martes, 2 de enero de 2018

EL TOPO DESAGRADECIDO

El topo desagradecido

Por Federico Bello Landrove


     Una referencia, fragmentaria y posiblemente mal intencionada, me da pie para pergeñar un cuento histórico y reflexionar sobre una realidad poco conocida: la de los licenciados en Derecho -algunos, de campanillas- que colaboraron durante nuestra Guerra Civil con la Administración de Justicia militar. ¿Con qué resultado? Pues bastante pobre, a juzgar por lo que sigue.




0.      Presentación


     De una página cualquiera de cierto libro[1]:

     A.R., elegido diputado por … en las elecciones de febrero de 1936 y miembro del Comité Central del Partido Comunista, nos dice lo que sigue: … El Delegado de Hacienda de … y dirigente socialista, G.B., tuvo escondido en la guerra al Fiscal de aquella Audiencia Provincial. Al final, este mismo Fiscal lo condenó a muerte y, después de mantenerlo confiado en que, a pesar de todo, no lo liquidarían, terminaron por fusilarlo.

     Como he sido fiscal y la noticia presentaba, de entrada, algunos posibles errores[2], me preocupé de corroborarla. Descubrí la certeza de muchos aspectos, aunque he fallado en dos datos importantes: de qué modo se implementó el escondite y, sobre todo, quién fue el presunto fiscal desagradecido[3]. El resultado de mi análisis y reflexión es este relato que, en sus dos primeros capítulos tiene aroma de cuento histórico y en el tercero, de ensayo sobre un poco conocido aspecto jurídico y sociológico de nuestra Guerra Civil.



1.      Pacto de caballeros


     Todo aquello de las categorías y subcategorías en la Carrera Fiscal, al bueno de Ángel le resultaba una engañifa. Apenas llevaba dos años ejerciendo y ya se encontraba en la Audiencia de Calatrava en el puesto de Teniente Fiscal. La asignación provisional de su Jefe a funciones en Madrid lo convertía, de hecho, en la máxima autoridad del Ministerio Público en la provincia. Y es que, como él decía parafraseando a su maestro Antón Oneca, en España lo provisional es lo que más dura[4] .

     Así las cosas, al flamante Teniente Fiscal, en funciones de Jefe, le tocó lidiar con las consecuencias procesales de la Revolución de 1934 en su provincia, bastante sangrientas en varias localidades. Afortunadamente para él, los juicios se vieron en Consejos de Guerra, por la Jurisdicción militar. Con todo, algunas piezas menores del proceso principal quedaron, de entrada, en manos de los magistrados civiles y de la policía a ellos subordinada[5]. Y ahí es donde vino a coincidir Ángel con Carlos, el otro protagonista de nuestra historia.

     A diferencia del fiscal, que era apenas un recién llegado a la provincia, Carlos era un calatraveño de toda la vida, de esos que los censos y matrículas antiguas denominaban imprecisamente empleados, queriendo aludir a obreros con algunos estudios, que usaban del cerebro más que de los brazos. Nuestro “empleado” lo estaba en las oficinas del Catastro y dedicaba el poco tiempo libre del que disponía al servicio del Partido Socialista y de su central sindical, la UGT, de la cual había llegado a ser uno de sus más notorios dirigentes provinciales.

     Aunque de talante pacífico, y aún contemporizador, cuando llegaron a Calatrava las consignas levantiscas en el 34, Carlos no se echó atrás y colaboró cuanto pudo en el acopio de armas, la colocación de explosivos en puntos estratégicos de la vía férrea y como animador de la huelga general y el levantamiento proletario. Hay quien dice que Carlos era uno de los triunviros que dirigían la sublevación provincial, en tanto otros asignan ese dudoso honor a sus correligionarios, llamados Antonio, Calixto y Benigno. Yo no me pronunciaré al respecto, habida cuenta de que mi colega, el fiscal Ángel, ya concedió al sospechoso el favor de la duda.

     En efecto, no viendo clara su participación revolucionaria, Ángel informó al Juzgado en el sentido de que archivaran las actuaciones respecto de Carlos, no pasando las mismas a la Jurisdicción militar; ello, no sin el enfado del comisario Benavides, al que el Fiscal tapó la boca con la ayuda de las Ciencias exactas:

-          Vamos a ver, comisario, ¿no dice usted que la rebelión estaba encabezada por tres individuos?

-          Así es, señoría.

