo y, al fin, en primera de El Noticiero apareció la feliz noticia:

     A las cinco de esta tarde, se procederá a la inauguración de la piscina cubierta del Instituto Masculino, tras laboriosas obras que han durado tres años. Cuando se proyectó, era la primera instalación de sus características en los Centros docentes estatales… La pileta, de veinticinco metros y seis calles, permitirá celebrar en ella competiciones oficiales y servirá al entrenamiento de aventajados nadadores de nuestra ciudad… Los vestuarios… Las duchas y sala de masaje… Presidirá la inauguración el Ministro de Educación…

     Todo ello era muy reconfortante. La obra había sido coronada por el éxito o, cuando menos, con su fin. Esiquio, aunque bastante achacoso, podría comprobar que su pesimismo era infundado. En cuanto a mí, como antiguo alumno del Centro, iba a tener la posibilidad de disfrutar por las tardes de las templadas y puras ondas, siempre que encontrase tiempo y dinero para ello. Hay algunos días en que es grande ser joven.

     Me imaginaba a don Fermín, todo orondo de su mayor logro, descubriendo la placa que había de perpetuar su memoria: Inaugurose esta piscina cubierta y sus instalaciones complementarias, el día…, por el Excmo. Sr. Ministro de Educación, Don ..., siendo Director del Instituto el Iltmo. Sr. Don Fermín… ¡Qué legítimo orgullo para él y para cuantos amábamos aquel Centro docente, que nos había acogido y formado durante siete largos años. ¡Y qué envidia para los Colegios privados que, como mucho, podían presumir de piscina al aire libre, en aquel Castellar de heladas y nieblas! Estuve a punto de fumarme el estudio aquella tarde para acudir a la mentada inauguración y estrechar la mano del profesor metido a político. Como casi siempre en la vida, me bastó con la buena intención.

     En consecuencia, me veo obligado a ser un mero testigo de referencia, aunque mis fuentes sean dignas de crédito. Es el hecho que el acto comenzó con la bendición de las instalaciones por Manolín, Jefe de Estudios del Instituto y profesor de Religión del mismo –como ya saben los lectores de la susodicha primera entrega de esta saga-. Siguieron los discursos y el descubrimiento de la lápida conmemorativa. Finalmente, las Autoridades y acompañantes realizaron un detenido recorrido por las instalaciones, amenizado por la rondalla del Centro y las demostraciones de destreza acuática de un grupo de nadadores del club Tritones de Samoa. Claro está que, en aquella época oscurantista de censura previa, El Noticiero había tenido que retirar cualquier referencia a la más notable destreza acuática de la tarde que, precisamente, no corrió a cargo de ningún tritón, sino del propio Ministro.

     Y es que, girando visita a la pileta por el estrecho pasillo lateral de la misma, una junta de la tubería principal estalló de la presión, provocando la salida de un potente chorro de agua que, al impactar en el compacto grupo de visitantes, fue a dar con tres o cuatro de ellos en la calle seis de la piscina, afortunadamente llena de agua. Uno de los lanzados fue el señor Ministro quien, como los demás improvisados bañistas, fue inmediatamente socorrido por los fornidos tritones, que a la sazón se estaban marcando unos cien metros braza imponentes. Eso sí, ante la falta de ropa de repuesto adecuada, el Ministro y demás personajes empapados hubieron de cubrir su humanidad con los albornoces celestes de los chicos de Samoa y ser evacuados en vehículo oficial o taxi, hasta sus respectivos alojamientos.

     Pueden ustedes comprender ahora por qué admiraba tanto a Esiquio y fiaba en sus predicciones. Y también podrán deducir con facilidad lo corta que fue la carrera política de don Fermín, a partir de ese momento. Mas no todo fueron desgracias. Los vicios ocultos de la instalación –no muy ocultos, la verdad- fueron reparados y durante veinte años pudo dar salud y solaz a sus usuarios, entre los cuales tuve la fortuna de contarme durante algún tiempo.


