viernes, 16 de febrero de 2018

EL MAL MENOR



El mal menor

Por Federico Bello Landrove

     Cuando yo empezaba mi carrera profesional, la concluía don Ricardo Bolado Pita. En herencia me dejó este relato, que imagino tiene tanto de verdad como de fantasía -él era así-. De todas formas, ilustra muy bien una verdad sin tacha: Aún en los momentos más difíciles, hay que intentar hacer algo por la piedad y la justicia, sin apartarse de la acción por lo incierto de los resultados finales.




1.      Me roza una revolución


     En octubre de 1934, llevaba cuatro meses destinado en Infiesto[1], ejerciendo mi primer destino en la Carrera judicial. No sé si, a estas alturas, tales mes y año te dirán algo. Por si acaso, aún a riesgo de resultar prolijo, recordaré que fueron los tiempos de la Revolución de Asturias. No sé qué habría sido de mi persona, a no ser por un teniente de la Guardia Civil, que se me presentó en el Juzgado en la mañana del domingo, día 7, para decirme:

-          Señoría, lamento informarle de que Infiesto va a quedar a merced de los revolucionarios. Vamos a concentrar a todos los guardias en el cuartel de Nava.

-          No veo que haya mucho movimiento por aquí, repuse. Tal vez se calmen las cosas, como parece que está sucediendo en el resto de España.

-          Me temo que no sea así, replicó el teniente. Hemos recibido noticias de que cientos de mineros y obreros de talleres y fábricas vienen para acá desde Langreo. Yo que usted, mantendría cerrado el Juzgado y buscaría refugio seguro. Tal vez podría venirse con nosotros…

-          No, muchas gracias. Voy a telefonear al Presidente de la Audiencia para informarle y pedir consejo; y, en todo caso, he de reunir al personal del Juzgado para ponerlo al corriente de lo que decida. Me va a llevar su tiempo, siendo domingo.  

     Como me temía, los intentos de comunicar con la Audiencia o el Juzgado de Guardia de Oviedo fueron inútiles. En consecuencia, metí en una bolsa de viaje lo más perentorio -incluidas las Leyes de Medina y Marañón[2] y la toga y demás atributos judiciales-, cerré con llave casa y Juzgado y busqué a Firme, el agente judicial, encontrándolo en la huerta de junto a su domicilio:

-          He recibido aviso de la Guardia Civil de que los revolucionarios van a venir desde Langreo y peligra el Juzgado; así que mantenlo cerrado hasta nueva orden y avisa al Secretario, al Forense y el resto del personal, por si quieren tomar alguna medida de seguridad personal.

-          Ya sabe usted que, siendo domingo, don David andará por Oviedo y el doctor Rendueles en Gijón. De los demás ya me encargo, aunque no creo que haya nada que temer.

-          Eso deseo. De hecho, si nada pasa de aquí a mañana a las nueve, abriremos como si tal cosa. Entre tanto, nos olvidaremos del servicio de guardia.

-          ¿Quiere quedarse aquí? -ofreció, señalando mi equipaje-. No creo que le haya visto nadie venir.

-          Muchas gracias, Firme, pero no. Tal vez me vaya con los guardias, que también se han prestado.

     No dejaba de ser una media mentira, para no informar a nadie de mi real paradero, por más que el agente me pareciera de fiar. Volví a la Plaza del Ayuntamiento, donde lo tenía aparcado, cogí mi Rosalie[3] y no paré hasta Cangas de Onís, que me pareció lo suficientemente lejano de la marea proletaria y lo bastante próximo a mi Castilla natal. Llené de gasolina el depósito y tomé una habitación en una pensión al inicio de la carretera de Riaño. Tentado estuve de cruzar los montes, pero los deberes judiciales me disuadieron por el momento.

     Al día siguiente, telefoneé al Ayuntamiento piloñés. Lo confuso de la comunicación me hizo suponer que había sido ocupado por los rebeldes, cosa que confirmé a través de mi colega de Cangas, que se informó por la Guardia Civil: Infiesto había sido ocupado la tarde anterior por una gran columna de mineros langreanos, quienes habían seguido luego en dirección a Oviedo. El compañero me invitó a compartir su casa pero, comoquiera que tenía varios chiquillos y yo soy muy partidario de la tranquilidad y del silencio, decliné su amable invitación, rogándole me tuviera al tanto de la situación, para no demorarme más de lo debido fuera de mi sede. Con todo, hube de permanecer resguardado hasta el domingo siguiente, 14 de octubre, cuando Infiesto fue liberado casi simultáneamente por los guardias civiles de la zona y por la columna del Ejército que mandaba el general Solchaga[4].


