jueves, 12 de octubre de 2017

JUDÍOS Y CRISTIANOS


Judíos y cristianos

Por Federico Bello Landrove

     Esta es la historia de un legionario en las Guerras judaicas II y III, tal y como él se la refirió en dos cartas a un amigo judeocristiano, que deseaba tener su refrendo de que los cristianos, aun siendo judíos de nación, no habían tomado parte en aquellas rebeldías contra el Imperio romano. Seguro que el relato les depara más de una interesante sorpresa. 




1.      Primera carta

     Apreciado Benjamín:

     Me pides que escriba mis memorias de la Guerra Judaica[1], con especial referencia a lo que vi y en lo que participé entre los cristianos. Al parecer, es tu propósito completar lo que el ilustre Cornelio Tácito refirió en sus Anales acerca de los de tu religión[2], que juzgas insuficiente para que las gentes puedan comprender sus diferencias con las creencias judías, que tanto perjuicio han causado a Roma con sus constantes sublevaciones.

     No creo ser yo la persona más indicada para realizar la tarea que me encomiendas pero, por otra parte, no puedo negarme a cumplirla, dado lo mucho que te debo, incluso la vida. Además, puede ser cierto lo que aduces: que, no siendo yo cristiano, seré más creído que si estuviese actuando en interés de quienes compartieran mi fe.

     Por tanto, tomo el cálamo y me pongo al trabajo, como un veterano legionario que cumple el encargo de sus jefes, le guste o no. El tiempo y tú diréis si resulta de provecho.

     Saluda en mi nombre a tu esposa, Mariam, a tu hermana, Micol, y a todos los tuyos. Os deseo paz y prosperidad.

***

     Mi nombre es Aulo Manilio Afer y mi vida habría sido más fácil y notable, de no haber sido por el comportamiento infiel del miembro de mi familia de quien procede mi cognomen[3]. En efecto, en tiempos del emperador Flavio Domiciano[4], mi ilustre abuelo paterno recibió el anillo de caballero[5] y el cargo de procurator del Fisco para la ciudad númida de Cirta[6]. En el curso de una inquisición a cargo del prefecto Plinio Cecilio, se descubrió un alcance en sus cuentas de un millón de sestercios[7]. No habiendo dado mi pariente descargo alguno y careciendo de medios económicos para la restitución, fue condenado a la pérdida de todos sus bienes, la expulsión del Orden ecuestre y destierro por diez años en la fortaleza de Eboracum[8], de donde no volvió.

     Así pues, yo no recibí otras cosas de mi abuelo que una memoria manchada y un apelativo que hacía referencia a su comisión africana[9], el cual procuré explicar por otras razones, achacándolo al tono bastante oscuro de mi tez, favorecido por el fuerte sol de Messana[10]. Pues, al perder patrimonio y posición, los miembros de mi familia se desperdigaron por Italia, yendo mi padre a encontrar trabajo como pescador en el Estrecho Sículo[11] donde, a poco, contrajo matrimonio con la hija de un vendedor de pescado en el foro Mamertino. De esa unión nací yo, como primogénito, y otros cuatro hermanos y hermanas más, por lo que la estrechez económica de la familia fue siempre patente. No obstante, mi padre nos dio una buena educación, procurando que no olvidásemos el ilustre rango del que, por el dolo o la negligencia de un antepasado, habíamos sido desposeídos. Llegado a la edad viril, deseché seguir el oficio de mi progenitor y me acogí a la vida militar, como forma digna de sustento y posible medio de recuperar mi perdido rango, en caso de cumplir un servicio disciplinado y valeroso.

