viernes, 19 de enero de 2018

EN IRLANDA CON MICK COLLINS (PRIMERA PARTE): DÓLARES PARA MATAR


En Irlanda, con Mick Collins (Primera parte): Dólares para matar

Por Federico Bello Landrove

     Un periodista estadounidense es testigo de diversos acontecimientos en la Irlanda de las sucesivas guerras de independencia y civil, entre 1920 y 1922. En esta primera parte del relato, el motivo del viaje será investigar el efectivo destino del dinero recaudado por el Gobierno rebelde en los Estados Unidos, lo que le llevará a entrar en contacto con algunas de las más destacadas figuras políticas irlandesas, incluido el famosísimo Michael Collins.



1.      Razón y comienzo del viaje

     Fue en vísperas de la Navidad de 1919. Para entonces yo llevaba trabajando cinco años en el Boston Sentinel y había adquirido un considerable prestigio por mis crónicas sobre las negociaciones del Tratado de Versalles. Cuando menos, el ilustre propietario del periódico, así como de la agencia de noticias O’Clock, Jeremy Doogan, me había ascendido a mi vuelta al honroso puesto de subdirector de la citada Agencia. No era una mala colocación para un periodista de treinta y un años, aunque se hubiera graduado cum laude en Humanidades por Amherst.

     Pues bien, andaba yo pensando ya más en el árbol y los regalos de Navidad que en el trabajo diario, cuando recibí la visita en el despacho de mi director, Silvester Lippincott. Según él, venía a prevenirme sobre algo que acababa de escuchar a Doogan. En seguida comprendí que, más bien, se trataba de una artimaña del Gran Jefe para que me fuera haciendo a la idea.

-          No sabes lo nervioso que está el Jefe -empezó diciéndome-, aunque yo pienso que bien merecido se tiene lo que le pase. ¡A quién se le ocurre, poner cien mil dólares a disposición de esa jirafa de De Valera!

-          ¡Qué me dices! ¿Cien mil dólares para que los fenianos (1) hagan la guerra a los ingleses?

-          No sería eso lo malo para él -me replicó con sarcasmo-. Lo que teme es que lo vayan a timar. Por lo menos, eso es lo que Devoy le ha metido en la cabeza.

     Y, con cierto lujo de detalles, me explicó. Como era de dominio público, desde hacía seis meses De Valera, presentándose como Presidente de la República de Irlanda, andaba recorriendo los Estados Unidos dando discursos y vendiendo bonos para financiar hipotéticas necesidades de dicha nonata República. Por convicción personal y por emulación de su rival periodístico, Charles Taylor, Doogan había comprado en un primer momento bonos por valor de 50.000 dólares. De Valera lo había visitado en su casa para agradecerle el gesto y, asegurándole la solidez de la inversión bajo el paraguas de O’Mara, importante capitalista irlandés, le había arrancado la promesa de suscribir otros cincuenta mil. Hasta ahí, todo normal, dentro de lo discutible del dispendio. Los problemas habían empezado cuando en una reunión del Clan na nGael[2], John Devoy había manifestado sus sospechas respecto de la honradez y buena fe de De Valera, así como sobre que el dinero fuese a parar efectivamente a los luchadores por la independencia.

-          El Jefe ha quedado tan mosqueado -me dijo Lippincott-, que tiene decidido informarse a fondo sobre el verdadero papel y credenciales de los promotores de la emisión de bonos, antes de aflojar los segundos cincuenta mil pavos. Y ahí es donde entras tú… O, al menos, eso me ha dicho.

-          Pero yo no desciendo de irlandeses -repliqué-, ni estoy al tanto del avispero en que la Isla se ha convertido, por obra y gracia de los valientes y catolicísimos destinatarios del préstamo. A decir verdad, no he tenido más contacto con bonos que los nuestros de guerra, que compré para compensar el no jugarme la vida en ella.

-          Pues vete haciendo a la idea. Ya sabes cómo es Doogan cuando se le mete algo en la cabeza. Y, yo que tú, no le diría francamente lo que piensas de los bravos luchadores republicanos: podría incomodarse y recordar que en el Sentinel hay algunos puestos libres de gacetilleros.

***

     El Gran Jefe tuvo la gentileza de dejar pasar las Navidades antes de convocarme a su palacete en Charles Street. Entre tanto, me había dedicado a hojear en la hemeroteca los números del Sentinel que recogían las principales noticias sobre Irlanda, desde el levantamiento de Pascua de 1916, hasta la fecha. Algo tenía adelantado, al conocer los intentos de los patriotas por hacer pasar en Versalles sus demandas de independencia bajo la cobertura de los malhadados Catorce Puntos de nuestro Presidente[3]. En fin, haciendo de la necesidad virtud, me hallaba en condiciones, si no de objetar el mandato de Doogan, por lo menos de saber a qué atenerme y cumplirlo de la forma más rápida e informada posible. Mi preparación en el tema agradó sobremanera al Jefe, tal vez demasiado, a juzgar por lo que más tarde resolvería.

-          Verás, Harvey, puede que se trate solo de un choque de protagonismos o de caracteres entre John Devoy y ese De Valera. John estaba muy acostumbrado a dirigir y controlar las actividades de los irlandeses en América y ahora, con la venida de ese tipo tan alto, se siente marginado.

-          Algo más tendrá contra él que su estatura -bromeé-.

-          Por supuesto. Habla y no acaba: Que si el padre del tal era un sujeto desconocido y probablemente judío; que si no es lo que aparenta, pues no existe la República de Irlanda, ni él es Jefe de Estado; que no ha sabido tocar los palillos adecuados para que nuestro Presidente, al menos, lo recibiera de modo semi oficial y le concediera una cierta legitimidad; en fin, que ha dejado colgados a los patriotas y se ha venido a los Estados Unidos, donde ya lleva medio año vendiendo bonos y dando conferencias, mientras en la Isla se baten el cobre al mando de un tipo muy bragado, llamado Collins, con el que Devoy ya ha tenido ocasión de colaborar económicamente.

-          Ya veo, Jefe, que Devoy y los del Clan na nGael parecen no tragar a De Valera pero, ¿qué quiere que yo le haga?

-          Muy sencillo. Con el pretexto de entrevistarle para el Sentinel y la cadena de diarios suscritos a nuestra Agencia, apriétalo a fondo sobre el tema de los bonos: garantías reales que tienen; destinos previstos para los fondos; personas que van a controlar la inversión del dinero de su venta; posibilidades y momento previsto para su reembolso… Vamos, todo lo que se te ocurra para desenmascarar al Presidente de Irlanda, si es que ha venido a estafarnos. Y no te dejes torear, aunque el tipo sea hijo de un español: déjale claro que puede quedarse sin mis cincuenta mil y sin lo que pensaran invertir nuestros lectores.

***

     Me tocó viajar a Nueva York para encontrarme con El hombre alto, como con toda razón llamaban a De Valera sus próximos cuando hablaban entre ellos. En cambio, al dirigirse a él abreviaban al máximo y lo nombraban Dev, con mucha mayor frecuencia que Éamon. También yo me acogí al conocido apócope, aunque nunca llegué con él a una mínima familiaridad. Yo no soy muy sociable pero es que además aquel sujeto respondía muy bien al prototipo de figura enigmática que protagonizaba las tiras detectivescas del Sentinel on Sunday: El hombre escurridizo.

     Verdad es que, cuando nuestra primera entrevista, Dev debía de estar indignado por las andanadas que le había disparado Devoy desde su periódico semanal, The Gaelic American. Con todo, se mostraba impasible y hablaba con su habitual reflexión y parsimonia. De aquellas conversaciones, de aquellos juegos de preguntas y respuestas, fui tomando algunas notas, que luego se amalgamaron en el informe que redacté para Doogan, conforme a mi estilo y a su predilección por la forma escrita. Resumo a continuación aquel documento:

     El señor De Valera ha preparado y está vendiendo una emisión de bonos de la así llamada República de Irlanda, contando con la aprobación del Gobierno irlandés en la sombra, del que él es su Presidente. Los fiduciarios de dichos bonos son tres: un importante hombre de negocios irlandés, llamado James O’Mara; un obispo católico, apellidado Fogarty, que se ha encargado de preparar el envío y recogida de los fondos en Irlanda, utilizando la infraestructura de la Iglesia papista; y el tercero es el propio De Valera, en nombre del Gobierno rebelde. En realidad, todo lo referente a la impresión, venta y depósito de la recaudación obtenida con los bonos corre a cargo del señor Dev, quien ha abierto a su nombre con tal efecto tres cuentas, por lo menos, en bancos de Nueva York.