-          ¿Y Antonio, Calixto y Benigno no forman un trío?

-          Desde luego, pero…

-          Pues no se hable más. No vamos a quedar como unos lerdos ante el Consejo de Guerra.

     Así pues, Carlos se libró por los pelos aritméticos. No era hombre detallista, pero su mujer, a la pata la llana, se presentó en casa de Ángel con un par de capones. No estaba él en casa, gracias a lo cual sus dos tiernas hijitas se lo pasaron bomba durante un buen rato, acariciando a los acongojados volátiles. Pero, tan pronto llegó el Fiscal a casa y recibió de su mujer la noticia, ordenó a la criada:

-          Vaya usted ahora mismo con esas aves al Catastro, en la calle de…; pregunte por don Carlos… y le devuelve los animales con esta nota que le doy. ¡Ah!, procure hacerlo de manera discreta; que no cacareen.

     Ignoro si los capones se hicieron notar, ni tampoco he tenido ocasión de leer la esquela adjuntada, pero sí me consta la respuesta tajante de Ángel ante la petición de su esposa para que reconsiderara su radicalidad:

-          Los sobreseimientos -dijo- se acuerdan, no se granjean.

     No es una mala frase, por más que los capones fueran, no de granja, sino de corral.

***

     Pasó el tiempo sin que Ángel y Carlos intercambiasen una sola palabra, ni tan siquiera un saludo, pese a cruzarse de vez en cuando por la calle. En enero de 1936, se celebró al fin el Consejo de Guerra del triunvirato calatraveño, siendo condenados los acusados a pena de veinte años y un día de reclusión. Nunca duró menos tal sanción pues dos meses más tarde se les amnistiaba por el nuevo Gobierno del Frente Popular. Ahora iban a cambiar las tornas. Pronto tendría nuestro Fiscal evidencias de ello.

     En efecto, a finales de marzo del citado año fatídico, Amadeo, el jefe provincial de Falange Española fue detenido por presuntas injurias verbales a las Autoridades establecidas. ¡Ni que hubiese sido un asesinato! La sala de vistas de la Audiencia se llenó de bote en bote. Otro fiscal había calificado la causa y solicitaba para el falangista pena de mil pesetas de multa -con arresto sustitutorio de dos meses de cárcel-. Ante la relevancia del caso, Ángel se sintió obligado a dar la cara y actuó en el juicio. Al concluir el mismo, solicitó la absolución del acusado, por no haberse acreditado los hechos de modo suficiente. Consecuencia: escándalo popular y sentencia absolutoria, que el Tribunal procuró subrayar que lo era por imperativo del inexorable principio acusatorio, dado que el Ministerio Fiscal -única parte activa personada- ha retirado su previa acusación.

     Esa fue una consecuencia. Otra, menos previsible, fue que el Gobernador Civil ordenó la detención de Amadeo, tan pronto salió de la sala del juicio. El Presidente de la Audiencia y Ángel solicitaron inmediata audiencia y explicación al expeditivo Poncio. Su respuesta tuvo tanto de legal como de ladina:

-          La Policía tiene preparado un abultado dossier de Amadeo, suficiente para acusarlo de asociación ilícita, tenencia ilegal de armas, conspiración para la rebelión y un montón de cosas más.

-          Si es suficiente o no para acusar, seré yo quien tenga que valorarlo, replicó el Fiscal de forma desabrida.

-          Señor fiscal -contestó el Gobernador, a quien llamaremos don Germán-, seamos claros y prudentes. ¿Se imagina la que se habría armado si Amadeo vuelve en triunfo a su casa, con los plácemes de la Fiscalía?

-          Si ese ha sido el motivo real -terció el Presidente-, bien está, pero suéltenlo en unos días, cuando la reacción haya amainado.

-          Como el atestado va a ir en seguida a manos del Juez Instructor, que sea él quien decida, concluyó don Germán, tan perspicaz como de costumbre.


***

     El juicio susodicho se había celebrado el 25 de abril. A mediados del mes siguiente, Carlos el ugetista se presentó en el Palacio de Justicia, solicitando audiencia al Teniente Fiscal. Ignoro los términos precisos de la conversación, pero el sentido es claro: Carlos había quedado bien impresionado, y agradecido, del comportamiento del fiscal en su caso. Ninguna duda tenía de que la imparcialidad y la objetividad eran también los motivos que le habían guiado en el caso del falangista Amadeo. Pero las cosas estaban como estaban:

-          Me consta -debió de decir- que algunos energúmenos se la tienen jurada a usted y, como se líe la que todos nos tememos, su vida corre peligro.