10.    La casamentera



     La verdad sea dicha, Dios no la había hecho atractiva físicamente, pero la cosa no era para tanto, como ponerle el mote de La Bicho, con el que pronto fue conocida por los perversos alumnos de su Instituto. Pequeña, miope, muy morena, con ostensible desviación de columna, es probable que Julita tuviera que hacer acopio de la Filosofía que enseñaba, para aplicársela a sí misma. Pues lo cierto es que su carácter era encantador: simpática, dicharachera, siempre de buen humor y dispuesta a quitar hierro a los incidentes académicos. Cuando la conocíamos mejor, el apodo peyorativo era paulatinamente reemplazado por el diminutivo; pero, ¿cuántos alumnos estábamos en disposición de conocer a nuestros profesores, más allá del tópico y la defensiva?

     Si algo tenía Julita que no gustaba era su constante inclinación a buscar media naranja a todo célibe que se moviera a su alrededor. ¡Incluso a los alumnos de los dos últimos cursos! ¡Y qué efusiva satisfacción, cuando lograba emparejar a alguien de su predilección! Tal parecía que, para ella, la famosa definición de la persona por Boecio tenía que ser objeto de un pequeño cambio: sustancia dual de naturaleza racional. Vamos, que uno no era nadie hasta que se casaba o ennoviaba. Hubo muchos que, para quitársela de delante, fingían estar comprometidos, o a punto de entrar en religión.

     Casi todo lo que acabo de exponer me fue transmitido o corroborado -¡cómo no!- por Esiquio, cuyos níveos bigotes caídos se agitaban de la risa al decirme:

-          ¡Esta mujer es incansable! ¿Querrá creer que me quiere buscar una cita con una vecina suya, que regenta un estanco?
-          ¿Tú fumas?, inquirí malicioso.
-          ¡Es el colmo! –prosiguió-. Según ella, permanecer viudo es un lamentable desperdicio. ¿Se imagina, a mi edad volviendo a empezar?

     Y reía inconteniblemente. Yo, desde mi ignorancia de la vida, apenas paliada por la inmersión en la Lógica aristotélico-tomista, me decía que la buena de Julita, ya que tenía muy difícil lo del casorio, se dedicaba a buscárselo a los demás. Estaba por ver si en ello tenía buen olfato y buena maña; algo que tuve ocasión de valorar con ocasión de mi viaje de estudios de fin de bachiller por tierras sureñas. No les miento: mi viaje de sexto curso. El aludido en el apartado 8 de este mismo multirrelato (“Una noche muy movida”) no lo viví en persona, por mi bien.

***


     Aquel año correspondió la dirección del viaje a Manolín, el cura Jefe de Estudios, y ya se sabe que, organizando las cosas él, la austeridad era la norma. Campings y tiendas de campaña para alojarse; latas de sardinas y calamares como alimento cotidiano, y una sobrealimentación a base de un embutido llamado lunch, adquirido directamente en un matadero extremeño, cuyo sabor y textura todavía recuerdo con horror. Y, junto a Manolín, la entrañable Julita y la consabida pareja de jóvenes solteros, urdida por la profesora casamentera con las más evidentes intenciones. Si los implicados iban a la excursión de buen grado o no, y si estaban al corriente de la encerrona juliana, son datos que no estoy en condiciones de desmentir ni confirmar. Ni siquiera me acuerdo del nombre de la chica; sí del apellido del novato profesor, por razones que más adelante descubrirán.

     La primera acampada tuvo lugar en las inmediaciones de Mérida, en una chopera a orillas del Guadiana. Las bellezas arqueológicas de Emerita Augusta sin duda exaltaron nuestros ánimos, por no hablar de la euforia de montar las tiendas sin apenas luz ni experiencia de ello. Es sabido que excitación nerviosa no facilita conciliar el sueño, como también que ciertas comidas y una posición sedente largas horas mantenida favorecen el meteorismo. En fin, apenas recluidos en nuestros modestos habitáculos, a alguien se le ocurrió, con éxito inenarrable, la idea de organizar entre las diversas tiendas un concurso de cuescos.