     En principio, la emisión no tiene un volumen máximo, sino que venderán todos los bonos que puedan, mientras De Valera permanezca en los Estados Unidos. Luego parece que encargará de ello a persona o personas de su confianza, para lo cual piensa constituir una  Asociación Americana para el Reconocimiento de la República Irlandesa, totalmente entregada a su persona. Aquí parece estar el motivo principal de la inquina del señor Devoy, cuyo Clan na nGael ha quedado en entredicho.

     A fecha de hoy, el señor Dev reconoce haber vendido más de un millón y medio de dólares en bonos -generalmente, en pequeños paquetes de entre diez y cincuenta-[4]. En principio, la emisión no está sujeta a abono de intereses ni a reembolso en fecha prefijada, pero insiste en que no es a fondo perdido pues la República de Irlanda hará frente a sus compromisos, tan pronto se independice del Imperio Británico y alcance una mínima solvencia económica.

     De Valera no está dispuesto a hacer público el destino de los fondos que vaya recaudando, que en cualquier caso será del máximo interés para la República. Es obvio que uno de los objetivos será la compra de armas, tan necesaria para defenderse de las terribles violencias del Ejército inglés y de los Voluntarios que lo apoyan. De todas formas, mi impresión es que el señor Dev no admite control externo ni interno sobre sus actos de disposición y que, con el plausible pretexto de que el envío de fondos a Irlanda es complicado, va a retener parte de ellos en los Estados, donde podrían servir para fortalecer su posición política y ejercer una labor de propaganda por medio de la creación de medios de prensa o revistas.

     Conforme a lo interesado por usted, insistí al señor De Valera para que me diera su versión acerca de la auténtica guerra que se ha desatado en la Isla después de su marcha de ella, así como de su apoyo y relación con el señor Collins y demás jefes combatientes republicanos. Pareció sentirse molesto y, ante mi insistencia, reconoció que estaba un tanto desconectado de tales temas y me remitió a un importante miembro de su equipo, que lo ha acompañado en el viaje desde el primer momento. Se trata del señor Harry Boland, con el que me ha prometido facilitar una entrevista a la mayor brevedad posible, ya que por el momento se encuentra en Filadelfia.

     En resumen, señor Doogan, me permito sugerirle que retenga por ahora la compra del segundo paquete de bonos por valor de 50.000 dólares, con la disculpa de que, no pudiendo por ahora enviarse tanto numerario a Irlanda, sería preferible para su declaración de la renta el demorarlo a un nuevo año fiscal. En cambio, no me parece sensato juzgar al señor Dev estafador o aprovechado, ni desaconsejar a nuestros lectores que inviertan pequeñas cantidades en favor de su antigua Patria irlandesa, si su corazón se lo demanda.

***

     Al cabo de una semana, me encontré con Boland en un café del Bronx. Aunque poco más joven que Dev, aún parecía un muchacho, abierto, jovial y petulante. Sin embargo, en cuanto apreció mi conocimiento de la materia y la importancia de la gestión que me ocupaba, moderó su humor y se explicó con seriedad y lucidez. Comprendí entonces que me hallaba ante un buen político y un notable hombre de acción, con mucha más simpatía por Collins y sus guerreros, que no por las sinuosidades de Dev, por más que respetase su jefatura de modo incondicional.

-          A estas alturas -empezó diciéndome- yo tendría que estar pegando tiros en Dublín, al lado de mi gran amigo, Mick Collins. Ya ves, soy un hombre de acción, pero Dev se empeñó en que lo acompañase a los Estados Unidos, con variados pretextos. En el fondo, tengo el mismo pálpito que mi amigo: que nos separaba por temor de que llegáramos a tener más influencia que él en el Aireacht[5].

-          Pero, al alejarse del escenario principal, el señor De Valera corre el riesgo de que los jefes combatientes adquieran mayor poder, sobre todo, ese Collins, al que todo el mundo empieza a citar aquí como el gran director y estratega de la contienda.

     Boland se encogió de hombros y no quiso profundizar más en sus confidencias:

-          Mick conoce sus limitaciones políticas y admira a Dev. Tal vez la situación actual sea buena para que cada uno desarrolle sus mejores cualidades, sin envidias ni entorpecimientos. Claro que no conviene que dure mucho. De hecho, para mí es un verdadero suplicio tener que saber de Irlanda solo por las cartas de mi novia y por los periódicos.

     Centrado el tema, me dediqué a sonsacar a Boland acerca de los bonos y de su uso para ayudar a los irlandeses en su guerra de independencia. En particular, traté de hallar desmentidos o discrepancias con la versión de Dev sobre los mismos hechos. Harry respondió con franqueza, sin que pareciera estar aleccionado previamente por su Jefe. He aquí el resumen de nuestra conversación, tal como se lo hice llegar a Doogan:

     El señor Boland se muestra crítico acerca de la larga duración que está teniendo la estancia de De Valera en los Estados Unidos, que todavía no tiene fecha fijada para finalizar. Como antiguo amigo y colaborador de Collins y hombre de acción, lamenta su alejamiento del combate y su adscripción a tareas de propaganda y representación. No parece muy al tanto de la guerra abierta que se ha iniciado en la Isla, aunque puede que me oculte los datos que posea, tratándose de una información con ribetes de secreto.

     En cuanto al destino del dinero recaudado con los bonos, deduzco de sus manifestaciones -un tanto imprecisas- que la parte que ha logrado enviarse hasta ahora a Irlanda no ha ayudado mucho a la adquisición de armas, ni a la compensación por bajas o daños. El señor Boland asegura que son grandes las dificultades financieras para lograr un flujo ágil de divisas. Con todo, el dinero conseguido es tan importante, que se está invirtiendo generosamente en financiar los viajes y actos de la delegación irlandesa, así como ciertas campañas electorales de candidatos americanos favorables a la causa de la independencia de Irlanda. Como dato curioso, me ha confesado que una pequeña parte de la recaudación ha ido a parar en préstamo a los soviéticos, con la prenda de algunas joyas confiscadas por estos a los aristócratas rusos.

***

     Nunca debió ocurrírseme citar esa veleidad soviética de los fenianos. Unida a la convicción que yo transmití a mi Jefe, en el sentido de que la parte principal del armamento irlandés seguía siendo el arrebatado a la policía, motivó que Doogan tomase la decisión que ustedes podrán conocer a continuación.

-          Harvey, me dijo, esto ya está adquiriendo tonos de desvergüenza. Esos tipos se están forrando a costa nuestra y pasando el dinero a los comunistas. Y, entre tanto, los pobres irlandeses están luchando con pistolas de desecho de la Gran Guerra y fusiles que consiguen asaltando a pecho descubierto los cuarteles de los constables[6].

-          Cuidado, señor Doogan. No saque usted conclusiones aventuradas. Bien pudiera ser que la situación cambiase pronto. Ni el dinero circula con facilidad en determinados ambientes, ni las buenas armas de guerra penden de los árboles.

-          Lo sé. Y además no querría desacreditar a estos dudosos representantes de verdaderos héroes, haciendo el caldo gordo a los ingleses. Se me está ocurriendo algo, para lo que será imprescindible que me eches una mano.

-          No sé qué más pueda yo hacer pero, en fin, aquí me tiene.

-          Gracias, muchacho. Es mucho lo que voy a pedirte, pero cuento con que no tienes familia y con que te aguarda un gran futuro en Doogan Press… Llégate a Londres y, desde allí, ponte en contacto con ese Collins. No te será difícil con tu talento y discreción. A lo mejor, ni siquiera tienes que cruzar a Irlanda.