     Mi regreso al Juzgado fue menos doloroso de lo que barruntaba. Bien por ausencia de oposición, bien porque tuvieran prisa por hacerse con otras villas mejor defendidas, los que llamaré milicianos se limitaron a saquear diversas tiendas y casas de gente de posibles, pero respetaron los edificios públicos y no quemaron archivos ni registros, como hicieron en otros sitios. Los lugareños tampoco debían de tener cuentas pendientes, pues no ejercieron entre ellos violencias o represalias. Con todo, en las semanas siguientes me fueron informando de sucesos e incidencias desagradables, pronto superadas por las conductas desatentadas de la represión que los siguió. La declaración de estado de guerra y -por qué no decirlo- la escasa firmeza y cooperación entre quienes algo tendríamos que haber hecho por el respeto de la ley, no sirvieron sino para menguar nuestro prestigio y enconar los ánimos. Un año y cuatro meses más tarde, en las elecciones generales de febrero de 1936, las fuerzas estuvieron muy igualadas pues, aunque ganó la candidatura de derechas, los frentepopulistas obtuvieron en Piloña casi el 48,5% de los sufragios.

     Nada más he de decir sobre aquellos tiempos difíciles de mi primer bienio judicial, pues lo que he recogido solo pretende ser un preámbulo para lo que, con mucho mayor detalle, expondré a continuación. Cuanto he dejado dicho ha de servir para explicar dos actitudes mías en tiempos futuros: procurar ser útil desde mi puesto en la sociedad y elegir bando en función de mis intereses, no de consideraciones abstractas. Me parece que no es mal programa en teoría, pero veamos el uso que hice de él en la práctica.



2.      Una decisión atrevida


     El 15 de julio de 1936, miércoles, inicié mis vacaciones anuales, sin otra preocupación a la vista que la de tener que concursar a mi vuelta para un juzgado de ascenso[5]. Gracias al vehículo antes aludido -regalo de mi padre al ganar yo las oposiciones-, me encontraba en Burgos a primera hora de la noche de aquel mismo día. Mi progenitor -abogado de prestigio, bien relacionado y, en consecuencia, bien informado- respiró con alivio al abrazarme en el vestíbulo de casa:

-          Gracias a Dios, Ricardo. No veía el momento de tenerte aquí.

-          Pues ¿qué? -respondí con ligereza-, ¿acaso temes otro 34?

-          Peor. Me temo que esta vez nadie va a volverse atrás.

     En efecto, tras día y medio de tensión y titubeos, la ciudad de Burgos cayó sin lucha en manos de los militares sublevados quienes, con diverso resultado, se aprestaron a poner la capital a buen recaudo -tomando por la fuerza el norte de la provincia y enlazando con la también sublevada Navarra- y a intentar un golpe de suerte hacia Madrid -lo que no consiguieron-. Mi padre estaba afiliado al pequeño y moderado Partido Republicano Conservador, al que también pertenecía el Alcalde burgalés, también abogado y buen amigo suyo. No tuvimos, en consecuencia, contratiempo ninguno, al margen del sufrimiento que suponía ver a la ciudad y al país en tan triste estado. Por mi parte, la mayor preocupación era la de qué hacer en aquel trance, dada mi condición de Juez de Primera Instancia. Mi señor padre resolvió por mí:

-          Desde luego, nada de tratar de regresar a tu puesto, ni de ponerte a disposición del Ministro de Madrid, pues no tardarían los militares en buscarte las vueltas. Pero tampoco significarte por lo contrario, que no sería el primer pronunciamiento que finalmente fracasa. Quédate en casa y haremos como si siguieses fuera. Cuando la situación se decante, nos moveremos según de dónde sople el viento.

     Desde luego, era lo más sensato. De Asturias llegaban informaciones confusas, como si en la región se estuviera luchando duramente. Luego resultó que, salvo Oviedo y Gijón, el territorio había caído del lado republicano, no siendo Infiesto excepción a esa realidad. En la desigual pugna, Oviedo fue cercado estrechamente y Gijón tomado por el Gobierno al cabo de un mes. Con eso y la confirmación del paso del Estrecho por parte del Ejército de Marruecos -columna vertebral del español-, llegó el momento de adoptar una resolución. Yo tenía claro el fondo, pero vacilaba en la forma:

-          La verdad, padre -dije al que lo era mío-, puesto a elegir, no tengo ninguna duda, teniendo en cuenta dónde estoy y la profesión que ejerzo. Lo que me preocupa es que vayan a depurarme o me manden al frente, a pegar tiros.

-          Por esto último no creo tengas que inquietarte, teniendo ya veintiocho años y el servicio militar cumplido. En cuanto a lo otro, malo será que, entre el Alcalde y el general Cortés no vayas a salir airoso.

     Al oír el apellido del ilustre Jurídico Militar[6], se me abrieron los cielos. Ahí es nada, que se hallara en Burgos mi respetado preparador de las oposiciones. Decidí empezar por visitarlo en su casa, en la convicción de que su afecto y cortesía lo aprobarían. En efecto, el Auditor -como yo simplemente lo llamaba- me recibió con los brazos abiertos y se sinceró desde el primer momento:

-          No sabes la alegría que me da verte. ¿Te pilló, como a mí, el Alzamiento de vacaciones?

     Pese a la confianza, alteré la realidad de forma que justificara la tardanza en presentarme:

-          En efecto, tenía concedida licencia desde el 15 de julio, pero me demoré unos días por Ribadesella y Covadonga, y me cogió el Movimiento. Tuve que decidir sobre pasar o quedarme y, a continuación, buscar algún puerto recóndito para cruzar la divisoria. ¡No vea los riesgos!