-          ¡Y qué quiere que haga! Me han puesto escolta y salgo de casa lo menos posible.

-          Tal vez pueda hacerse algo más. Para eso he venido a verlo.

     Y, veladamente al principio, con toda claridad después, Carlos propuso un pacto de ayuda mutua, en función de quién acabara llevándose el gato al agua en Calatrava:

-          Si, como espero, somos nosotros los que dominemos, lo protegeré hasta donde me sea posible. Si ganan los fascistas -y perdone, que no le considero tal-, será usted quien me preste toda la ayuda que pueda. Creo ser una buena persona y, desde luego, no me he manchado las manos de sangre, ni con dinero mal adquirido.

-          Todo eso está muy bien -parece que concedió Ángel-, pero la revolución no se ha producido y quiera Dios que no lleguemos a la guerra civil. ¿Y entre tanto?

-          Yo me encargo de que no le toquen ni un pelo. Pero no estaría de más que hiciera algunos preparativos, poniéndose en lo peor. Para empezar, envíe a su mujer y a sus hijas a veranear a un sitio más seguro. Yo, desde luego, en cuanto acabe el curso escolar, mandaré a mi familia al campo, con mis suegros.

     Dicen que, al terminar, se dieron la mano. Era lo más lógico como despedida, pero ustedes entenderán la impresión que, mucho años después, revelaba Ángel:

-          Tuve la sensación de haber cerrado con ese apretón un trato en la feria.

***

     Amaneció el 19 de julio y sonaron los primeros disparos. Calatrava no tenía guarnición militar y la Guardia Civil se mantuvo expectante, pero falangistas y milicianos se liaron a tiros durante un par de días, hasta que los fieles a la República se hicieron con el pleno control de la situación. Cayeron unos pocos -entre los cuales, el falangista Amadeo- pero, de entrada, las represalias fueron contenidas y no pasaron de encerrar en la cárcel a los de derechas. Con los días y el ejemplo de las violencias foráneas, la ciudad fue llenándose de extremistas venidos de Madrid y de la provincia, prestos a eliminar a los adversarios políticos y a cualquiera que les pareciera tal. La ley y sus servidores parecían estar de adorno. Ángel, no obstante, seguía yendo a trabajar. Precisamente en su despacho recibió la visita de un inspector de Hacienda, al que ya conocía de vista:

-          De parte del Delegado, que me acompañe a conversar con él.

-          ¿De qué se trata? ¿Y por qué no viene él a la Audiencia para la entrevista?

-          Yo que usted, no pondría pegas. Me parece que don Carlos quiere hacerle un favor.

     ¡Así que se trataba de hacer efectivo el pacto de ayuda mutua! No tenía ni idea de que su protector hubiese subido tanto en tan poco tiempo. Claro que a otros les estaba pasando lo contrario: bajaban a toda velocidad; incluso hasta la tumba.

     En efecto, Carlos ya tenía preparado el plan. Le entregó un carné de la UGT a su nombre, a falta de la fotografía, y un oficio firmado por él, en el que designaba al funcionario de Justicia, Ángel…,  agente de la Delegación de Hacienda para la incautación de fincas en el partido judicial de Mercurino.

-          De lo que se trata -puntualizó el Delegado- es de que se acomode en la explotación de La Bienvenida y no salga de allí, procurando en lo posible pasar desapercibido. Es usted poco conocido en Calatrava y ni habrán oído hablar de usted en la sierra. De todos modos, le recomiendo que eluda presentarse con su primer apellido y, al firmar, lo represente solo con la inicial.

     Ángel no abría la boca, concentrado como estaba en memorizar cuanto Carlos le recomendaba. Este procuró abreviar y concluyó:

-          Vaya a su casa y coja una foto de carné y lo más imprescindible, sin alardear de maleta. Vuelva luego al vestíbulo de la Delegación. Daré orden de que lo recoja una camioneta del Sindicato. Monte atrás, a cubierto del toldo. Y no intente ponerse en contacto conmigo, salvo en caso de estricta necesidad.

     Todo resultó conforme a lo proyectado. Era tiempo: Dos días más tarde -el primero de agosto-, empezó la cosecha de sangre indefensa. No cesaría en casi una década.