     Me quedé petrificado, lo que aprovechó mi interlocutor para concluir su irresistible oferta:

-          Entérate por él de si les está llegando el dinero de los bonos y en qué relaciones está con el Tipo Alto ese. No te conformes con menos que entrevistarte con Collins y aclarar todo este galimatías. Como credencial y carta de presentación, llevarás los cincuenta mil dólares que le ofrecí a De Valera. Supongo que, si los llevas tú en mano a los combatientes, no tendrá objeción ninguna que hacer.

-          Pero entonces -repliqué-, dudo que le vaya a entregar bonos por ese montante.

-          Pues, siendo así, presentarás mis respetos al señor O’Mara, y hasta al ilustrísimo señor obispo de Killaloe, si es preciso[7]. Uno u otro te entregarán el pertinente recibo.

     Si hubiese sido ahora, me habría levantado en el acto y despedido del Gran Jefe y de mi trabajo. En aquel entonces, yo aún era joven, estaba soltero y me picaba la curiosidad por el mundo gaélico[8], que casi del todo desconocía. Pregunté, aunque ya sabía la respuesta que recibiría:

-          ¿Para cuándo el viaje?

-          Inmediatamente. De tener que desenmascarar a los vendedores de bonos, cuanto antes, mejor.

     Así que, el 3 de febrero de 1920, embarcaba en el Carmania, con destino Portsmouth. En una faltriquera sabiamente prendida al revés del pantalón, cien billetes de quinientos dólares me quemaban la barriga. En el equipaje llevaba las Memorias de Parnell[9], para entretener el viaje. Tres días de mareo aplazaron el comienzo de tan ilustrativa lectura.





2.      Entre el Castillo y el Trinity


     Como era inevitable, tuve que pasar a Irlanda. Al menos, mi estancia de una semana en Londres me permitió pulsar la opinión inglesa acerca de la situación en la isla vecina y obtener un visado oficial de mi carnet de prensa, con autorización para cubrir in situ la rebelión -no podía esperar que el conflicto irlandés fuese calificado como guerra por las autoridades británicas-.

     Una vez en Dublín, tenía dos opciones para acercarme a los ambientes rebeldes: contactar con el señor O’Mara o con Gerry Boland, hermano de Harry, para quien este me había redactado una carta de presentación muy elogiosa. A la postre, decidí llamar a ambas puertas, empezando por la de la familia Boland, dado que en aquellos momentos James O’Mara se encontraba atendiendo su gran negocio de productos cárnicos de cerdo en su sede comercial de Limerick.

     Siendo Gerry Boland todo un comandante de batallón del ya entonces llamado IRA[10], no podía acceder directamente a él sino que, conforme a lo aconsejado por su hermano Harry, me presenté en el domicilio de Nellie Boland, hermana mayor de ambos, y le expliqué mi objetivo, con la carta por recomendación. Ella se mostró encantada de tener noticias directas de Harry, que llevaba ya nueve meses por los Estados Unidos, y me prometió avisar lo antes posible a Gerry de mis deseos. Aconsejado por Nellie, desistí de alojarme con fijeza en un hotel y alquilé una confortable habitación en una pensión de Capel Street, regentada por una buena amiga suya, pero completamente al margen de las querellas políticas, según me aseguró.

     Mi primer encuentro con Gerry Boland fue en el reservado de un pub de Temple Bar a primera hora de la noche. Tras leer la carta de presentación de Harry, tuvo un comienzo nada prometedor:

-          No entiendo por qué desconfiáis de Dev en América, ni qué pueda aclararte Collins que mi hermano no te haya expuesto. Por otra parte, comprenderás que, tanto Mick como tú, corréis un serio riesgo entrevistándoos. Estoy seguro de que la policía ya te estará controlando desde que pusiste los pies en casa de mi hermana.

-          Por el momento -repliqué- solo soy un empleado del señor Doogan de Boston, que no se conforma con menos que estar cierto de que su dinero está seguro y es bien empleado por los patriotas irlandeses. Es lo menos que puede pedir, habiendo invertido cincuenta mil dólares y estando dispuesto a aportar otros tantos.

     Los dos subordinados de Bolland que lo guardaban a la sazón cruzaron con él una mirada, entre admirativa y perpleja. Gerry se encogió de hombros y aclaró:

-          Cien mil dólares… Más o menos, treinta mil libras.

     Yo proseguí:

-          Tengo en mi mano el poder entregar a vuestro Gobierno republicano esos cincuenta mil dólares, pero con la condición ineludible de entrevistarme con el señor O’Mara y con Collins. En vosotros está hacerles llegar la especie y, en su momento, adoptar las medidas para que los encuentros se hagan con la debida discreción.

     Acompañé mis palabras de cierta displicencia, como recalcando que eran los irlandeses rebeldes, no yo, los beneficiarios de la gestión. Incluso, hice un leve ademán de levantarme de la mesa. Gerry se percató y reaccionó en consecuencia:

-          Está bien. Lo intentaremos, aunque puede llevar su tiempo. Entre tanto, no te muevas de Dublín y hazte notar lo menos posible. Te haré llegar noticias por Nellie.

***

     Siempre he pecado de ser sincero y directo. Lejos de esconderme de la policía, decidí hacerles una visita en el Castillo, para informarles formalmente de mi presencia en Dublín y mostrarles mis credenciales de prensa, debidamente visadas por el Foreign Office[11]. La casualidad hizo que me atendiera el inspector Neligan, que ya entonces colaboraba con los independentistas. Ignorante de ello, le signifiqué mi derecho y deseo de poder moverme libremente por la ciudad, sin tener que correr el peligro de ser acosado por los policías. Por buenas razones, el inspector me preguntó acerca de los motivos que podía tener para husmear en territorio rebelde. Le contesté a medias:

-          Como americano enviado por una agencia de noticias de Boston, me interesa mucho el uso que se esté haciendo del dinero que De Valera está recaudando a manos llenas en mi país.

-          Puede estar seguro de que es muy bien invertido -ironizó-. Armas y güisqui no les faltan a esos rebeldes.

-          Muchas armas y muchos barriles tendrían que comprar si invirtiesen el fruto íntegro de tanta largueza. Quizá yo podría ayudar con mis crónicas para que se fuera menos generoso con los violentos y más caritativo con quienes todo lo han perdido en medio de tanto dolor.

-          Creí que el deber de un buen periodista era el de ser imparcial, objetó de forma ambigua.

-          Yo entiendo la imparcialidad de otro modo -repliqué-: juzgando los hechos en función de sus resultados, no de las personas que los realicen.

***

     Recuerdo bien la fecha, el 15 de abril de 1920, porque fue al día siguiente del asesinato del constable Harry Kells. Me hallaba en la recepción del Hotel Gresham, leyendo los periódicos en un ambiente relajado y lujoso, cuando se me acercó por detrás un individuo embutido en una holgadísima gabardina, me tocó en un hombro y tan solo dijo en su susurro: Sígame.

     Bajamos a buen paso por O’Connell Street, cruzamos el río y llegamos hasta los jardines del Trinity, sin cambiar una palabra, siempre yo un par de pasos por detrás de mi guía. Finalmente, tras escudriñar el entorno, nos sentamos en uno de los bancos del parque y pude, al fin, percatarme de su fisonomía y aspecto. Era un joven como de 25 años; pelo castaño bastante alborotado; rasgos finos algo infantiles, que trataba de endurecer con un bigote casi rubio; ojos caídos y voz tenue, que parecían presagiar a un individuo insignificante o tímido; estatura mediana y una notable delgadez. Mirando al suelo, sin apenas volverse a mí, comenzó diciendo:

-          Entiendo que es usted mister Rosson, el periodista americano que quiere ver al Big Fella[12].

-          En efecto. Pero antes de nada, ¿puede indicarme quien le ha puesto en antecedentes de mi propósito?

     No respondió a mi pregunta, sino que prosiguió con su argumento.

-          Comprenderá que adoptemos ciertas precauciones. El señor Collins ocupa cargos muy importantes en la estructura del Gobierno y del ejército. No sé si sabe que -según se comenta-  los ingleses han elevado recientemente la recompensa por su captura a la bonita cifra de diez mil libras.