     No creo que la noche muy movida de Barcelona –ya citada- tuviese nada que envidiar a la de Mérida que les estoy contando, ni en estruendosa algazara, ni en sana alegría. Con verdad o simuladamente, algunos estudiantes consideraron imposible para sus pituitarias el permanecer en las tiendas y comenzaron a vagar por el campamento en tinieblas, tropezando con las cuerdas o vientos y provocando con ello la pérdida de la verticalidad de los mástiles. Las quejas de los afectados adquirieron la forma de palabrotas e insultos y se corrió el riesgo inminente de que los campistas llegasen a las manos.

     Menos mal que allí estaba Manolín –a partir de ese momento, don Manuel-, que salió bruscamente de su tienda, provisto de una linterna, y rugiendo:

-          ¡Sinvergüenzas. Mañana nos volvemos todos a Castellar!   

     Las rondas de los dos profesores varones apaciguaron mucho el escándalo. Desde luego, lo suficiente para que todos captásemos las demandas de auxilio que las profesoras lanzaban desde su tienda. Pues habrán de saber que –según luego se aclaró- el habitáculo de Julita y la profesora joven había sido de los más damnificados por las incursiones precedentes, hasta el punto de quedar inhabitable. Qué moviera a Julita a llamar al profesor mozo y seglar, en vez de a don Manuel, es algo que parece inexplicable. El caso es que…

-          ¡Serrano, ven!

     Abucheo general.

     El profesor Serrano debió ser el único que no se enterara de la llamada de auxilio. Así que, la segunda vez, fue su joven colega la que clamó, aún más alto:

-          ¡Pero Serrano, ¿no vienes?!

     La algarabía fue de época y tardó largo tiempo en disiparse, hasta que don Manuel, fuera de sí, empezó a sacar de las tiendas a los comentaristas más procaces, para que se tranquilizasen hasta la madrugada. Eso sí, aquel buen sacerdote no olvidaba la caridad ni en los peores momentos: La guardia nocturna pudo pertrecharse de mantas.

***

     Finalmente, los sinvergüenzas no regresaron a Castellar al siguiente día. Supongo que el temor al escándalo tendría algo que ver con ello. Desde luego, la excursión discurrió en adelante por derroteros más moderados –por más que el hediondo concurso prosiguiera- y las caras de las profesoras evidenciaban cierta tensión por su contribución, involuntaria, al tumulto, ¡y con un sacerdote como testigo!

     Yo los perdí de vista al año siguiente, pero tengo para mí que don Manuel –de nuevo Manolín- se lo pensaría dos veces antes de promover más viajes de estudios en régimen de acampada. ¿Y Julita? ¿Moderaría sus ímpetus en pro del casorio ajeno? Un día se lo pregunte a Esiquio, ya jubilado, quien me respondió con la conocida paremia:

-          Genio y figura, hasta la sepultura.

     Pues que la tierra sea leve para ella.


11.    Un grito en la oscuridad

     Creo haber hecho mención en otro episodio de esta serie al señor Galdós, el represaliado profesor adjunto de Matemáticas quien, tras haber pasado diez años de suspensión de empleo y sueldo por responsabilidades políticas, fue reincorporado al funcionariado en el  Instituto de Cangas del Narcea. Una década después, logró meter la cabeza en el liceo masculino de Castellar donde, entre la comprensión y la tolerancia, se consentían sus exabruptos y accesos ocasionales de izquierdismo visceral. El más conspicuo era –como en los republicanos de antaño, según mi tío Ricardo- su aversión hacia la presencia de curas en el profesorado del Centro. Afortunadamente para él, nuestra Guerra ya iba quedando muy lejos en el tiempo y la Dictadura se convertía en dictablanda, en opinión de Manolín, especialista en quitar importancia a las frases más atrevidas de aquel viejo profesor, sobre todo, cuando andaba cerca el de Formación Política, a quien yo todavía conocí de camisa azul y corbata negra en los días fastos o luctuosos para la Falange. Luego resultó que el fascista no abrió jamás la boca y acudió al acto de jubilación de Galdós, pronunciando el brindis más emotivo; o que Manolín asistió al matemático en su agonía y hasta lo amortajó, al morir abandonado de todos. Eso no me lo contó Esiquio, sino que me llegó por conducto del portero de la casa, a quien yo había llevado más de un asunto legal.