     No me fue difícil sentar plaza, ni resultó larga mi formación militar, pues eran los años finales del gobierno de Ulpio Trajano[12], cuando, concluidas sus grandes conquistas en la Dacia y el Imperio parto, había estallado una grave revuelta, por acción de los judíos en la Cirenaica y Egipto. Formaron en Messana y su comarca dos cohortes que, como cumplía a la tradición[13], fueron enviadas por mar a fortalecer la legión X Fretensis, arribando a Cesarea Maritima[14], pues la rebelión había acabado por trasladarse a Judea, hasta donde acudían también judíos levantiscos de Arabia, Babilonia y otras partes. Entre los soldados, iba yo, marcado desde el primer momento, por el sello judaico que caracterizaría mi vida militar. El tribuno que mandaba la expedición, enterado de mi prosapia ecuestre, tuvo la gentileza de declararme inmune[15], de lo que procuré hacer poco o ningún uso, para no caer en la censura de mis compañeros, ya que no lo había ganado en combate, como era lo usual.

***

     Bien conoces, Benjamín, lo que he de narrar acto seguido, pero fuerza me es exponerlo, para que lo sepan los muchos lectores ignotos a quienes esta carta va, en último extremo, dedicada.

     Habiendo tenido noticias de la presencia de una turba de levantiscos en la ciudad de Gabaón, a seis millas[16] al septentrión de Jerusalén, fueron comisionadas la tercera y cuarta centurias de la segunda cohorte[17] de mi legión – la Décima Fretensis- para combatirlos. La localidad era bastante grande y se distribuía de modo irregular por las faldas de una colina. Al ver llegar a nuestra tropa, los rebeldes se dividieron y retiraron calle arriba, aparentando huir. Los centuriones ordenaron la formación por pares de contubernios[18], para establecer la persecución. Realizándose esta, calle por calle y patio por patio, pronto nos encontramos desordenados y dispersos, en la confianza de que no habrían de resistirnos. No fue así y, en la plaza en que es tradición había estado el Templo de los judíos antes que en Jerusalén[19], se habían concentrado nuestros enemigos y nos tendieron una emboscada. Mi contubernium fue de los primeros en llegar a aquel lugar, por lo que nos rodearon y acometieron en gran número, sin que nos diese tiempo de enarbolar el dardo, ni apenas alzar el escudo. Traté de proteger mi espalda contra la fachada de una casa, pero fui herido con un cuchillo en el costado. Con todo, soltando el escudo, logré escapar y refugiarme tras la puerta de una casa de amplio zaguán, con patio emparrado al fondo. Agotado por el combate y la pérdida de sangre, estaba a punto de perder el conocimiento, cuando un anciano me hizo señas de que avanzase, desde una ventana que daba al huerto[20]. Aunque desconfiado, di unos pasos hacia él, cayendo seguidamente y perdiendo el conocimiento.

***

     Cuando lo recobré, halleme en una pequeña cámara en el desván de la casa, donde, al parecer, había sido recogido y curado durante varios días. Aunque febril y débil, hice intención de incorporarme, tan solo para obtener un agudo dolor y un intenso mareo. A mi grito acudió al punto una joven judía e, inmediatamente después, el anciano a quien había visto en la ventana, que resultó ser el señor de la casa, Natanael bar Simón[21], padre de la muchacha. Ese es mi primer recuerdo, borroso e incierto, que tengo de tu familia, dilecto Benjamín. Luego habría de conocerte a ti, a tu esposa, Mariam, y a tu pequeño hijo, Timoteo.

     Hubieron de pasar aún varios días para poder incorporarme y comer sólido. Durante ellos, fui solícitamente curado y atendido por Micol y Mariam, y visitado por Natanael, tu padre -para el que sea ligera la tierra[22]- y tú mismo, entendiéndome por señas con tus familiares y en latín contigo, pues lo hablabas de forma plenamente comprensible.

     Gracias a tu conversación y labor como intérprete de los tuyos, pude ir comprendiendo la razón de vuestra benevolencia para con un legionario romano, así como los puntos más salientes de vuestra religión, en comparación con la de vuestros vecinos judíos, de los que celosamente me ocultabais. Aquí he de resumir cuidadosamente lo que entendí, que te ruego corrijas en todo lo erróneo, antes de entregarlo a la consideración de otros, como pretendes.