     Opté por no darle fechas concretas, para no pillarme los dedos. Concluí:

-          Así que aquí me tiene, dispuesto a cumplir mi función de la forma que nuestras Autoridades decidan; pero, antes, he preferido presentarme a usted, que me conoce bien. Ya sabe cómo están los tiempos, ¡como para tratar con desconocidos!

-          Has hecho muy bien, pero la situación todavía anda muy confusa y yo mismo ni sé hasta ahora cuál va a ser mi puesto. De todos modos, ven mañana por casa, a eso de las nueve, y te llevaré a cumplimentar a mis compañeros[7] de la Junta de Defensa. Y ahora pasa a saludar a mi mujer y a merendar con nosotros.    



***

     Como es natural, la casi totalidad de los miembros de la citada Junta se hallaban dispersos por la zona nacional, dirigiendo las operaciones militares. El Presidente, Cabanellas[8], se encontraba muy ocupado esa mañana -según nos dijeron-, por lo que nos recibió el Secretario, coronel Montaner[9]. Me trató con la respetuosa deferencia que yo casi siempre he encontrado en los militares hacia los jueces y convino con don Luis Cortés el mejor camino a seguir:

-          Por de pronto, señor Bolado, vamos a redactar un acta de comparecencia, a fin de que quede certificado que su señoría se ha presentado ante esta Junta para quedar a disposición de las Autoridades legítimas. Para lo que usted pretende, es decir, que se le asigne algún cargo adecuado a su función pública, mi consejo es que pida ser recibido por el Gobernador Civil y por el Presidente de la Audiencia. Ellos verán si es posible acceder a su solicitud.

-          Tal vez podríamos hacerle un hueco en la Auditoría del Cuartel General, apuntó Cortés.

-          Eso ya queda de su mano, mi general, pero creo preferible que el señor juez intente primero situarse en su Jurisdicción.

     Así pues, salí del palacio de Capitanía con un documento que parecía garantizar mi adhesión al Movimiento, aunque fuese bastante forzada y tardía, y con unos consejos complementarios, que parecían sensatos pero a la postre resultaron decepcionantes. Para empezar, en el Gobierno Civil -entonces en manos de un jefe del Ejército, de cuyo nombre no soy a acordarme- me recibió con demora y malos modos un jefe de negociado, que, tras tomar nota por un subordinado de mi identidad e intenciones, me echó un buen jarro de agua fría:

-          Ya veo que le avala gente importante pero, de todas formas, como funcionario procedente de la zona roja, tendrá usted que pasar por el expediente de depuración.

-          Siendo así -repliqué un poco irritado-, como no pertenezco a la Administración civil, sino a la de Justicia, entiendo que la competencia para instruir dicho expediente corresponderá a mis superiores judiciales.

-          Desde luego -aclaró mi interlocutor-, lo comunicaremos al Presidente de la Audiencia pero no olvide que, dado el estado de guerra en que nos encontramos, la decisión será en todo caso de la Autoridad militar.

     Vamos, que yo esperaba poco menos que una felicitación por haber abandonado a los republicanos, pero me encontraba con un expediente depurativo. En cuanto a suspenderme de empleo y sueldo, ni falta que hacía: Ya se estaba encargando el Gobierno de Madrid de irnos cesando a todos los que no nos incorporábamos a nuestros destinos anteriores al 18 de julio.

     En el palacio de la Audiencia no hicieron sino confirmar, con mayor precisión, lo que en el Gobierno Civil me habían adelantado:

-          El paso que ahora das -el Presidente conocía bien a mi padre: de ahí el tuteo- te honra y, cuando menos, supone una vehemente presunción de adhesión al Movimiento. No obstante, tu plaza está en Asturias y, en tanto aquella región es liberada, quedarás cesante y, te guste o no, suspendido en la práctica de empleo y sueldo. De modo que, yo que tú, estaría contento de cumplir ahora con el trámite de la depuración, por enojoso que te parezca. Una vez concluido el expediente de forma favorable -de lo que no me cabe duda-, será el momento de gestionar tu incorporación a la Justicia del Movimiento.

-          ¿Y quién instruirá dicho expediente?

-          Voy a ponerme en contacto con el Gobierno Civil para que me lo pasen. Luego, lo de resolverlo será cosa de la Junta de Defensa. Tú no salgas de Burgos, para que las diligencias no sufran dilación ninguna.

***

     Toda la semana siguiente la pasé en casa, ayudando a mi padre en el estudio de sus pleitos y siguiendo los grandes progresos de las gloriosas fuerzas nacionales por Extremadura, la sierra de Madrid, Guipúzcoa y otros muchos lugares -entre ellos, el occidente astur, lo que poco valía para la liberación de mi Infiesto, que se hallaba en la dirección opuesta-. Aunque el conjunto de la información daba a entender un progreso de los militares sublevados, el detalle no era de creer, como en todas las guerras pasa. La mejor evidencia que teníamos sobre la marcha de las operaciones es que nuestra ciudad no pasaba por apuros de ninguna clase, ni bombardeos, ni carencia de suministros. Ello hacía menos comprensibles las noticias que mi hermana Benita y la tata Casilda me traían de la calle, infringiendo la ley de silencio que, indudablemente, se habían impuesto mis padres para conmigo, a fin de no excitar mis sentimientos.