     No fui alumno del profesor Galdós, que impartía sus clases a los alumnos de Ciencias del bachiller superior. De los comentarios y anécdotas que me contaban, lo tenía por un tipo agriado y ridículo, por motivos que se me escapaban, si es que –pensaba yo entonces- hacían falta razones para que un profesor mayor tuviese esas cualidades tan comunes en ellos. Una vez más, Esiquio tuvo que ser quien me abriese los ojos, de manera bien cruda, por cierto:

-          Muchos le echan en cara el vivir en el pasado. Habría que ver que harían ellos con media familia en Francia y otra media en el cementerio.
-          ¿Alguna epidemia, tal vez?
-          Hijo, Delgado, hay veces que pareces…; vamos, que no haces honor a los de tu familia.

     La verdad es que, en mi ignorancia, no todo era culpa mía. Por unas razones u otras –siempre por mi bien- mis padres no hablaban nunca de ciertas cosas y la vida de mis abuelos y sus coetáneos me era tan extraña como la de Recesvinto.

***

     La jubilación de Esiquio me viene a la cabeza asociada siempre con aquella campaña machacona de los 25 años de paz. Tal vez sea porque, con gran enfado por mi parte –todo lo que suponía atenciones a los profesores y el personal del Instituto me parecía hacer la pelotilla-, mis padres me encomendaron que le entregase en mano un obsequio en aquel día. Para mi mayor vergüenza, aterricé en pleno vino español, con el bedel rodeado de profesores y otra gente mayor. La señorita Historia me puso en la mano un vaso de refresco y Manolín me retuvo con un optimista algún día te contarás entre nosotros; muy halagador, sin duda, pero a años luz de mis expectativas de entonces. Pues bien –al grano-, fue allí donde escuche la famosa frase por primera vez, de labios de Galdós, con el énfasis y la voz cascada en él habituales:

-          Paz, paz… Franco no sabe de paz. Lo único que conoce es la victoria.

     Eso es todo lo que asocio a los famosos 25 años que, por cierto, significaron para mi cultura un notable enriquecimiento, por aquello de que muchos carteles se rotularon también en catalán y vasco. Para que luego digan que la propaganda no educa…

     Aquel mismo año 1964 fue el del estreno de la película, supuestamente documental y biográfica, Franco, ese hombre[2],  algo que revolvió las tripas del profesor Galdós, hasta tal punto, que decidió no ser menos que aquel falangista valeroso que, en el Valle de los Caídos, había osado interrumpir el funeral de José Antonio, con el grito de ¡Franco, eres un traidor![3] Si alguien de su cuerda le había plantado cara, ¿cómo era posible que sus enemigos permitieran que pasease su inhumanidad por las pantallas de España, entre ditirambos y grandes ovaciones? Manolín, su confidente de los últimos momentos, me aclaraba, muchos años después:

-          Según parece, aquel año fue aciago para él. Su hermano mayor falleció en Venezuela, víctima del cáncer, sin haberse atrevido a volver a España y morir aquí, lo que era su mayor ilusión. Don Vicente –el profesor Galdós, para mí- estaba dispuesto a echar en cara a Franco, en público, su crueldad. Podía haberlo hecho en Castellar –decía-, pero lo descartó por ser muy conocido y por la vergüenza que le podían hacer pasar ante sus colegas y sus alumnos. No siendo aquí, ¡qué mejor que en Madrid, la Capital, en la gran sala en que proyectaban la película! Y, ya ves tú, eso lo salvó.

-          ¿Cómo que lo salvó? ¿Qué quiere decir con eso, don Manuel?