-          Desde luego -repuse con cierto desdén-, comprendo que no se deje ver en público a plena luz del día, pero podría decirle que tengo para él una cantidad bastante mayor que la que ofrecen por su cabeza.

-          Todo se andará, replicó con una sonrisa. ¿Sabe usted que yo nací en Massachusetts? Así que tenemos una cosa importante en común.

-          ¿Ah, sí? ¿Y cuál es su nombre, si puedo saberlo? Más que nada, para estar en igualdad de condiciones. También yo he de tomar algunas prevenciones.

-          Me llamo Dalton, Emmet Dalton, pero le aseguro que no tengo nada que ver con mi famoso homónimo, terminado en dos tes[13]. Trabajo a las órdenes del señor Collins y he recibido de él el encargo de contactar con usted e informarle de que, a la mayor brevedad posible, procuraremos que se conozcan.

-          Verá, señor Dalton, llevo más de un mes en Dublín y apenas he avanzado en la gestión que me ha traído hasta aquí. La vida en Irlanda no es precisamente barata ni segura. Así que estoy por rendirme y tomar el barco de vuelta a su tierra natal; eso sí, con los cincuenta mil del señor Doogan en mi compañía.

     Dalton hizo un imperceptible gesto de asentimiento y me hizo esta sugerencia:

-          Si de lo que se trata es de convencerse de que su dinero está bien respaldado, ¿por qué no empieza por ver al señor O’Mara? Limerick no está lejos y hay buena comunicación por tren.

-          Había pensado dejarlo para el final, pero en fin…

-          Pues empiece por él. Parece que Kells no saldrá con vida del atentado y la policía está en estado de máxima alerta. No son buenos momentos para que Collins ande concediendo audiencias. Además, O’Mara ya está informado de su propósito de hacerle una visita. Bastará con que se presente usted en la fábrica y diga que es el hombre del montón de dólares.

     En sus ojos brilló un relámpago de picardía. Me acogí a ello y bromeé:

-          Bien mirado, Dalton, estoy bastante por encima del valor del Big Fella.

***

     Estábamos a punto de iniciar el regreso, de la misma forma levemente escalonada que a la ida, cuando nos cruzamos con una joven, que se dirigió a Dalton de forma jovial y confiada. Este no tuvo más remedio que hacer las oportunas presentaciones. Se trataba de Lucy Wood, prima de Emmet por parte de madre. Al enterarse de que yo era un bostoniano que había venido a Dublín por temas comerciales, Lucy se ofreció, con gentileza:

-          Pues si le sobra algo de tiempo para hacer turismo, puede localizarme en la biblioteca del Colegio. La verdad es que la visita merece mucho la pena. No tenemos nada que envidiar a Oxford.

-          Tomo en consideración su amable ofrecimiento, respondí ambiguamente.

     Nos despedimos acto seguido. Dalton comentó:

-          No tenga reparos en aceptar la invitación. Lucy no congenia con las ideas nacionalistas, ni mucho menos con la violencia. No podía ser de otro modo, trabajando en el Trinity. De todas formas, nos llevamos bien, en parte gracias a que sabe muy poco de mis actividades, ni tampoco quiere saberlo.

-          Buscaré tiempo para la visita y, de paso, conoceré a alguien en Dublín que no tenga como prioridad en su vida la independencia, caiga quien caiga.

     Emmet no respondió. Sacó del bolso un trocito de papel, en el que estaba escrita una dirección.

-          Tome -me dijo-. Son las señas de la fábrica de O’Mara en Limerick. Así no tendrá que andar preguntando.



3.      Dos nacionalistas y una bibliotecaria


     Dos días más tarde, tomé el tren que me conduciría hasta Limerick, para entrevistarme con James O’Mara. Para mayor confidencialidad, resolví no anunciarme ni pedir audiencia, pues ciertas líneas telefónicas se decía que estaban intervenidas. Me serví de un taxi para desplazarme desde la estación hasta la calle Roches, donde se erigían las amplias instalaciones de O’Mara Limited. Estuve de suerte, porque:

-          Me pillas aquí de milagro -comentó llanamente mister O’Mara- pues tengo gente invitada a comer en casa. ¿Por qué no te sumas al grupo?

-          Muchas gracias, señor, pero, si me lo permite, preferiría dar una vuelta por su ciudad, ya que he pasado un montón de tiempo sentado en el tren y, por otra parte, no será fácil que vuelva por aquí.

-          Como quieras. Hay buenos sitios para comer por el Milk Market. Vuelve a la fábrica a eso de las dos y media y charlaremos cuanto quieras, a tiempo de que cojas el último tren a Dublín. Ya ves, ha sido una lástima que tuvieras tanta prisa por verme pues, dentro de unos días, habré terminado mis gestiones con bacon and ham[14] y regresaré a la capital: Te habrías ahorrado el viaje.

     Estuve callejeando por la parte antigua de la ciudad y las amenas orillas del Shannon. Tomé un bocado en un pub junto a los muelles y a la hora acordada llegué a la fábrica. El señor O’Mara se hizo esperar cosa de un cuarto de hora, por lo que se disculpó largamente.

-          Dicen los brits[15] que los irlandeses cantamos mucho pero no hablamos casi nada. Está claro que eso no reza con mis invitados de hoy.

-          Tengo entendido que esa ocurrencia se refiere a lo duros que son ustedes cuando se les tortura en las comisarías.

-          Tienes razón. Se ve que estás muy enterado, para el poco tiempo que llevas entre nosotros.

     Sentados frente a frente, con una amplia mesa de despacho de por medio, observé al sujeto que tenía ante mí, con ese hábito que da, entre otras, la profesión periodística. El gran charcutero -si se me permite llamarlo así- hacía honor a lo que uno esperaba encontrar entre los curadores de productos cárnicos: corpulento, rubicundo, de cara ancha dotada de cierta apariencia bonachona. El cabello, aún abundante y peinado a raya lateral, era entrecano, como cumplía a una persona de unos cincuenta años. El gran mostacho apenas dejaba asomar el corto cabo de puro que pendía de sus labios. Se me hacía difícil recordar que me hallaba ante el parlamentario más joven de Westminster en la legislatura del debú de Churchill, un MP [16] todavía en activo veinte años después, aunque su devoción por la causa irlandesa y fidelidad al Sinn Fein[17] le había alejado de Londres, para servir en el Dáil Eireann[18] y como Director de Elecciones y de Finanzas de su Partido. Este cargo y su cuantiosa fortuna eran, entre otras, las razones por las que mister O’Mara era uno de los tres fiduciarios de la famosa emisión de bonos de la República de Irlanda, que mi Jefe, Doogan, tenía entre ceja y ceja.

-          Vamos al grano, estimado Rosson. Parece que en América no acaban de fiarse de nosotros… Bueno, algunos personajes importantes porque, lo que es el pueblo, nos está quitando la emisión de las manos.

-          Por ahí podemos empezar -dije-. ¿Emisión, … de cuánto? El papel parece no tener fin. ¿Acaso han omitido fijar una cantidad tope?

-          Podría decirte alguna cifra inalcanzable, como por ejemplo diez millones, pero no te voy a engañar. La situación es tan grave y decisiva, que emitiremos bonos mientras nos lo pidan. Ningún amigo de Irlanda se va a quedar sin contribuir a nuestra causa, si así lo desea.

-          Pero, entonces, las pocas o muchas garantías de reembolso que ofrecen ustedes quedarán en agua de borrajas.

-          Observa que, por ahora, no jugamos con la solvencia económica. Si los ingleses nos derrotan, todo se habrá perdido. Pero, si alcanzamos la independencia, podremos devolver todo lo prestado, con la seguridad que da un país que, aunque pequeño y empobrecido, es muy trabajador y sabrá cumplir con sus compromisos de gratitud y con la palabra dada.

-          Entiendo, pero el hecho de que el obispo de Killaloe y usted mismo sean trustees[19], ¿no significa que algunos capitalistas irlandeses y la Iglesia católica estén dispuestos a evitar un eventual impago con su patrimonio propio?