***

     Lo primero que quise comprender es el porqué de vuestra ayuda, siendo yo un enemigo. Así entendí que, tanto o más que la raza, la religión era lo que hasta entonces había unido a vuestro pueblo. Es la religión judaica, o religión del Templo, la que os ha hecho creer que Dios mandará un Mesías que os liberará de todo yugo extranjero e instaurará un reino grande e independiente, que durará para siempre. En consecuencia, los judíos deben permanecer puros y alerta, apartados de toda otra creencia y poder, esperando a un libertador, que llegará por decisión y en nombre del Dios único en quien creéis, el cual os ha apartado y conserva como a su pueblo escogido.

     ¿Por qué Natanael Bar Simón y su familia, siendo judíos de nación, no participabais de esas creencias y erais capaces de sentir por un romano piedad y amistad? He creído entender que, para vosotros, el Mesías ya llegó en tiempos de Octavio Augusto, y que, para sorpresa y confusión del pueblo, no luchó e instauró un imperio, sino que predicó una salvación y un reino meramente espiritual y más allá de este mundo. Me dijisteis que este hombre de Dios, tras una corta vida de predicación y de milagros, fue crucificado en época del emperador Tiberio, bajo acusación de impiedad y sedición, pero que luego resucitó y vivió algún tiempo más entre vosotros. Ese Mesías, llamado Jesús, el Cristo, os aconsejó estar a bien con todos los hombres y aceptar el pago de tributo al César. Sus seguidores son, por su nombre, llamados cristianos y entre ellos hay judíos, griegos, romanos y de muchos otros pueblos, pues sus palabras no son solo para el pueblo judío, sino para todos los hombres, así como para los esclavos.

     Aunque no muy numerosos, también en Judea y en Galilea hay judíos cristianos, que no se levantaron contra Roma, ni en tiempos de Flavio Vespasiano[23], ni tampoco en los de UIpio Trajano, ni de Elio Adriano[24] -esto, después de lo que estoy ahora relatando-. Esos cristianos no rendían culto en el antiguo Templo de Jerusalén, ni acatan la autoridad de los sacerdotes judíos, ni sus ceremonias y fiestas. Se hacen cristianos por una ablución o inmersión en agua, llamada bautismo, y buscan la vida perpetua comiendo un pan y un vino consagrados en una ceremonia, llamada eucaristía o fracción del pan. No hacen la guerra, ni violencia alguna, a no ser en defensa propia, y aceptan las leyes romanas, salvo que sean contrarias a los mandatos de su Dios, que en realidad son tres dioses[25], todos igualmente poderosos, en cuyo nombre se signan. Se saludan deseándose la paz de su Dios y desean compartirla con todos sus próximos.

     Esto es lo principal que escuché de labios de vosotros, mis salvadores y que, en los muchos años pasados desde entonces, he podido confirmar sobre los cristianos en la ahora llamada Palestina[26], en Roma y en otras partes, a donde mi profesión militar me ha llevado. Es suficiente, en mi opinión, para concluir que el divino Nerva estaba en lo cierto, cuando ordenó que los cristianos no pagaran el tributo judaico[27], pues no son judíos de religión. Los cristianos, en efecto, no profesan la religión judía; la mayoría de ellos tampoco son judíos de nación y, por mansedumbre personal y por orden de su Mesías, aceptan el gobierno de Roma, o de los magistrados que en cada país los rijan.