-          Manuel, y gracias. Te respondo. Escogió la sesión de noche de un día de diciembre, próximo a las vacaciones de Navidad. Dio sus clases, como si tal cosa. Cogió el tren de la tarde y se plantó en Madrid dispuesto a dar la nota. ¡Y no te creas que de cualquier forma! Ya sabes que hubo una época en que se daban los gritos de ritual, invocando por tres veces el apellido de Franco. Pues bien, según me contaba Vicente, se pasó varios días buscando los insultos que mejor y más severamente cuadrasen al Dictador. Finalmente, escogió tres, que no voy a revelarte todavía, para tenerte más intrigado.

-          Vale, vale, aunque no me resultaría difícil adivinar, al menos, dos de ellos.

-          ¡Je! Seguro que algo te han contado, porque, lo que es, ni en la prensa, ni en la radio, ni en la tele dijeron una palabra, como es natural. De modo y manera que, sin ni siquiera cenar, Vicente cogió un taxi hasta el Palacio de la Música, sacó una entrada del primer piso –para que se me oyera mejor, decía- y decidió organizar el pitote en el minuto dieciséis de proyección, por ser ese número su favorito.

-          Ya es aquilatar. Supongo que tendría un reloj con esfera luminosa.

-          Eso no puedo respondértelo. El caso es que, un par de minutos antes, se levantó y encaminose a las últimas filas del anfiteatro y desde allí, en el momento oportuno, con aquella voz suya tan típica, gritó rítmicamente: ¡Franco…asesino. Franco…ladrón. Franco…sangriento dictador! Y salió corriendo escaleras abajo.

-          ¡Ah, vamos! Yo pensé que se quedaría quieto, dando la cara.

-          Nunca aclaró si la huida había sido un acto reflejo, o si la tenía planeada. De todas formas, no era fácil escapar. De entrada le salvó la paralización general por la oscuridad y la sorpresa; y eso que, dada la índole de la película y ser el local de su estreno, seguro que había Policía. El caso es que llegó al vestíbulo y ¿qué dirás que pasó?

-          Ni idea.

-          Pues que se dio de manos a boca con un tipo joven que, o bien llegaba tarde, o bien se había entretenido en los servicios o en el bar. El caso es que cogió del brazo al profesor y lo llevó a rastras hasta la barra del bar, cogió el vaso de tubo que acababa de dejar sin apurarlo y ordenó al camarero, como quien lo conoce:
-          Anda, Felipe –o como se llamase-, ponme otra ginebra con tónica, que estoy fatal del estómago. ¿Y aquí, al amigo?
-          Un té con limón, balbuceó Vicente, a quien le parecía estar en Babia.
-          Buena gente que hay por el mundo –prosiguió el joven, pasando un brazo por los hombros al profesor-. Porque has de saber que este señor estaba en el wáter y me echó una mano. Si no, me caigo redondo.
-          Es lo malo que tienen las indigestiones –apostilló el camarero-. Te vienen los mareos y no sabes qué hacer.
-          Además, yo llevo fatal lo de arrojar. No tengo facilidad ninguna.
-          ¿No han visto pasar a algún individuo corriendo? –interrumpió un sujeto fornido, seguramente policía secreta-.
-          No, señor. ¿Es que ha robado a alguien?
-          Mucho peor. Ha ofendido al Caudillo.
-          Hay gente para todo, replicó el joven con gesto despectivo, al tiempo que hacía un rapidísimo guiño al camarero.
     El presunto policía los miró con cierto recelo, pero el camarero intervino:
-          Don Antolín, ¿llamo a un médico?
-          ¿Qué le pasa? –preguntó el sujeto fornido-. ¿Se encuentra mal?
-          Una indigestión como un piano –respondió Antolín-. Si no llega a ser por este señor, me desmayo en los servicios a poco de empezar la película.

-          Vaya, vaya, don Manuel. Un ángel de la guarda no lo habría hecho mejor.

-          Un ángel no habría mentido, puntualizó el sacerdote.