-          De ningún modo. Nosotros ponemos solo nuestros conocimientos y nuestra seriedad administrativa. Como depositarios, respondemos de invertir honradamente el capital recibido y promover su destino para fines necesarios a la República, conforme a lo que acuerden el Dáil y el Aireacht.

-          Todo eso está muy bien pero, por ahora, la mayor parte del dinero está en los Estados Unidos y resulta difícil y lento trasladarlo a Irlanda. Gente bien informada en América empieza a pensar que la emisión vaya a dedicarse a beneficiar a ciertas personas o a aplicarse a labores accesorias de propaganda o en medios de comunicación demasiado personalistas.

-          Sé a lo que te refieres: También aquí leemos vuestras revistas y nos llegan las críticas del venerable Clan na nGael. En un primer momento, yo acompañé a De Valera en su misión internacional a los Estados Unidos. Luego, una vez puesta en marcha la emisión, hube de regresar. Aun en la distancia, tengo plena confianza en nuestro Presidente. En lo posible, el dinero va llegando y se van consiguiendo resultados, solo que enfrente tenemos a un enemigo del enorme nivel del Imperio británico.

-          ¿Me podría dar unas cifras aproximadas de los bonos vendidos y el dinero que hasta ahora han logrado invertir en armas y auxilios en Irlanda?

-          Mis últimas noticias es que se llevan ingresados unos tres millones de dólares. En cuanto a lo que hemos podido traer aquí, en metálico o en mercancías, no creo que sea ni una tercera parte. No obstante, tú vas a entrevistarte con Collins, figura clave en estos temas, ya que es Ministro de Finanzas y, hoy por hoy, el más influyente y destacado comandante militar que tenemos. Él te podrá informar mucho mejor que yo. Y… estoy pensando… En materia de traer dinero a la Isla, creo que el más enterado puede ser monseñor Fogarty. Killaloe está a un paso de Limerick. Podría telefonearle y que te recibiera…; hoy ya no, pero sí mañana mismo. Así no se podrá decir en el Boston Sentinel que dejas ningún cabo suelto.

-          De acuerdo.

-          Pues no se hable más. Lo llamamos ahora y no tienes que ocuparte de nada. Cenarás y tendrás cama en dependencias de la fábrica y mañana te llevará a Killaloe uno de nuestros furgones. Como repartimos por toda la zona, nadie notará nada extraño.

     La cita quedó fijada en la Catedral sede de Fogarty, al acabar la misa de diez. Seguidamente, O’Mara se empeñó en enseñarme lo más espectacular de su gran fábrica. Al mismo tiempo, me fue haciendo muy interesantes reflexiones cárnico-políticas, que yo hice llegar a Doogan en forma del siguiente resumen:

     La familia O’Mara viene dedicándose al negocio del curado y venta de bacon and jam desde hace unos setenta años, habiendo alcanzado una posición muy destacada en el sector. Su fábrica principal de Limerick ocupa a unos doscientos trabajadores y tiene una amplia red de importación, producción y distribución, en Inglaterra y en el extranjero, si bien ha quedado muy dañada por las Guerras balcánicas y el reciente conflicto mundial.

     Casi todos los miembros de la familia trabajan en el negocio, pero es el señor James O’Mara el más destacado gestor. Siguiendo la tradición familiar, no ha hecho ascos a la política, habiendo sido parlamentario en la Cámara de los Comunes desde el año 1900. Su adscripción al Partido nacionalista Sinn Fein le ha llevado a apartarse del Parlamento de Londres y ejercer su cargo representativo en el Dáil o Parlamento irlandés tolerado por los británicos. También ha tenido responsabilidades electorales y financieras en el Sinn Fein y en el Gobierno irlandés…

     Aunque la empresa O’Mara Limited está dirigida en forma completamente profesional, su política económica está condicionada por el ideario feniano. Esta mezcla de capitalismo y nacionalismo tuvo un claro exponente durante la Gran Guerra, cuando los charcuteros ingleses pretendieron privar a los de Irlanda de buena parte de sus beneficios, con el pretexto de que el principal cliente era el Ejército británico. A tal fin, empezaron a comprar masivamente cerdos irlandeses vivos, trasladándolos a Inglaterra para allí matarlos y curarlos y envasarlos. Los O’Mara y otros muchos industriales de Irlanda se opusieron a esa exportación en vivo y, con la ayuda de los sindicatos portuarios y navieros del Sinn Fein, rebajaron muy significativamente la salida de dichos animales. Comprenderá, señor, que con ello se beneficiaban simultáneamente los trabajadores irlandeses del sector cárnico, pero también los capitalistas de sus empresas…

***



     Para mi sorpresa, la sede del obispo de Killaloe no estaba en esa pequeña e histórica ciudad, sino en la aledaña y mayor de Ennis. El chófer del furgón que me transportó se echó a reír, cuando le manifesté la extrañeza:

-          ¡Buena la habría hecho, de haber venido solo! En la catedral de Killaloe se habría encontrado con el obispo de la Iglesia Reformada.

     Aclarado el equívoco, penetré en el templo neogótico, bastante modesto para fungir de catedral. La misa estaba siendo oficiada por un consagrado joven, obviamente no monseñor Fogarty, quien había rebasado ya entonces los sesenta años de edad. Me dirigí para localizarlo a un sacristán, advirtiéndole de que estábamos citados más o menos para esa hora. El interpelado me indicó esperase en la nave y desapareció en la penumbra de la sacristía. Al cabo de un par de minutos, volvió hasta mí y me hizo ademán de seguirlo. Salimos de la iglesia y recorrimos un largo camino que nos llevó, ya en las afueras del pueblo, hasta una hermosa casa de campo, a modo de palacete, rodeada de una cerca de piedra, que cerraba un amplio terreno de arbolado y césped. En un salón del piso bajo de la casona, sentado en un sillón, con una manta de viaje sobre las piernas, hallé por fin al señor Fogarty quien, lo primero de todo, se disculpó:

-          Perdone que lo citara para después de la misa de diez, cuando habrá visto usted que la estaba diciendo otro oficiante. He amanecido febril y con fuertes dolores articulares, que desaconsejaban mi desplazamiento hasta la Catedral. Por ello, he dicho ya misa en mi capilla privada y alerté al buen Brandon de su visita.

-          ¡Cuánto lamento su indisposición! -contesté-. Lo entretendré lo menos posible.

-          Son cosas de la edad, prosiguió. He tenido muy buena salud, pero los años no pasan en balde: sesenta y uno caerán en octubre.
-         

-          Bien, pues usted dirá lo que le trae hasta mí. Exponga cualquier cosa que le inquiete y yo procuraré aclararle cuanto esté en mi mano.

     El tal Brandon sirvió dos tazas de té de una especie de samovar, se retiró y cerró la puerta de la estancia. Tras tomar ambos un sorbo, decidí comenzar mi indagación.

-          Mister O’Mara me informó ayer de que usted era la persona indicada para ponerme al día sobre la importación a la Isla del dinero de los bonos vendidos en América por la República de Irlanda. Algunos inversores importantes de mi país han entrado en sospechas de que tal entrada esté resultando -¿cómo diría?-…, impracticable y, por tanto, que la recaudación sea poco útil para sus finalidades más directas y necesarias.

-          No voy a ocultar que, como uno de los tres fiadores de la emisión de bonos, estoy al tanto de la misma, pero no en la línea que las palabras de James O’Mara pudieran dar a entender. Aun siendo corresponsables los tres, es claro que, conforme a nuestras respectivas cualidades, De Valera se encarga de la propaganda y destino de la emisión, O’Mara de sus aspectos económicos y soporte financiero y yo, como hombre de iglesia, de procurar que no se olvide a las víctimas de este terrible conflicto, subviniendo a sus necesidades.

     Las palabras de Fogarty me parecieron de un cinismo santurrón. Apenas pude contenerme:

-          En Irlanda hay un buen número de arzobispos y obispos, seguramente de más relevancia y número de fieles que usted. Algo tendrá, cuando el Sin Fein lo ha escogido entre todos ellos.