***

     Tal vez, con lo escrito hasta ahora sería suficiente testimonio, mas a mi memoria afluyen muchos otros recuerdos de tiempos posteriores, en los que me tocó jugar un papel más importante en tierra judía y en relación con los cristianos. Pero esta carta ya va en exceso larga y momento es de concluirla, con la promesa de que tendrá continuación. Solo añadiré que, habiendo recobrado la salud gracias a los cuidados de la familia de Natanael Bar Simón, salí una noche a escondidas de vuestra casa, oculto en una carreta conducida por el propio Benjamín -ahora mi corresponsal- y pude llegar sano y salvo hasta el campamento jerosolimitano de mi legión, donde se me había dado por muerto. La gravedad de mi herida, de la que aún estaba convaleciente, me ahorró cualquier explicación prolija de mi ausencia del servicio durante más de un mes. Y, para evitar revelaciones y diligencias molestas, dije desconocer cualquier dato concreto sobre mis benefactores, explicando lo sucedido al modo que había escuchado a Natanael referir un relato de su Mesías, llamado el ejemplo del Buen Samaritano[28].




2.      Segunda carta

     En mi primera carta, dilecto Benjamín, expliqué mi vocación militar y me referí a acontecimientos de la llamada segunda guerra judaica[29]. Hubieron de transcurrir quince años para que se desencadenara la tercera[30], que seguramente será la última, a juzgar por el terrible castigo sufrido por tus compatriotas, de quienes se dice murieron, por todas las causas, la mitad de ellos, siendo otros muchos desterrados o reducidos a esclavitud[31]. En esos quince años, mi vida como legionario sufrió numerosos avatares que no es del caso referir ahora, dado el objeto de esta misiva. Baste decir que obtuve como recompensas dos brazaletes, las siete faleras y, últimamente, una corona cívica[32] por salvar la vida de un tribuno angusticlavius[33] de la acometida de tres sicarios, que se habían deslizado en el pretorio de Cesarea durante los preparativos de la llegada de un nuevo gobernador. Dos años antes, había sido promovido a centurión y, en vísperas de estallar la contienda, alcancé el grado de Pilus Prior[34] de la tercera cohorte de la X Fretensis, mi legión.

     Gran conmoción produjo, en el año del consulado de Catulino y Apro[35], la venida a Jerusalén del divino Elio Adriano, en el curso de sus viajes por el Imperio. Su llegada, en principio, aplacó los ánimos de los judíos más levantiscos, que bajo mano estaban preparando una nueva sublevación desde el mismo momento en que las legiones habían acabado con la precedente. El emperador, de quien se dice era un enamorado del conocimiento y de las creencias exóticas, convocó a los sumos sacerdotes y maestros del judaísmo, con quienes tuvo varios encuentros y pláticas, en el curso de las cuales parece que mejoró la opinión y suavizó las medidas previamente pensadas para los judíos; pues ya sabes, Benjamín, que en estas cosas se guiaba por las consideraciones que el senador Tácito había recogido en sus Historias[36], donde llega a sostener que los judíos son hombres depravados, de costumbres abominables; que solo mantienen la fe, si acaso, para con ellos mismos; que reniegan del amor patrio, es decir, hacia la Imperio Romano, todo lo referente al cual desprecian; que son envidiosos y hostiles hacia todos los que no profesan su religión.

     Aunque algunos me tachen de fantasioso, te aseguro, mi caro amigo, que hice llegar al Emperador, a través del tribuno a quien salvé la vida, mi parecer sobre la situación en Judea, que yo conocía bien por mi dilatada estancia en la región, cuya lengua había llegado a aprender. Era mi preocupación que las justas resoluciones imperiales sobre la circuncisión[37], unidas a las más discutibles de levantar en Jerusalén un templo a Júpiter, llevasen al pueblo a la sublevación, cuando no había fuerza legionaria suficiente para dominarla. El divino Adriano, con ocasión de visitar nuestro campamento, me hizo llamar y escuchó pacientemente mis reflexiones, que no rechazó en sí mismas, pero sí en lo referente a aplazar sine die algunas de sus decisiones. Entiende, centurión -me dijo-, que los judíos nunca aceptarán nuestro dominio, aunque los tratemos con la dulzura de Venus y que, si son peligrosos aquí, más los temo en Roma, donde sus intrigas y sobornos están corroyendo nuestras instituciones.