    Me refiero, como es natural, a la violencia de las represalias para con los desafectos a la sublevación, en forma de ejecuciones en juicios sumarísimos, paseos[10], sacas carcelarias[11], centenares de detenciones en espera de juicio, etcétera. En algunas ocasiones, los casos nos eran notorios, por afectar a personas conocidas: vecinos, amistades, compañeros de estudios, novios de amigas… Para enterarme mejor, opté por no dirigirme a mi padre -lo que habría supuesto una bronca suya a mis primeras  informantes- y acudí a uno de los jueces de Burgos, con quien había hecho prácticas durante mi etapa de aspirantazgo. El ahora compañero no se anduvo con tapujos:

-          Esto es tremendo, Ricardo, una masacre en toda regla. Dicen que en el otro lado las cosas son aún peores -por lo menos, para nosotros[12]-, pero aquí, que mandan los de siempre y no ha habido resistencia, es una vergüenza.

-          Me han dicho -precisé- que incluso se está matando a gente sin juicio previo; que van a buscarlos a su casa o a la cárcel y se acabó.

-          En efecto, aunque cada vez va pasando menos. Ahora están empezando a funcionar a pleno rendimiento los Consejos de Guerra que, a toda velocidad, instruyen, juzgan y sentencian. Y yo diría que la mitad de las penas que imponen son de muerte.

-          ¡Qué horror! ¿Y qué estamos haciendo nosotros? Quiero decir, los jueces y fiscales de carrera.

-          ¿Qué quieres que hagamos, si nos han quitado la competencia para enjuiciar todos los delitos políticos?

-          Pero el asesinato de un civil por otros civiles no está dentro de la jurisdicción militar…

-          ¿Y qué? ¿Vamos a jugarnos la carrera y, tal vez, la libertad o la vida, para no conseguir maldita la cosa?

-          Eso está por ver. Si actuásemos en común, con los Presidentes a la cabeza, no creo que se atrevieran a…

-          Oye, oye -me cortó-, tú estuviste en Asturias en el 34 y está por ver que pararas los pies a unos o a otros. Y ahora, por casualidad o por causalidad, has dejado tu juzgado y has venido a lugar seguro. No creo que estés en condiciones de darnos ejemplo ni, menos aún, de echarnos en cara nuestra pasividad e ineficacia.

-          Seguro que yo no soy un ejemplo de conducta, pero la verdad es que todos nosotros ya somos mayorcitos y expertos, como para necesitar otro modelo que la estatua de la Justicia.

     Me di cuenta de que había hablado de más y en tono grandilocuente. Después de todo, no conocía bien al colega con el que me había sincerado tanto. ¡Tendría gracia que me hubiera buscado un problema, no por acciones positivas, sino por palabras huecas! Así que me escabullí como pude:

-          De cualquier modo -concluí-, allá cada cual con su conciencia.

***

     Mi conversación con aquel juez de Burgos me impulsó a predicar con el ejemplo. Para saber si era posible hacer algo por mejorar la situación, no había otra forma que la de insertarse en ella, y yo tenía cómo hacerlo. Volví a casa de don Luis Cortés y le dije:

-          Mientras no terminen mi expediente de depuración, no será posible que se me dé cargo alguno en la Justicia civil. En casa me ahogo. ¿No tendría usted algo en Auditoría, por mínimo que sea?

-          No sé si va a gustarte el ambiente ni la función pero, en fin, por probar…

     Se quedó silencioso unos momentos, pensando. Luego:

-          Como no vas a cobrar, nadie va a objetar a que ejerzas funciones de secretaría a mis órdenes. Lo que va a resultar llamativo es que andes por allí de paisano. ¿Qué graduación tenías cuando te licenciaron de la mili, hace unos años?

-          Sargento de complemento del arma de Caballería.

-          Pues voy a preparar las cosas para que autoricen tu reincorporación temporal y te faciliten un uniforme.

-          ¿Y el expediente de depuración?

-          Que siga su curso. En lo militar, yo te avalo... No vayas a dejarme mal -bromeó-.

-          Ya me conoce -repuse, con forzada solemnidad-: soy discípulo suyo.

     Bueno será que recuerde mi relación con don Luis, surgida de que, al terminar la Carrera en la Universidad de Castellar, tuve la ocurrencia de preparar las oposiciones a Jurídico Militar, sin duda, por estar haciendo el Servicio como secretario del Juzgado de Cuerpo en el regimiento de Caballería de Burgos. Luego, por consejo de mi padre, cambié la preparación por la de la Judicatura civil, pero continué con el mismo preparador, dada la buena relación que habíamos establecido. En dos años saqué las oposiciones, tiempo en que frecuenté la casa de don Luis tres veces por semana. Aquello había sido entre el año 32 y el 34, cuando el Auditor Cortés andaba por los cuarenta y pocos años, con una carrera profesional fulgurante a sus espaldas. Mi padre se hacía lenguas de ella:

-          Es un hombre preparadísimo. Y no creas que solo en Derecho: también es un historiador de nota. Pocos saben de Burgos tanto como él.

-          Y, a pesar de todo, carlista, repliqué con guasa.