2.      La mala paga


     Como es sabido, la Guerra Civil acabó en la provincia de Calatrava a fines de marzo de 1939. No tengo constancia de que Ángel saliese de su escondite antes de dicha finalización, para él doblemente venturosa, por recobrar la libertad y no haber perdido la vida. No obstante, podría estar yo equivocado, a juzgar por el dato que poseo, de documentos irrebatibles: Nuestro fiscal civil, haciendo uso de facultades legales[6], se incorporó en los primeros días de abril al Cuerpo Jurídico Militar, en concepto de Capitán Honorífico. Por mucha prisa que él y la Justicia militar tuviesen en el ingreso, no parece posible desarrollar tamaña urgencia. Pero el hecho -lo que nos interesa para el relato- es este: que Ángel obtuvo temporalmente la condición de Fiscal militar, con facultades para ejercitar la acusación en los Consejos de Guerra. Es probable que no desease ni pretendiera ejercer tal función en Calatrava, pero así se lo ordenaron:

-          ¡Qué mejor que en una provincia que conoce bien y sin tener que desplazarse respecto del que será posteriormente su destino civil!

-          Pero, mi comandante, puede ser que conozca a los sujetos a quienes se haya de juzgar.

-          Pues lo pone usted en conocimiento de la Auditoría y que le aprueben la abstención en el asunto. ¿No hacía lo mismo, llegado el caso, cuando trabajaba en la Audiencia Provincial?

     Era cierto, pero solo a medias. No iba a andar absteniéndose a cada vez que le sonara la cara de un tipo y, menos aún, si no se percataba hasta el momento del juicio.

     No fue eso, desde luego, lo que aconteció con el sumario 463/1939, seguido contra Carlos…, Delegado de Hacienda de Calatrava. Ángel desconocía hasta entonces si su protector había logrado huir o no pero, en cualquier caso, nombre y cargo eran inconfundibles. Estuvo en un tris de presentarse de inmediato a su Superior y solicitar la abstención. Ahora bien, ¿qué iba a contarle? ¿Que se había pasado toda la guerra tranquilamente emboscado, colaborando en ocasiones con las incautaciones de tierras y siendo testigo pasivo de torturas y asesinatos? Decidió pensárselo mejor y, por lo pronto, visitar en la cárcel al procesado. Se proveyó de una buena cesta con víveres y útiles de aseo, para iniciar así su ayuda a la recíproca.

     Como es natural, Carlos estuvo encantado de verlo y de que fuera el fiscal de su causa. Con todo, llevaba ya casi cuatro meses en la prisión y no se hacía muchas esperanzas:

-          Mire, don Ángel, a mí de la pena de muerte no me salva ni el Papa; ¿para qué voy a engañarme? Así pues, no tiene sentido que ande revelando usted que lo escondí durante la guerra y verse obligado a dejarme en manos de otro fiscal, sin duda más duro. Haga lo que pueda ahora, es decir, no exagerar los términos y echarme alguna flor, por si cae la breva. Luego, cuando llegue el momento de pedir el indulto, será cuando pueda valer cuanto diga en mi favor.

-          Entonces, ¿qué puedo hacer por ti en este momento?

-          Dar una mano a mi familia. Unas pesetillas les vendrían de perlas.


***

     Como había vaticinado, Carlos fue condenado a muerte, pese a la inusitada continencia de Ángel. No solo era por el cargo importante que había ejercido, sino por el acierto en el desempeño del mismo. Para su mal, el sumario recogía la eficacia y vehemencia del procesado en cumplir sus funciones, entre las que destacaban las incautaciones de tierras y el expolio de los edificios religiosos. Con toda diligencia y sin quedarse con un céntimo, había volcado impuestos y beneficio de las ventas en favor de las unidades de Milicias calatraveñas que combatían en los diversos frentes. La verdad es que su contribución a la suerte de la guerra había sido escasa pero, por lo menos, iban bien equipados. Otro tanto podía loarse la dedicación de Carlos hacia los refugiados, que más que doblaban la población autóctona en la capital y sus aledaños.

     Notificada la condena, Ángel volvió a entrevistarse con Carlos, a fin de reconfortarlo y resumirle lo que tenía pensado hacer para intentar salvarle la vida. Más por acopiar datos útiles que por curiosidad, el fiscal le preguntó:

-          ¿Cómo es que no intentaste escapar? Podría ser bueno alegar que confiabas en la benevolencia de tus adversarios.