     Viendo que su juicio sobre los judíos era inconmovible, apelé a su benevolencia para con los cristianos como forma, no solo de hacer justicia, sino de apartarlos de toda connivencia con sus hermanos de raza. Aunque conocía de sobra su existencia diversa, ya admitida muchos años atrás a efectos fiscales, el emperador me formuló algunas preguntas sobre el número de los cristianos de Judea y la firmeza de su pacifismo y obediencia al gobierno romano. Yo le respondí de la forma más breve y precisa que supe, lo que debió complacer al gran príncipe pues, unos días después, el legado me mandó llamar para ordenarme que, en el caso de llegarse a la guerra con los judíos, habría de intentar apartar de ella a los cristianos, llevando a cuantos pudiera a los puertos de mar, como Cesarea Maritima, Joppe o Gaza[38], con el propósito de que se mantuvieran al margen de la rebelión y, siendo posible, pudieran embarcar hacia otras partes del Imperio. Para esa ardua tarea, tanto el legado, como el gobernador, Q. Tineyo Rufo[39], habían recibido indicaciones de proporcionarme los medios y soldados que fueran indispensables.

     Mientras el divino Adriano permaneció en Judea, no estalló la sublevación, aunque se acopiaban armas y se excavaban cuevas y galerías para escondite y refugio. Mas, habiendo partido el emperador hacia Egipto o hacia Siria -he oído diferentes versiones sobre su siguiente destino-, los judíos se sintieron decepcionados porque, en vez de reconstruir su Templo en Jerusalén, se empezó la erección de uno en honor de Júpiter. He de reconocer también que el gobernador Tineyo Rufo trataba a la provincia con dureza y rapacidad. Nuestro propio legado incurrió en una provocación, tal vez involuntaria, al mandar esculpir en una de las puertas de la ciudad la cabeza de un jabalí, signo de nuestra legión, siendo así que los judíos aborrecen a los cerdos, juzgándolos animales máximamente impuros. El hecho es que, en la primavera del año décimo quinto del gobierno de Elio Adriano, siendo cónsules Gayo Junio Serio y Gayo Trebio Sergiano[40], el pueblo judío tomó las armas y se levantó en masa contra Roma, bajo el mando de un tal Simón bar Kojba, sicario o zelote[41], y del sacerdote Akiva ben Iosef[42], quien había tomado muy a mal la prohibición imperial de practicar la circuncisión, que los judíos realizan como forma de incorporar a los niños a su nación, y de enseñar otras costumbres y normas de su religión, que pugnaban con las leyes romanas.

***


     Habrás de disculparme, ilustre Benjamín, que no me extienda en los pormenores de la tercera guerra judaica, que tú no conociste por propia experiencia, al haber emigrado con toda tu familia a Babilonia por temor a tus compatriotas, cada vez más intolerantes hacia sus hermanos de raza cristianos, hasta el punto -según me has referido en alguna ocasión- de no entrar a comprar en vuestra tienda familiar y llegar en ocasiones a dañar la delicada mercancía. Quiero creer que vuestro Dios procuró así el bien de tu familia pues, si bien tu padre, cargado de años, había de fallecer durante el viaje, los demás ahorrasteis las terribles pruebas y matanzas que yo viví durante más de tres años, hasta el punto de estar vuestro pueblo sometido a esclavitud o a punto de perecer; un trágico destino del que pudo librarse buena parte de los judíos cristianos, como a continuación relataré.