     Mi padre se echó a reír y dijo:

-          Algo malo habría de tener tanto apego al pasado y a la tradición.

***

     Entre unas cosas y otras, se nos hizo el mes de octubre, aquél que empezó con la entronización -como la llamaba mi padre- de Franco en Burgos, como Jefe del Estado. El Boletín Oficial publicó que mi expediente de depuración había sido aprobado sin exigencia de responsabilidades. El día 5, lunes, me incorporé de uniforme a la Auditoría, dispuesto a cumplir mis secretos objetivos de eficacia y humanidad, con el magisterio y ayuda probables de parte de don Luis. Días antes, el 2 de octubre, el Generalísimo había formado su primer Gobierno, llamado Junta Técnica del Estado, en el que aparecía una Comisión de Justicia, al frente de la cual estaba un tal José Cortés López. Yo no lo conocía de nada, aparte de por figurar en el escalafón de magistrados. El Auditor me informó al respecto:

-          Estaba de Gobernador Civil en Las Palmas, donde antes había sido Presidente de una de las Salas de su Audiencia. Supongo que Franco lo conoció cuando fue Comandante General en Canarias. Tú verás si quieres cumplimentarlo y pedirle algún destino.

-          Saludarlo sí que lo haré, pero no voy a pedirle nada por ahora. Ya tengo un trabajo interesante con usted. El futuro inmediato de España está en la vida militar.

     Cortés rio de buena gana y dijo:

-          No me digas que ahora te arrepientes de haber elegido la Justicia civil.

     Apenas me dio tiempo de calentar la silla. El 1 de noviembre, el Boletín publicaba un Decreto creando el Alto Tribunal de Justicia Militar y nombrando a don Luis vocal del mismo. Y el 5 del mismo mes, otro Decreto creaba para Madrid los Consejos de Guerra permanentes, admitiendo la posibilidad de que jueces y fiscales civiles formasen parte de los mismos, caso de no haber Jurídicos Militares o de Marina suficientes[13]. Era la ocasión pintiparada para que un loco como yo se infiltrara en la Justicia castrense, y no como chupatintas, sino como Asesor Jurídico o como Fiscal en los Consejos de Guerra, con voz y voto. Cortés y yo coincidimos en que era mi momento. Pero, pese a mi reserva, él me leía la mente y se sintió obligado a aconsejarme, antes de que me alejara de su lado protector:

-          Bien sabes que los militares juristas no somos crueles, ni nos gusta la ilegalidad. Por tanto, cuanto hagas con el marchamo del Código de Justicia Militar y de la moderación será bien recibido. Pero, por encima del Consejo de Guerra, están los Jefes militares que, con ayuda de los Fiscales y de los Auditores, cumplen exigencias políticas de crueldad y de miedo a la derrota. Cuidado con ellos pues, a la menor discrepancia, te echarán con cajas destempladas e informes desfavorables.

-          La verdad, don Luis, mi objetivo es hacer lo que pueda, nada más y nada menos. No tengo madera de héroe.

-          De todos modos, cuando te destinen, me informas y yo escribiré al Auditor de allá recomendándote.

-          ¿No sería mejor pasar desapercibido?

-          No lo creo, aunque hay quien no se fía de los paisanos, recomendados o no.

     El Auditor se quedó mirándome fijamente y luego preguntó:

-          ¿Puedo pedirte que me hagas una lista con los objetivos que te has marcado? Si decides abrirte a mí, procura ser concreto.

-          No tengo muy decidido el plan pero, de hoy para mañana, haré la lista que me pide y podremos comentarla.

     Ante mi disponibilidad, Cortés se sintió satisfecho y decidió compensarme con un regalo, que podía ser envenenado:

-          Hay casos -dijo- en que cierta dosis de sinceridad resulta la mejor táctica. La constitución del Alto Tribunal va a ser pública y solemne: cuestión de propaganda. Asiste a ella, con traje de civil, y te presentaré a gente importante para tu futuro como Jurídico Militar provisional.



3.      Un capitán con hechuras



     Al día siguiente, entregué a don Luis un folio escrito a máquina, con el siguiente contenido (todavía guardo una copia a papel carbón):

     Me propongo insistir o hacer hincapié en los siguientes puntos:

-          Precisar conforme a Derecho el delito de rebelión militar (prácticamente el único que puede suponer pena de muerte o cadena perpetua), estableciendo: a) La necesidad de que se haya cometido después de la proclamación del bando declarativo del estado de guerra; b) también, después de que se haya realizado una intimación en regla, para que los alzados puedan deponer su actitud; c) excluyendo de la rebelión conductas pasivas o meramente verbales; d) diferenciando con precisión la rebelión propiamente dicha del mero auxilio a la misma; e) distinguiendo asimismo a los autores principales de los meros partícipes, y f) aplicando en caso de duda lo más favorable para el acusado.
-          No considerar rutinariamente las agravantes de especial gravedad del daño o de especial relevancia de la persona responsable y, por el contrario, considerar que la atenuante de ser menor de 18 años impide legalmente la imposición al culpable de la pena de muerte.