     Carlos sonrió con ironía y contestó:

-          Esta ha sido, y sigue siendo, una guerra a muerte en el más estricto sentido de la expresión. Si estoy aquí es porque no tuve medios de escapar con mi familia. Dejarlos aquí y huir yo me pareció una canallada… En fin, a lo hecho, pecho.

     Ángel pensó que aquel reo había tomado la peor resolución para todos, él incluido. Se escuchó diciendo la frase más manida en estas ocasiones:

-          Mientras hay vida, hay esperanza.

-          Acabo de cumplir los cuarenta -señaló Carlos, un tanto conformista-. ¡Cuántos se han ido con bastantes menos!

***

     De lo que sucedió en los trece meses siguientes[7], no tengo otra referencia que la que derivada de la presunción de inocencia y de lo mucho que se tardó en ejecutar la pena capital. En atención a lo primero, he de aceptar, salvo prueba en contrario, que Ángel intentó por todos los medios a su alcance conseguir el indulto y conmutación de la pena de muerte. Los trece meses que tardó esta en cumplirse no hacen sino abonar tales esfuerzos, por baldíos que resultasen. Ahora bien, no conociendo a fondo el caso, podríamos preguntarnos: ¿Por qué, tras más de un año de idas y venidas, el indulto fue denegado? De la conjunción de dos datos, la dilación del expediente de gracia y la eficacia del Delegado de Hacienda de Calatrava, extraigo esta conclusión: Los expolios e incautaciones levantaron contra Carlos a poderosos enemigos, terratenientes y eclesiásticos, capaces de sostener con Ángel un pulso prolongado y letal. Es una mera hipótesis, pero esto es solo un relato, tan real y tan imaginario como los lectores quieran aceptar.

     Podría ayudarnos para juzgar el comportamiento de Ángel la asistencia que prestase a la familia de Carlos, una vez fallecido este. Pero aquí me parece estar oyendo la voz desgarrada y las palabras dignas de la viuda:

-          Díganle a ese señor que, ya que no me regaló la vida de mi esposo, puede guardarse todo lo demás.



3.      De complementarios y honoríficos




     Tenemos la fortuna de contar en Internet con la Escalilla del Cuerpo Jurídico Militar, publicada por la Dirección General de Reclutamiento y Personal del Ministerio del Ejército, cerrada el 1 de enero de 1948. Aunque la fecha podría resultar demasiado tardía para mi propósito, resulta muy útil, dado que sigue conservando los nombres y datos de muchos -no todos- los individuos que prestaron servicios en dicho Cuerpo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra. Gracias a ello, y siempre de conformidad con la citada Escalilla, encontramos las siguientes cifras del personal jurídico-militar:

·         Escalas activa y complementaria (es decir, profesionales del Cuerpo Jurídico Militar, propiamente dichos): 177. Sus categorías son todas las existentes entre general de división y teniente.

·         Escala de Complemento (entiendo que no profesionales, pero equiparados a ellos, en tanto estén en servicio activo): 79. Solo 24 permanecían en activo en 1º de enero de 1948. Sus categorías son capitán y teniente.

·         Escala Honorífica (licenciados en Derecho no profesionales, ingresados al amparo del Decreto de 8 de noviembre de 1936, para cubrir situaciones de plétora de asuntos[8]): 458. Solo 35 permanecían en activo en 1º de enero de 1948. Sus categorías eran las de comandante, capitán y teniente[9].

     De manera breve: Frente a solo 177 jurídicos-militares auténticamente profesionales, hubo no menos de 537 de complemento u honoríficos en el periodo de la Guerra Civil e inmediata posguerra[10]. Dicho de otro modo: a no ser por la aportación voluntaria de muchos juristas, habría sido imposible mantener el ritmo de los Consejos de Guerra franquistas y demás actuaciones derivadas.

     Desde mi modesto conocimiento de figuras destacadas del foro, la cátedra y la judicatura (incluida la fiscalía), entiendo que no se trató solo de una aportación de cantidad, sino de sorprendente calidad. Ya en el momento de su ingreso sucedía así (catedráticos y profesores universitarios; jueces y fiscales ejercientes). Posteriormente, no menos del diez por ciento de ese medio millar de individuos (todos varones, por supuesto), llegarían a elevados puestos sociales, desde Ministros a Magistrados del Tribunal Supremo y Fiscales equiparados, así como a Abogados punteros y Catedráticos de Universidad[11].