     Como yo había pronosticado al emperador, los cristianos se mantuvieron al margen de la sublevación, tanto por su talante pacífico, como por no compartir en absoluto la creencia en que su jefe militar, el nasí[43] bar Kojba, fuese el Mesías prometido a Israel, cuya venida había sido anunciada por una estrella. No fueron los únicos de tu pueblo que se mantuvieron pasivos, pues muchos sacerdotes y doctores de la ley judía no aceptaron tal procedencia mesiánica. No obstante, el prestigio moral de su mentor, el rabí Akiva, y los triunfos que obtuvo al principio sobre nuestras tropas, dieron al levantamiento una gran potencia. Por orden del gobernador, la legión X abandonó Jerusalén y se retiró hacia Galilea, a lugares cercanos a la costa. Una de las primeras legiones que acudió para sofocar la revuelta, la XXII Deyotariana, procedente de Egipto, fue totalmente derrotada. Sobre Judea confluyeron otras cinco legiones, amén de refuerzos y tropas auxiliares. No destacando precisamente Tineyo Rufo por sus dotes militares, el divino Elio Adriano hizo venir de Bretaña al experto general Julio Severo[44], que poco a poco fue sometiendo a los levantiscos, quienes eludían las batallas en campo abierto, utilizando las emboscadas y asaltos en pequeñas unidades para diezmar a nuestra fuerzas y privarnos de suministros. Hubimos de emplear las legiones de igual modo, a nivel de centurias y de cohortes, para domeñar la resistencia. Finalmente, habiéndose refugiado en la fortaleza de Betar, cinco millas al mediodía de Jerusalén, tras un largo asedio de medio año, murieron bar Kojba y la mayor parte de sus guerreros, siendo el rabí Akiva hecho prisionero y ejecutado.

***

     No fue necesario que yo tomase un cuidado especial en la preservación de los cristianos, como se me había encargado. El nasí bar Kojba adoptó contra ellos severas medidas, como forzarlos a la circuncisión y ejecutar a quienes, estando en edad de tomar las armas, se negaban a ello. Para evitar tales sevicias, ellos y los judíos de religión que desconocían la autoridad del supuesto Mesías y tenían en su justo aprecio el poder de Roma, salieron en masa de Judea y, atravesando Samaria -que también se había unido a la revuelta-, o cruzando al otro lado del río Jordán, se dirigieron a Galilea, poniéndose bajo la protección de nuestras legiones. Fue entonces cuando, presentándome en Cesarea ante el gobernador, le expresé la voluntad del emperador de que cuantos pudiesen fueran embarcados hacia los puertos de Egipto, Grecia y otras tierras a poniente, incluso Italia. Así quedó convenido y pude volver con mis compañeros a combatir la rebelión. Acabada esta, los refugiados que no habían podido embarcar, fueron autorizados a regresar a sus lugares de origen, una vez justificaran su religión exhibiendo los prepucios íntegros. El resto, aunque fieles a Roma, hubieron de seguir el triste destino de sus hermanos esclavizados.

     He oído decir que, al final de la guerra, incluso muchos judíos insumisos se cansaron de luchar y de aceptar las crueldades e imposturas de su Mesías y, dirigidos por un tal Eleazar, sacerdote y pariente de bar Kojba[45], intentaron privar a este del mando. Todo fue en vano pues, descubierta su conjura, Eleazar fue apedreado hasta la muerte, bajo el cargo de ser espía de Roma, y los demás, aunque ya no creyeran en las promesas del nasí, fueron obligados a combatir a su lado hasta el final.

***

     Esto es, querido Benjamín, cuanto quería contarte sobre lo que viví y conozco de los cristianos. Yo creo es bastante para probar que sois gente pacífica, muy diferente de los judíos levantiscos y arteros, que tanto han alterado en el último siglo la tranquilidad del Imperio. De hecho, me consta que la mayoría de los cristianos no son ya judíos de nación, sino de muchas otras partes, incluso ciudadanos romanos.