     Aunque sin perder un ápice de su compostura, Monseñor pareció acusar el embate:

-          No todos mis hermanos obispos tienen la misma sensibilidad al entender la confusa y dura época que nos toca vivir en nuestra tierra. No he tenido pelos en la lengua, a la hora de escribir y predicar contra los excesos e imposiciones de los ingleses en Irlanda. Seguramente por eso los patriotas tengan por mí un respeto y una confianza especiales. Pero yo sigo siendo un humilde servidor de Dios y de mis diocesanos, no un traficante de bonos.

-          No es eso lo que quería decir yo, ni apuntar el señor O’Mara. Lo que se trasluce de las palabras de este y de lo que yo he oído en América es que buena parte del dinero de los bonos circula entre los Estados Unidos e Irlanda, gracias a personas eclesiásticas y a las donaciones e intercambios económicos entre algunas diócesis americanas y otras irlandesas, como esta de Killaloe.

-          Eso son meros infundios. ¿Qué pruebas o datos tiene de lo que afirma?

-          Señor, insisto en que son rumores e indicios. Yo soy periodista, no policía. Con todo, procuro contrastar mis informaciones y he seguido el hilo de las mismas hasta el ovillo de la archidiócesis de Nueva York y de uno de sus gestores económicos, sacerdote por más señas, cuyo nombre supongo que le constará a usted tanto como a mí.

     Era demasiado para mi interlocutor, aunque reaccionó con una correcta disculpa:

-          Esta conversación va tomando unos derroteros que pueden hacerla larga y fastidiosa. Repare en mi estado febril. Creo que debemos ir poniendo fin a nuestra entrevista.

-          Estoy de acuerdo. No obstante, permítame aún una pregunta sobre materia más fáctica y cierta. ¿Cuántos dólares de los bonos americanos -o las libras en que se han convertido- han llegado hasta Irlanda, que a usted le conste? Note que el señor O’Mara no puso obstáculo a que se me revelara, habida cuenta de que estoy en disposición de poner muchas dificultades a que sus simpatizantes americanos sigan comprando bonos con la mayor credulidad.

-          No tengo a mano el dato, ni creo que del mismo se pudieran sacar consecuencias acerca de nuestra honradez y buena fe. Bástele saber que, como el señor O’Mara sin duda le habrá dicho, los británicos no nos ponen fácil el empeño, pero hacemos lo que podemos y hasta el último dólar que nos llega lo invertimos en lo mejor para Irlanda y sus hijos.

-          No pongo en duda sus palabras, aunque no creo sirvan de mucho para tranquilizar a quienes esperan mis informes. En fin, quizá con Mick Collins tenga mejor suerte.

     Había sido un golpe de efecto calculado. Monseñor elevó por una vez su voz, fruto de la sorpresa:

-          ¡¿Que va a entrevistarse con Collins?!

-          Consienta que sea tan ambiguo como usted, solo que, en mi caso, con mejores razones.

***

     Todavía me hallaba bajo la desagradable impresión que me había producido el Monseñor de Killaloe que, en mi opinión, no hacía sino confirmar las palabras de mi profesor de Historia en Amherst, a propósito de la Guerra de los Treinta Años:

-          Desengáñense ustedes. La religión es una de las fuerzas más poderosas para desunir y enfrentar a las personas y a los pueblos; y, cuando no lo es por sí misma, sirve al menos para disfrazar de santos los más oscuros intereses.

     Si ello era así por todas partes, ¡qué no decir de Irlanda!, esa nación que había cimentado su personalidad sobre los pilares de la religión, la tierra y la familia. Por eso, sentía curiosidad, así como una afinidad afectuosa, hacia los irlandeses que vivieran el catolicismo como una opción espiritual, no una seña de identidad obligada y excluyente. Ese parecía ser el caso de la bibliotecaria Lucy Wood, según lo que de ella me había informado su primo Emmet.

     Resolví darle una pequeña sorpresa y la fui a buscar al trabajo a la hora en que lo interrumpía para almorzar. Para que la irrupción fuese más grata, solicité a la dueña de mi pensión que me preparase un sabroso lonche frío para dos personas. Luego, minutos antes de mediodía, pasé nota a Lucy por conducto de un ordenanza, con la invitación a comer en el campus, la cual firmé Bostoniano.

     Como yo esperaba, Lucy actuó conmigo como el guía, vocacional y bien informado, que se encuentra ante un turista interesado y al que quiere agradar. Su explicación se contrajo en un principio al propio Colegio en el que nos encontrábamos. Un sexto sentido llevó el grueso de sus comentarios a la vinculación de aquel con una determinada Irlanda, que ahora parecía pertenecer al pasado:

-          Esta es la joya de la Corona en la educación y la cultura de nuestra Isla, si bien, hasta finales del siglo XVIII, solo los anglicanos podían ser profesores o alumnos aquí. Posteriormente, el veto religioso solo afectó a las autoridades académicas y principales cargos docentes, el cual se mantuvo hasta 1873. Pero la promoción de otras instituciones docentes superiores genuinamente católicas o autóctonas llevó a la Iglesia católica irlandesa a volver las tornas: desde 1871, queda prohibido a los católicos profesar o estudiar en el Trinity sin permiso episcopal, ni siquiera con el cual se puede cursar Teología.

-          Lo cual -apostillé- implicará que muy pocos irlandeses católicos aporten por aquí. ¿Cómo es que tú puedes estar empleada?

-          Si fuese una bibliotecaria jefe o con titulación superior, me alcanzaría el veto. Pero yo soy una simple assistant o ayudante. Así que puedes estar tranquilo por mi alma -bromeó-: hasta lo he consultado con el arzobispo Walsh y no me puso objeción alguna.

     La conversación tomó seguidamente otros derroteros, como el relativo a la ideología dominante entre los universitarios del Trinity. Lucy me recordó que, desde trescientos años atrás, el Colegio tenía -como sus modelos de Oxford y Cambridge- representación corporativa en la Cámara de los Comunes, ahora con cuatro diputados:

-          No hará falta que te diga -señaló- que siempre han sido unionistas. Pero no lo son solo los profesores, sino también la mayoría de los alumnos. Cuando el levantamiento de Pascua del año 16, un grupo de muchachos, armados y muy decididos, se enfrentaron a los sublevados que pretendían hacerse fuertes en el Colegio y los rechazaron sin contemplaciones. Me pareció ver entre ellos a alguna alumna. En el Trinity pueden estudiar las mujeres desde 1904, o sea, tres años antes que en Oxford.

-          ¿Y no te sientes extraña o despreciada en este mundo protestante?

-          Desde luego que no; al menos, mientras no pretenda ascender de categoría. Tampoco mi familia ni mis amigos me censuran porque trabaje aquí. El distanciamiento y la tristeza surgen cuando, fuera de este recinto, tengo que convivir con el dolor y la violencia, o silenciar el enfado o la indignación que me producen los crímenes y los excesos de quienes se supone que son los míos. Me niego a admitir que el buen fin justifique los peores medios, o que las acciones sean buenas o malas, según las personas que las realicen.

-          Comparto plenamente tu opinión; claro que para mí es mucho más fácil, dado que aquí soy un turista de paso.

-          No dudo de que, también en tu país, habrá graves tensiones y te habrás planteado tomar partido por uno de los bandos.

-          Claro, pero siempre teniendo presente nuestra Declaración de Independencia: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Solo que yo antepongo la tercera a la segunda. Ya sabes aquello de libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

     Lucy miró fugazmente mi reloj de pulsera y se levantó inmediatamente:

-          ¡Jesús, es la hora de volver al trabajo! Acabo a las cuatro. Si me esperas a la entrada de la biblioteca, te la enseñaré. Aunque solo sea de pasada, bien merece una visita.

***



     Pese a contar con el refrendo de Lucy y con la exhibición de mi pasaporte americano, observé que los ordenanzas de la biblioteca no me quitaban ojo, tal vez porque juzgasen impertinente que se hiciera turismo en aquel sacrosanto templo del saber.