     Dos preguntas me formulo ante esa realidad: ¿Qué movió a ilustres juristas a mancharse con el fango de la Justicia militar de la época? ¿Cómo se comportaron: igual, mejor o peor que los militares profesionales, jurídicos o no?

     La primera cuestión tiene -como es lógico- varias respuestas. Unos se sentirían llamados, a fin de cumplir la tarea con mayor humanidad o conocimientos. Otros, para librarse de la lucha en el frente, o para hacerse perdonar una precedente ideología poco coincidente con el Franquismo. Quien sentiría la llamada de un sueldo en una etapa de penuria, o del oropel del uniforme. Habría quien no tendría cosa mejor que hacer, hasta tanto se reanudaba la vida normal de Tribunales y Universidades. Y -¿por qué no?- otros obrarían movidos por impulsos de resentimiento, venganza o espíritu justiciero hacia enemigos despreciables o viles criminales -que también los hubo ante los Consejos de Guerra-.

     La segunda pregunta tendría también respuestas diversas, si pudiéramos contar con los datos pertinentes. Entiendo que los historiadores han dejado correr las décadas en que el análisis habría sido factible. Hoy -escribo en 2017- no creo que ni la Historia, ni la Memoria, puedan ofrecer resultados sólidos. Sin otros motivos que las exigencias de la función judicial de entonces, las circunstancias de la época y el conocimiento del alma humana, me atrevo a concluir que, por término medio, pocos justiciables tuvieron motivo para comprender, y agradecer, que les hubiera tocado en suerte un jurídico-militar de complemento u honorífico. Vamos, que lo de honorífico fue un calificativo meramente administrativo.







[1] Como corro el riesgo probable de no ser creído por quienes no me conocen, me veo obligado a citar la obra: Doménec Pastor Petit, Resistencia y sabotaje en la Guerra Civil, Ediciones Robinbook, Barcelona, 2013, páginas 118-119. Dejo en el anonimato provincias e implicados, contando con que la mayoría de los lectores no hará nada por indagarlo.
[2] Uno es evidente, pues los Fiscales no condenan: solo acusan y piden penas. También parecía erróneo que un Fiscal civil actuase en un Consejo de Guerra (militar); pero esto último era en cierto modo posible, como comprobarán quienes lean hasta el final esta curiosa historia.
[3] En este último punto, he llegado a una convicción racional, pero no a certeza. Basado en tal convencimiento, he aportado en el relato muchas circunstancias verídicas, aunque procurando que no permitan alcanzar a otros la seguridad que yo mismo no tengo.
[4]  Se pone esta frase en boca del insigne penalista José Antón Oneca (1897-1981), como de otros varios, aludiendo a la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada provisionalmente en 1870, pero que se mantuvo en vigor hasta ser sustituida por la de 1985, ciento quince años posterior.
[5]  Es legalmente dudosa esa dualidad de competencias, pero se dio en la práctica y, sobre todo, resulta necesaria para explicar la dinámica de nuestro relato.
[6]  En concreto, el Decreto nº 70, de la Jefatura del Estado, de fecha 8 de noviembre de 1936. Véase, en este mismo blog, mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (III): Consejos de Guerra y Tribunales especiales franquistas, apartado 2.1.
[7] El Consejo de Guerra se celebró el 21 de agosto de 1939; el cumplimiento de la sentencia, el 11 de septiembre de 1940. No soy experto en la materia, pero entiendo que fue un periodo inusitadamente largo. Ya se considera tal el de ocho meses (enero/septiembre de 1940), que pasó el dramaturgo Antonio Buero Vallejo esperando el indulto -en su caso, concedido-: Véase en este blog mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (VI): El macabro juego de los indultos particulares, apartado 2.
[8] Buena prueba de ello es que en su gran mayoría fueron licenciados entre noviembre de 1943 y enero de 1944, cuando los Consejos de Guerra empezaron a escasear, proporcionalmente hablando.
[9]  El promedio de edad era de unos treinta años. El de permanencia en servicio, de casi seis años.
[10] Las cifras no incluyen otras colaboraciones complementarias de civiles en la Justicia militar, como en cargos de Secretario de Juzgado militar.
[11] Remito a los escépticos a la consulta, bien fácil, de la expresada Escalilla.

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