     En cuanto a la mala opinión que de ellos tienen Cornelio Tácito, Gayo Suetonio[46] y otros ilustres patricios, juzgándolos creyentes en supersticiones malignas que ofenden al grueso del pueblo, me permitirás que no entre en polémica, pues ni soy cristiano, ni conozco en profundidad vuestras prácticas y creencias. Sabios y doctores tendrá vuestra congregación, que puedan refutar a los que mientan o calumnien a sus miembros.

     Os deseo salud y larga vida. Contad con mi amistad y con que habré de visitaros, si mis ocupaciones permiten que me pueda trasladar hasta las riberas del Éufrates[47]. Por mi parte, os recibiré con gusto en Hispania, en el campamento de la legión VII Gémina[48], de la que desde hace tres meses soy centurión primipilus[49], con probable reingreso al licenciarme en el Orden ecuestre, del que mi abuelo -como en otra carta te dije- fue deshonrosamente expulsado.

     Dada en Legio, en el día III de las calendas de abril del año DCLI post reges exactos, siendo cónsules L. Lamia Silvano y L. Publicola Prisco[50].







[1] El remitente de esta carta alude a las guerras judaicas segunda (115-117) y tercera (132-135). En la primera (66-73) no participó, como se deduce de la separación cronológica y de lo que relata.
[2]  La breve referencia se encuentra en el capítulo 44 del libro XV (reinado de Nerón).
[3]  Tercera palabra del nombre completo de un ciudadano romano; en este caso, Afer, traducible por Africano.
[4] Tito Flavio Domiciano (51-96), emperador romano entre el año 81 y el 96, cuando fue asesinado.
[5] Los caballeros romanos (equites) participaban en la época de esa ceremonia inaugural.
[6] Es decir, persona encargada de vigilar por los intereses económicos del emperador en la ciudad de Cirta, coincidente con la actual Constantina o Qusantina (Argelia).
[7] Puede dar una idea del valor de la deuda el que, para alcanzar el rango de eques o caballero, se necesitara justificar un patrimonio de 400.000 sestercios. El prefecto Plinio Cecilio es el personaje histórico conocido actualmente como Plinio el Joven.
[8] Reducible a la actual York (Reino Unido).
[9] Ya he dejado dicho que Afer significa Africano en latín.
[10] Es la actual ciudad siciliana de Mesina.
[11] O Fretum Siculum, estrecho que separa la península italiana de la isla de Sicilia (hoy, Estrecho de Mesina).
[12] Marco Ulpio Trajano (53-117), emperador romano entre el año 98 y el 117.
[13] La legión X Fretensis se había formado originariamente con soldados del Fretum Siculum (ver nota 10).
[14] En aquel tiempo, la ciudad de Cesarea (Maritima) había desbancado a Jerusalén de la capitalidad de la provincia y en ella residía habitualmente el gobernador romano.
[15] Soldado legionario que, por algún mérito, era liberado de los trabajos mecánicos más onerosos.
[16] La milla romana tiene una equivalencia aproximada a 1.500 metros.
[17] Como es sabido, cada legión se componía de diez cohortes que, con excepción de la primera, estaban integradas a su vez por seis centurias, y cada centuria, por ochenta milites o soldados rasos.
[18] El contubernium era un pelotón de ocho soldados que, en el campamento, se alojaban en una misma tienda.
[19]  En los libros bíblicos de las Crónicas se hacen algunas alusiones a la permanencia en Gabaón del Arca de la Alianza, antes de establecerse definitivamente la capitalidad judía en Jerusalén. Ver 1 Crón., 21:29, y 2 Crón., 1:3.
[20]  La traducción es demasiado literal: hortum sería aquí sinónimo de jardín o, incluso, de patio.
[21]  Sabido es que la partícula ben o bar enlaza el nombre judío con alguna identificación más precisa, en general, el nombre del padre.
[22] Expresión romana, traducible por el descanse en paz de nuestro idioma.