***

     Hasta aquí, lo que consideró oportuno relatarme Manolín, tal vez, por proteger al buen samaritano, toda vez que aún no había fallecido Franco. Cuando, al fin, bajó a su imponente sepulcro, pude enterarme del final de la historia. Hubo de ser don Fernando, el de Literatura, único confidente de Galdós en el Instituto, quien me pusiera al corriente:

-          Pues, sí, Vicente y su salvador salieron sin problemas del cine, cogieron un taxi al paso y se fueron a cenar al Madrid de los Austrias. La indigestión del joven y el cerote que había pasado el viejo no les impidieron dar buena cuenta del yantar. Al concluir, pagaron a escote y el joven –Antolín, como sabes- preguntó a Vicente si había reservado habitación en algún lugar. Yo había pensado en la Comisaría, replicó el interpelado. Pues nada, don Vicente, se viene usted a mi casa y mañana será otro día.

-          Vaya sujeto atento.

-          Espera, espera. De camino a casa, Antolín preguntó a Vicente: Pero, ¿no se acuerda de mí o es que está gastándome una broma? Y Vicente: Llevo toda la noche dándole vueltas a dónde pueda haber visto su cara, pero no hay tu tía. Y Antolín: Pues tengo aún bastante acento asturiano, aunque lleve muchos años en Madrid, dando clase en un Instituto de Aluche, como le he contado. En fin, que se despejó la incógnita: Antolín del Cueto había sido alumno de Vicente Galdós en Cangas del Narcea y  había reconocido a su antiguo profesor desde el primer momento, cuando chocaron en el Palacio de la Música.

-          Acabáramos: Por eso se portó todo lo bien que lo hizo.

-          Así lo supuso Vicente, quien también pensó que su salvador era de la misma ideología política. Pero en eso dio un patinazo. Antolín del Cueto era de una familia de derechas, que había sido masacrada durante la Guerra Civil por los esbirros del republicano Consejo Soberano de Asturias y León[4]. Así que ya ves, el bueno de Vicente fue por esta vez el alumno, y su alumno quien le dio una lección.

-          Espero que le aprovechase.

-          Desde luego, aunque los mayores cambiamos poco. Contó que, al día siguiente muy de mañana, Antolín lo acompañó a la Estación del Norte y, al despedirlo, le dijo: Don Vicente, desde ahora, más clases y menos gestos. Y añadió: Ser maestro es sembrar para poder mejorar el mundo, y eso no se consigue gritando.

-          Buena valoración, aunque un pelín exagerada. ¿No cree, don Fernando?

-          Yo no lo creo, Delgado. Quizá por eso he sido profesor durante cuarenta y siete años; y tan feliz, pese a todo con lo que me ha tocado pechar.






[1]  Alusión incomprensible para quienes no tengan nada que ver con Castellar. En todo caso, los remito al curioso episodio de dónde fue bautizado Felipe II y por qué lo fue allí.
[2]  Con guión de José María Sánchez Silva y José Luis Sáenz de Heredia y dirección de este último. El magno estreno se produjo el 11 de noviembre de 1964, en el Palacio de la Música de la Gran Vía madrileña.
[3]  El incidente acaeció el 22 de noviembre de 1960 en la basílica del Valle de los Caídos. El osado fue el falangista Román Alonso Urdiales, de 22 años de edad entonces, quien por ello fue condenado en Consejo de Guerra (estaba cumpliendo el Servicio Militar) a doce años de prisión mayor, de los que cumplió efectivamente cinco en una unidad disciplinaria del Ejército, con el consiguiente deterioro de su salud física y psíquica. Enfermedades y represalias ulteriores determinaron que no pudiera reanudar su profesión de maestro nacional hasta 1979.
[4]  Don Fernando se equivocaba. Las tropas nacionales tomaron Cangas del Narcea el 22 de agosto de 1936, mucho antes de que se constituyese el Consejo al que aludía (lo que se produjo el 24 de agosto de 1937) y también con anterioridad a la creación de su antecesor, el Consejo Interprovincial de Asturias y León (sucedida el 6 de septiembre de 1936). Lo cierto es que los energúmenos de la izquierda tuvieron un mes para hacer de las suyas en Cangas del Narcea. Los de la derecha tendrían luego mucho más tiempo para hacer lo propio.