     Mientras avanzábamos casi de puntillas por el pasillo central de aquella enorme sala, Lucy me iba susurrando algunos datos básicos sobre ella. Se había edificado a comienzos del siglo XVIII, recibiendo en sus centenares de anaqueles cuantos libros y manuscritos se habían recogido o incautado en la Isla. A partir de 1801, como biblioteca real de Irlanda, gozaba con Londres del privilegio de recibir, al menos, un ejemplar de todos los volúmenes que se editaran en el Reino. Gracias a ello, había alcanzado la cifra de tres millones de obras, de las que unas doscientas mil -consideradas de mayor interés- eran acogidas por las estanterías de aquella enorme nave de sesenta y cinco metros de largo, forrada de madera antigua y salpicada de bustos marmóreos.

-          No sé si me dejarán enseñarte el Evangeliario de Kells, dijo Lucy compungida.

-          Con lo que llevamos visto -repuse-, creo que la visita ha quedado más que justificada. Además, no querría que se hiciese muy tarde, pues querría invitarte a cenar en el Kidd’s Back, aquí al lado.

     Lucy sonrió:

-          No está bien visto que las chicas frecuentemos los pubs. Si te da lo mismo, podríamos tomar el té en el Hotel Wicklow, que también queda aquí cerca.

     Salimos a los jardines cuando atardecía. Apenas se escuchaba otro sonido que el de los pájaros recogiéndose con garrulidad en los árboles. Por un momento, los declinantes rayos del sol nimbaron el cabello cobrizo de mi guía, recogido por detrás de la cabeza. Su rostro, sencillo y sereno, me llevó a comentar:

-          ¡Qué otra sería esta tierra, si sus fanáticos guerreros vivieran rodeados de libros, no de armas!

-          No creas -me replicó Lucy-. Unos y otras son perfectamente compatibles. Quizá no tardes en percatarte de ello por ti mismo.



4.      El Hombre Grande


     Cuando al fin estuve ante Michael Collins, el Hombre Grande no me lo pareció tanto. O quizás es que, como De Valera más tarde sospecharía con fundamento, la grandeza era en términos de autoridad y eficacia, no de corpulencia. Recuerdo que lo que más me impresionó de su físico fue la fisonomía afable y los rasgos tan regulares de su rostro, aún alejados de la angulosidad y el rictus envarado y seco que más tarde le conocí. Tan pronto entré en la habitación, se levantó para estrecharme la mano con fuerza, mientras exclamaba:

-          ¡Vaya por Dios, señor Rosson, ya tenía ganas de conocerlo! Me han gustado mucho sus artículos en el Boston Sentinel, por no hablar de lo bien que lo pone mi amigo, Harry Boland.

     Me quedé un poco cortado, pues nunca habría creído que mis Bits of Sorrow[20], escritos para matar el tiempo y aprovechar mi estancia en Irlanda, fuesen leídos por alguien más que bostonianos de ascendencia gaélica; tanto más, cuanto que quien los ponderaba era un sujeto perseguido y agobiado. Collins, al tiempo que nos sentábamos frente por frente, explicó en parte su interés y dedicación:

-          Probablemente no sepas que en mi adolescencia trabajé en un periodiquillo de Clonakilty, propiedad de mi cuñado, haciendo de todo. Entonces cogí el virus de la prensa y no lo he soltado hasta ahora. Nada importante puede hacerse en política sin darle publicidad y estar con los periodistas en las mejores relaciones posibles.

     Dos individuos tomaron también asiento, en un diván al fondo de la habitación, un amplio despacho cuyas paredes estaban forradas de vitrinas llenas de libros. Uno de ellos era mi conocido Emmet Dalton. El otro era un hombre menudo de mediana edad, con mirada penetrante, que no apartaba de mí, como haciendo por recordar dónde podría haberme visto. Collins hizo la presentación:

-          El señor Thomas Gay, nuestro amable anfitrión. Regenta una librería en la misma calle en que te hospedas.

     Por ello inferí el sentido que podría haber tenido la observación de Lucy sobre la compatibilidad de las armas y los libros.

     Antes de que Michael pudiera seguir con el tema de la prensa o de sus recuerdos de antaño, me decidí a entrar en materia de modo inmediato:

-          Señor Collins…

-          Llámame Mick.

-          De acuerdo, Mick. Ya sabes que no he venido a Irlanda en calidad de periodista, sino por encargo de mi influyente jefe, el señor Doogan, para aclarar el real destino de los bonos que en América está vendiendo a manos llenas mister De Valera. Y la razón de entrevistarte no es otra que, como Ministro de Hacienda del Aireacht y verdadero líder del IRA, eres quien mejor puedes despejar las dudas que están surgiendo al respecto, al otro lado del océano.



     Mick, sin dejar de sonreír, tomó un aire bastante más serio:

-          Como ya has hablado largo y tendido con O’Mara y con Monseñor Fogarty, poco es lo que voy a poder ampliar. Desde luego, antes de ir a llamar a las puertas de los irlandeses de América, aquí nos hemos organizado bastante bien, gracias a donativos, venta de bonos y suscripciones de prensa: Yo mismo dirigí el año pasado una exitosa suscripción por valor de un millón de libras. Así que, si solo se tratara de comprar armas, te aseguro que no necesitaríamos de los americanos, o de los australianos, por poner dos ejemplos. El problema no es tanto de dinero, como de encontrar en el mercado buen material e introducirlo en la Isla. Eso es lo peliagudo y lo que nos obliga -como es sabido- a andar asaltando cuarteles y escatimando municiones. Por supuesto, no tenemos artillería, ni explosivos de calidad. Pero no por falta de dinero, sino de mercados y de transporte seguro.

-          … Por no hablar de esa especie de impuesto que el IRA recauda directamente, para el mantenimiento de sus voluntarios -dije-. Supongo que la obligatoriedad relativa de su colecta tendrá el refrendo del Gobierno y la directa tuya, como Ministro de Hacienda.

-          Por supuesto, respondió Mick. El montante de la recaudación y el reparto de las tasas en función de la posición económica son supervisadas por el Tesoro Nacional, sin perjuicio de la iniciativa de los funcionarios locales.

-          Según eso -deduje-, entiendo que lo que se está recaudando en América es para otras necesidades, que no la de hacer la guerra.

-          Primordialmente, sí. Hay que mantener una amplia estructura administrativa; atender a las víctimas directas o indirectas del conflicto; reconstruir casas y granjas destruidas por los británicos; pagar multas; ayudar a los presos y a sus familias… En fin, todo eso precisa de mucho dinero. Irlanda es ahora un país empobrecido; los irlandeses no llegamos a tres millones, descontando a los unionistas del Norte. Sin vuestra ayuda, todo lo que te he dicho resultaría imposible de cumplimentar.

-          Resumiendo: De Valera ha ido a los Estados Unidos, entre otras cosas, a recabar financiación, pero no para comprar armas, municiones y explosivos, sino para reparar los daños y atender a las víctimas de la guerra. Ahora bien, para eso ya hay otros canales más seguros y eficaces, como la Cruz Roja o el Fondo del Cardenal Mannix…

-          Todo es compatible y todo resulta necesario. Además, está el prestigio de nuestra República en marcha. La soberanía implica emitir deuda externa y administrarla directamente.

-          A eso vamos, Mick. Gente bien informada de mi país cree que De Valera está actuando demasiado soberanamente, quitando de delante a quienes considera competidores y dejando en los Estados Unidos buena parte de lo que recauda, vaya usted a saber con qué objetivos personales. Tú, como Ministro de Finanzas, ¿qué puedes decirme al respecto?

     Collins se tomó un tiempo para contestar. Se le notaba incómodo:

-          Dev no es hombre de compartir responsabilidades, ni de dar muchas explicaciones. Por otra parte, en su deseo de actuar como Presidente de una República y de ser reconocido como tal, puede haber realizado algunos dispendios de utilidad dudosa y haberse granjeado la malquerencia de personas hasta entonces amigas. Pero lo mismo que te digo esto, afirmo que es un hombre de honradez a toda prueba, incapaz de promover intereses personales que no sean los de Irlanda.