-          De no concurrir agravantes no compensadas, imponer la pena en su grado medio, no llegando a la de muerte si no se ha acreditado la comisión de graves delitos de sangre, o el de violación.

-          Procurar que, ya que se trata de procesos sumarísimos de urgencia, se adopten no obstante precauciones mínimas, en orden a evitar errores o parcialidades, tales como: a) que el apuntamiento del Instructor se ajuste a lo efectivamente investigado; b) que se admitan testigos de descargo, si se ofrecen y los ha habido de cargo; c) que se procure que los conocimientos y la graduación del Defensor sean proporcionados a la gravedad de los delitos y a la calidad y número de los acusados; d) que se dé escaso valor a las manifestaciones de denunciantes y testigos que sean conocidamente enemigos del acusado; e) que se facilite el mayor tiempo posible para el estudio de las causas más extensas y graves; f) que se procure dividir la continencia de las causas multitudinarias; g) que no se considere deshonroso ni contrario a la disciplina la formulación de votos discrepantes con la mayoría.

-          Usar de generosidad en la solicitud e informe de los indultos, cuando haya razones familiares, de edad, arrepentimiento, etc. que lo aconsejen.

     Don Luis leyó detenidamente el texto, haciendo en él varias tachaduras a lápiz, y me lo devolvió con el siguiente comentario oral:

-          Salvo las correcciones que te he hecho, inspiradas por la prudencia y el realismo, no por la legalidad, todo lo demás me parece correcto, por no decir obligado. Si lo llevas adelante con finura y oportunidad, te auguro un cierto éxito en tu empresa. Sobre todo, pugna porque se imponga la menor cantidad posible de penas capitales. En cuanto a las demás, no tardarán en ser papel mojado: las cárceles no podrán aguantar tales masas de reclusos, en cuanto acabe la guerra.

***

     La toma de posesión de los miembros del flamante Alto Tribunal fue solemne. Tan pronto concluyó, me destaqué entre el público para saludar al Auditor de División, señor Cortés. Mi maestro se abrazó conmigo unos instantes y, al punto, encontró un hueco para presentarme al Presidente, Conde de Jordana[14], y a un comandante bajito, de bigote, todavía joven, al que me introdujo como un excelente juez de la Asturias irredenta, enamorado de la Justicia Militar. Luego, añadió:

-          Aquí, el comandante Fuset[15], que es el jefe de la Auditoria del Cuartel General del Caudillo. Es de tu estilo: técnico, objetivo y realista.

     Fuset sonrió complacido, ante el juicio halagüeño de tan calificado superior. Estrechó mi mano y se ofreció:

-          Si, por fin, ingresa usted en lo Jurídico Militar, no dude en consultarme lo que se le ofrezca. Es mejor prevenir que tratar de curar.

     Aquel si, por fin, me pareció demasiado precavido pero ¡qué razón tenía! Los juzgados y tribunales creados para entrar en funcionamiento en el Madrid conquistado tendrían que esperar casi dos años y medio para hacerse efectivos. Franco se equivocó de medio a medio en su cronología triunfal[16] y pocos datos lo prueban con mayor evidencia que este.

     Ese mismo día tuve el encuentro más fructífero para mis planes de legalidad en un mundo hostil. Se me acercó espontáneamente cuando salía de la sala. Sin duda le había llamado la atención ver el traje azul marino cruzado que yo vestía, entre tantísimas guerreras caquis y verdes. Me interpeló con estas, o parecidas, palabras:

-          Perdone, ¿tiene usted relación con el Tribunal que acaba de crear el general Franco?

     Su fuerte acento lo delataba como corresponsal americano en España. Ello me dio una idea, para cuyo desarrollo tenía que empezar yo poniendo algo de mi parte.

-          No directamente, pero puedo informarle de lo que quiera pues soy un juez civil profesional, que actualmente está destacado en tribunales militares.

     El caballero -que resultó ser californiano- vio los cielos abiertos y me asaetó a preguntas, que yo procuré responder de manera veraz, aunque lo más favorable posible para la Justicia del bando nacional. Periodista del Examiner de San Francisco y, por extensión, de los diarios de la cadena Hearst, me prometió mantener reserva de la fuente.

     Sin abandonar la charla, paseamos por el Espolón y luego nos acogimos al calorcillo de una de las tascas próximas a la Catedral. Se estaba haciendo la hora de comer y me animé a invitarlo al consabido cocido de garbanzos, regado con vino de Roa. El reportero, Freddy Conklin, tras llenar su libreta, hizo luego lo propio con el estómago. Decidí aprovechar el momento:

-          Decían los latinos aquello de do ut des, facio ut facias. ¿Sabes lo que significa?

-          Creo que sí.

-          Pues ahora voy a pedirte yo un pequeño favor, aunque los beneficiarios van a ser otros. Cuento con tu discreción.

-          Palabra de honor de periodista -bromeó-.

     Y, de forma escueta, le hice saber mis propósitos regeneradores de la Justicia militar, para lo cual podía ser muy importante el factor propagandístico, materia en la que el bando de Franco estaba perdiendo claramente la partida. Freddy podía reflejar en la prensa americana la posibilidad de alcanzar mejores resultados judiciales, gracias a la creación del Alto Tribunal y la de tribunales permanentes, más técnicos y profesionales, así como a la apertura de las filas de la Justicia militar a expertos civiles.