[23] Tito Flavio Vespasiano (9-79), emperador romano entre el año 69 y el 79.
[24]  Publio Elio Adriano (76-138), emperador romano entre el año 117 y el 138.
[25] A. Manilio Afer expone de este modo simplista el misterio de la Trinidad.
[26] El territorio judío pasó a denominarse oficialmente provincia Siria Palestina después de la tercera guerra judaica, si bien palestina resulta de una alteración fonética de la muy antigua nación filistea.
[27] Marco Cocceyo Nerva (30-98), emperador romano (96-98), exoneró a los cristianos de seguir pagando el impuesto especial de los judíos, que los gravaba a resultas de la primera guerra judaica (66-73).
[28] A. Manilio Afer debió de enmascarar la ayuda directa prestada por Natanael bar Simón y familia como un socorro monetario anónimo, proveído a través de algún posadero (véase el Evangelio según San Lucas, capítulo 10, versículos 25-37).
[29] No todos la consideran o denominan tal pero, en cualquier caso, se alude a las violencias y combates protagonizados por judíos levantiscos en Cirenaica, Egipto, Chipre, Mesopotamia y Judea, en los años 115-117 (gobierno del emperador Trajano).
[30] Es decir, la que se produjo en los años 132-135, en tiempos del emperador Adriano.
[31] De creer a Dión Casio y otros autores, de los 1,3 millones de habitantes de Palestina, murieron en la guerra (incluso epidemias y represalias) casi 600.000. Los supervivientes fueron en su mayor parte reducidos a esclavitud.
[32] Alusión a diversas condecoraciones que podían concederse a los legionarios de entonces.
[33] Cada legión estaba mandada por un legado, un sustituto del legado (tribuno laticlavius) y, por debajo de ellos, cinco tribunos angusticlavii. El epíteto aludía a la mayor o menor anchura de la franja púrpura de sus túnicas.
[34]  Centurión de mayor categoría entre los doce de cada cohorte.
[35]  Coincide con el año 130 de nuestra Era.
[36]  En concreto, en el libro V.
[37] El emperador Adriano decidió perseguir la circuncisión judía como cualquier otra forma de mutilación realizada sobre menores.
[38] Importantes puertos de la fachada mediterránea de Palestina.
[39] Gobernador romano de la provincia judía al iniciarse la III guerra judaica en el año 132.
[40] Las referencias coinciden con el año 132 de nuestra Era.
[41] Denominaciones de ciertos judíos extremistas o violentos de la época. Simón bar Kojba (la grafía del apellido es variadísima) acaudilló el levantamiento judío de 132-135, muriendo a su conclusión.
[42] Destacado rabí o doctor de la ley (c. 50-135), que apoyó de modo muy importante la causa del rebelde bar Kojba, al sostener que se trataba del verdadero Mesías, que traería la libertad y la gloria para Israel.
[43] Título que se atribuyó Simón bar Kojba, traducible de forma genérica como príncipe.
[44] Sexto Julio Severo, político y militar romano, que destacó en los imperios de Trajano y de Adriano, siendo famoso como gobernador de Britania y vencedor en la III guerra judaica.
[45] Eleazar Ha Modai, importante rabí, pariente próximo de Simón bar Kojba. Al final de la III guerra judaica desautorizó la táctica de resistir hasta la muerte, defendida por su sobrino. Este, temiendo las consecuencias negativas de propugnar negociaciones o rendición, mandó matar a Eleazar.
[46] Suetonio trata acerca de los cristianos en sus Vidas de los doce Césares, en concreto, en las de Claudio y Nerón.
[47] Recuérdese que Benjamín y su familia se habían acogido a la hospitalidad de Babilonia.
[48] Dicho campamento dio lugar a la ciudad española de León, como su propio nombre ya da a entender.
[49] El centurión de mayor categoría de toda la legión. Solía alcanzarla muy poco antes de su licenciamiento.
[50] Los datos coinciden con el año 145 de nuestra Era.

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