-          Mucho de lo que me dices, Mick, coincide con mi impresión del personaje, al que conocí en Nueva York, como sin duda sabes. Pero Doogan, Devoy y los demás necesitan algo más concreto. ¿Cuánto dinero os ha llegado de allá? ¿Qué cuentas rinde De Valera de sus gastos? ¿En qué ha invertido el Dáil o el Aireacht el dinero que se haya logrado introducir en la Isla, por todos los medios a vuestro alcance?

     Fue entonces, cuando tuve la desagradable oportunidad de conocer la otra cara del hasta entonces amable y magnético Michael Collins:

-          Me parece, Harvey, que olvidas nuestras respectivas posiciones. Tú eres el emisario de un particular de Boston, todo lo importante que quieras, quien te ha enviado a Irlanda para una gestión que implica desconfianza hacia nuestra causa nacional y las peores sospechas de nuestro Jefe. Me estás pidiendo que revele detalles políticos y personales que solo puedo exponer y discutir en el Parlamento, o dentro del Gobierno del que formo parte. Puedes decir a quienes ponen en duda nuestra decencia que hagan lo que les dé la gana. Que compren bonos, si les place, pero que dejen de tutelarnos como si fuéramos críos. Y, en cuanto a los cincuenta mil dólares que me ha dicho Emmet que traes, puedes metértelos por el culo.

     La intemperancia, aunque relativamente frecuente en Collins, hizo intervenir al señor Gay, para limar asperezas. Mick, rezongando, se puso de pie, dando por terminado nuestro encuentro. No sé de dónde saqué valor para decirle:

-          Señor Collins, la gente lo tiene por un as de la violencia y usted dice sentirse infectado por el virus de la prensa. Me parece que la gente lo juzga acertadamente pero que usted se equivoca al auto valorarse. No puede tratarse así a un periodista.

     Sin esperar la réplica de Mick, Dalton me tomó del brazo y dijo:

-          ¿Quieres que llame a un taxi o prefieres esperar el tranvía de Dublín?

-          Ni lo uno ni lo otro, repliqué todavía airado. Quiero disfrutar por un buen rato de las bellezas de Clontarf. 

***

     Aquella misma noche redacté un memorando para Doogan, en el que resumía comedidamente la entrevista matinal y le anunciaba mi inminente regreso a casa. La conclusión, que sopesé con cuidado y corregí varias veces, era la siguiente:

     Por todo lo expuesto, he decidido regresar a Boston sin hacer entrega a los rebeldes de los cincuenta mil dólares de su propiedad. Por lo demás, visto lo visto, juzgo más seguro y razonable que, si desea que beneficien a la gente de este desdichado país, los done a través de la Cruz Roja Americana. Dicho sea ello sin juzgar acerca de la honradez del señor De Valera, ni del respeto que pueda merecer su posición y comportamiento como Presidente de la naciente República de Irlanda.

     En el fondo, aun sin citarlo, era Michael Collins quien se me aparecía al leer el colofón de la misiva. Aquél hombre grande, todo entrega, inteligencia y rapidez de acción, echado a perder por su entrega a una causa, todo lo justa que se quisiera, pero corrompida por la violencia y la demasía; una pretensión tradicional y quimérica, que mataba la vida y las esperanzas de los hombres y hacía pechar a las mujeres con las consecuencias, como gráficamente reconocía mi patrona.

     A la mañana siguiente, fui a la agencia Cook para sacar billete en el Mauretania. Tuve la feliz noticia de que había pasaje en segunda clase para dos días más tarde. No había tiempo que perder, si no quería perder el embarque en Southampton. Me dirigí a toda prisa a la librería de la calle Capel, elegí un ejemplar de En los siete bosques y pedí que me lo envolviesen con mimo.

-          ¿No está mister Gay?, pregunté al dependiente.

-          Sí, señor, en la trastienda. ¿Quiere que lo avise?

-          Desde luego. Dígale que lo reclama el bostoniano y que solo será un momento.

     Levantó la cortina y apareció, entre acogedor y sorprendido.

-          He de partir inmediatamente para América, le dije. Hágame el favor de entregarlo a Emmet Dalton, con el ruego de que lo haga llegar a su prima Lucy, ya que me es imposible despedirme de ella.

-          ¿Algún mensaje para la destinataria?, inquirió con ironía.

-          Yeats[21] no necesita apostillas, respondí con cierta displicencia.

     Mentía. A toda prisa había improvisado antes una dedicatoria o, por mejor decir, un deseo, que había escrito en la guarda inicial del libro:

Porque Baile y Aillinn no tengan que cumplir con su trágico destino[22].


    




[1]  Nombre con que se conocía a los irlandeses partidarios de su independencia del Reino Unido.
[2]  Organización creada en los Estados Unidos hacia 1870, para aglutinar y promover los esfuerzos en pro de la prosperidad e independencia de Irlanda. Tuvo su origen en la Fenian Brotherhood, o Hermandad Feniana (irlandesa). Clan na nGael significa Familia de los Gaélicos, o irlandeses por antonomasia.
[3] Los catorce puntos del Presidente norteamericano Woodrow Wilson (1856-1924) incluían la independencia de numerosos países, sobre la base de “Una Nación, un Estado”, pero -eso sí- sin afectar a los territorios irredentos de los países vencedores en la 1ª Guerra Mundial, como era el caso del Reino Unido. Por eso, no quedó afectado el problema de Irlanda, pese a los esfuerzos de sus patriotas por conseguirlo.
[4] El total de bonos que finalmente se vendieron ascendió a casi cinco millones y medio de dólares, que efectivamente fueron reembolsados con intereses en los años treinta, cuando De Valera fue Jefe del Gobierno de Estado Libre irlandés.
[5]  Denominación en idioma gaélico del Gobierno o Consejo de Ministros irlandés de la época, entonces puramente de facto.
[6]  La Policía de Irlanda recibía la histórica denominación de Constabulary, por lo que sus miembros eran constables.
[7] El señor O’Mara y el obispo de Killaloe (monseñor Fogarty) eran, como ha quedado dicho, dos de los tres trustees, especie de promotores y fiadores de la emisión de bonos a que vengo refiriéndome.
[8] Gaélico viene a ser sinónimo de celta, para aludir a pueblos como el bretón, el galés y el irlandés.
[9]  La referencia es: John Stewart Parnell, Charles Stewart Parnell: A Memoir (Holt. New York, 1914). C.S. Parnell (1846-1891) fue un importante político irlandés, que batalló incesante y eficazmente por el autogobierno de Irlanda, acaudillando en la Cámara de los Comunes el Partido Parlamentario Irlandés.
[10]  Siglas del Irish Republican Army (Ejército Republicano Irlandés), formado por los voluntarios que combatían a los ingleses.
[11] Conocida denominación en inglés del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido.
[12] Big Fella o Big Fellow eran habituales apodos encomiásticos para Michael Collins, con base, tanto en su corpulencia, como en sus cualidades morales.
[13] Emmett Dalton (1871-1937) fue un famoso atracador de bancos estadounidense, como otros varios miembros de su familia.
[14]  Productos cárnicos del cerdo (tocino o panceta y jamón o lacón), que resumían la actividad chacinera de O’Mara Limited.
[15]  Apócope de british, dado por antonomasia a los ingleses.
[16] Acrónimo para los miembros de la Cámara de los Comunes del Reino Unido.
[17] Partido político fundamental en la historia política de Irlanda desde su fundación, en 1905. Tuvo un dominio aplastante durante el periodo crucial de 1918 a 1923. Sinn Fein significa Nosotros Solos.
[18] Denominación en la época del Parlamento irlandés de facto, integrado por los diputados electos que desistieron de incorporarse a la británica Cámara de los Comunes, permaneciendo en la Isla donde habían sido elegidos.
[19]  Concepto jurídico muy británico, traducible con reservas por fiadores o responsables, en beneficio de otra persona, física o jurídica.
[20]  Traducible por algo así, como fragmentos de tristeza.
[21] William Butler Yeats (1865-1939), gran poeta y dramaturgo irlandés, Premio Nobel de Literatura de 1923. En los siete bosques (1903) es uno de sus libros más apreciados.
[22]  En el extenso poema de Yeats, la pareja de enamorados muere por designio de un dios, para que así su amor pueda durar eternamente.

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