-          Para redondear la noticia -concluí- puedes reflejar que, mientras en la zona republicana se considera una conquista poner los tribunales en manos de ignorantes y desharrapados, en la nuestra no hay obstáculo en que jueces, fiscales y abogados profesionales ayuden a los Jurídicos militares en los consejos de guerra y las Auditorías, de lo que en el mismo Burgos has conocido personalmente algún ejemplo -el mío-.

-          Ningún problema; antes bien, la cadena Hearst es favorable a los militares sublevados y a sus valedores, alemanes e italianos. Así que aceptaré tu punto de vista y lo publicaré conforme me sugieres. Ojalá no vuelva a ver cadáveres flotando por los ríos ni abandonados en las cunetas.

-          En efecto, ojalá.

***

     Al no caer inmediatamente Madrid, como Franco esperaba, hube de volver a vestir el uniforme de sargento y regresar a la Auditoría burgalesa. A fines de noviembre, don Luis requirió urgentemente mi presencia en el último piso de Capitanía, donde habían instalado precariamente el Alto Tribunal de Justicia Militar. Me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja y un ejemplar del Diario de Burgos en la mano.

-          Supongo que habrás sido tú el inductor de este delito, me dijo en guasa, al tiempo que me pasaba el periódico. ¿No lo has leído?

-          No todavía. Suelo hacerlo a la hora de comer.

     Ojeé la primera plana. A dos columnas, rezaba así un titular: La justicia del Movimiento reconocida por la prensa americana. Comprendí, sin necesidad de leer más:

-          En efecto, mi general. Soy el promotor de esta noticia, que creo está muy lejos de ser un crimen.

-          No opina lo mismo, entre otros, mi compañero -y, sin embargo, no amigo- Conde Pumpido[17], que ha entendido el texto como denigrante para los jueces puramente militares.

-          No era esa mi intención. De todos modos, yo no soy responsable de la manera con que el periodista haya reflejado nuestra conversación.

-          Pues siento que me digas eso -repuso Cortés, conteniendo la risa-, porque me ha venido a ver Fuset para decirme que el Caudillo ha quedado muy complacido, literalmente, de que se nos reconozca algo bueno en la patria del señor Roosevelt. Y, a mayores, que quiere conocer al juez civil que ha sido el responsable de ello.

-          O sea, don Luis, que ha dado usted mi nombre, antes de escuchar mi confesión.

-          ¡Hombre!, no creo que haya en Burgos otro sargento que se atreva a tanto.

     En fin, al día siguiente, a eso de la una de la tarde, el Generalísimo se dignó departir conmigo dos minutos, para ponderar mi conducta y, dirigiéndose a Fuset, allí presente, ordenarle que se aprovechara mi buena disposición y entrega a la Justicia militar. Creo recordar que, al mismo tiempo, se tocó la manga, como aludiendo a la modestia de los galones que adornaban la mía. Cuando ya me disponía a cuadrarme y salir, el Jefe del Estado me dio una muestra del detallismo que lo caracterizaba:

-          Su apellido, Pita -el que llevo por parte de madre-, ¿procede de El Ferrol?

-          De La Coruña, mi general.

-          Bien; de la provincia coruñesa, en cualquier caso, concluyó.

     Con tales antecedentes, no es extraño que mi proyección fuera fulgurante. Una semana después, se me trasladaba a las oficinas del Alto Tribunal y, sin apenas tiempo para intervenir en ningún asunto de enjundia, a finales de enero de 1937[18], se me promovió a capitán honorífico de complemento del Cuerpo Jurídico Militar del Ejército. Quedaba por ver el destino. Ya con mis flamantes tres estrellas en la manga, fui a ver a don Luis con el objetivo de impetrar no fuese muy lejos de Burgos.

-          Tranquilo, me dijo. Los tribunales permanentes se van a crear en todas las capitales de provincia, no solo en las recién liberadas. Ya me moveré para que no te manden a las quimbambas, entre otras cosas, porque habrás visto que no se os asigna en principio un sueldo[19].

-          ¡Qué le vamos a hacer!, repuse. Es una injusticia. Tendré que volver a pedir a papá la propina.

     El general Cortés cumplió, como siempre. Me enviaron a Castellar, a poco más de cien quilómetros de Burgos, a una ciudad que yo conocía bien por haber estudiado la carrera de Derecho en su Universidad.

     El día de la partida, me despedí de mi madre y de la tata en el vestíbulo. Camino ya de la escalera, las oí hablar entre ellas:

-          ¡Qué bien le sienta el uniforme!, dijo mi madre. Y Casilda:

-          ¡Es que tiene unas hechuras…!

     Nunca le pregunté si se refería a mi complexión corpórea o a las excelencias del corte y confección de mi sastre.



4.      Primeros pasos en el infierno


     Mi llegada a Castellar debió de ir precedida de algunos telefonazos pues, cuando me presenté al coronel jefe de la Auditoría, encontré de su parte una deferencia casi respetuosa. Prueba de ello es que me concedió unos días para ponerme al corriente del trabajo, sin hacerme aún encargos concretos, y me animó a presenciar como espectador algunos Consejos de Guerra, que confirmaron mi opinión de ligereza y crueldad. Uno de los presidentes habituales de los Consejos era un teniente coronel de Artillería, famoso por sus exabruptos y por conceder muy poca capacidad de decisión a los demás vocales, a quienes apabullaba con su supuesto conocimiento del Código, que no era más que rutina de leguleyo. Los fiscales, tenientes ambos, no se esforzaban apenas, contando con que sus tesis, en siendo rigurosas, tenían las de prosperar. El punto más débil de todo aquel entramado, que ya contaba con unos malos precedentes de medio año, eran los jueces instructores, poco estables en su cargo y carentes de conocimientos técnicos, mangoneados a veces por los secretarios de los Juzgados, uno de los cuales era un alférez provisional, licenciado en Derecho, culto y listo, que llevaba la instrucción de las causas, sin evidenciar en la práctica todas aquellas cualidades.

     Por fin, me encargaron el primer caso, muy parecido a tantos otros, aunque bastante notorio, al ser el único acusado el ex alcalde de Navaumbrosa -pueblo de ochocientos habitantes, en el sureste de la provincia-, que había estado huido en el monte la friolera de cuatro meses, viviendo de lo que cazaba a punta de escopeta, hasta que se le acabaron las municiones. Eso le había librado de un juicio colectivo, desarrollado en noviembre anterior, en el que fueron condenados diecisiete acusados, aplicando a cuatro de ellos la pena capital -dos concejales, el jefe del sindicato agrario socialista y un sujeto, cuñado del alcalde, a quien presuntamente hallaron en posesión de una escopeta de caza y de un revólver de la época de las guerras carlistas-.

     Cuando confirmaron mi intervención como vocal ponente, el asunto ya había sido calificado por el fiscal -pidiendo pena de muerte- y se había señalado la vista pública para tres días más tarde. No perdí tiempo y me presenté en el Juzgado, exigiendo ver todo lo actuado y el resumen que de ello iba a presentar el instructor al Tribunal. Era esencial su contenido pues los jueces solían conformarse con escuchar el compendio y casi nunca examinaban el sumario completo.

-          Ya he tomado nota de todo lo instruido -dije al secretario, que era precisamente el joven licenciado en Derecho, al que antes me referí-. Ahora quiero examinar el apuntamiento que va a leerse ante el Consejo.

-          No sé si ya lo tiene listo el juez -aventuró mendazmente-.

-          Estamos a menos de cuarenta y ocho horas del juicio. No me digas que no lo has terminado, repliqué con malicia, dando por supuesto -con razón- que era él quien se ocupaba de hecho en redactarlo.

     Un tanto abochornado, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó un folio escrito a mano por ambas caras, con la grafía clara, regular y sin florituras, que lo caracterizaba. Me senté y lo leí detenidamente, tomando notas aparte. Era lo que me temía:

-          Alférez, echo a faltar dos cosas importantes, que pueden favorecer al acusado. En primer lugar, el informe favorable del párroco y los dos escritos que mandaron espontáneamente el mayor contribuyente del pueblo y el abogado Retamares…

-          Ninguno de los dos está ratificado -argumentó especiosamente el secretario-.

-          Naturalmente -argüí desdeñosamente-; como que a los testigos de descargo no se les llama a declarar, salvo casos excepcionales.

     Y proseguí:

-          Por otra parte, se dice que al detenido se le ocupó una escopeta de caza de dos cañones, marca Aya, pero no se recoge que estaba descargada y que su portador tampoco llevaba munición.

-          Es un hecho negativo -volvió al sofisma- y lo negativo ni existe, ni prueba.

-          ¡Cómo que no! -estallé-. ¿No sabes que portar un arma sin autorización es delito en sí mismo y puede constituir agravante para el delito de rebelión?

-          Pero el arma lo es, cargada o no -insistió balbuciente-.

-          Deja que sobre eso decidamos el Tribunal y los Auditores. Así que ¿lo completas o tendré que quejarme de tu actitud ante el instructor y el Consejo?

     El Alférez tragó quina y se dispuso a sobrelinear cuanto le exigía, pero yo no me conformé:

-          Redacta un nuevo resumen, para que tu Juez no tenga dificultad en leerlo. Y, mejor y más rápido, díctalo a un mecanógrafo y hazme llegar una copia esta misma mañana, para ir yo preparando el juicio.

***

     El día anterior me puse en contacto con el reportero Conklin, tratando de reforzar mi situación.

-          Me pillas en Burgos de milagro, dijo. Salgo mañana para el sur de Madrid pues parece que se ha preparado una batalla en toda regla[20].

-          ¡Válgame Dios, Freddy! Dentro de tres días actúo en mi primer consejo de guerra y pensaba invitarte para que lo presenciaras y escribieses un artículo favorable a mis tesis.

-          Lo siento, chico, pero no puedo demorarme… Espera, ¿qué tal si te envío a un compañero? Es del Daily Telegraph, que ya sabes lo conservador que es. Está a partir un piñón con los franquistas.

-          Estupendo. Háblale de mí lo que tú ya sabes y mándamelo para acá el día antes del juicio. Dile que le pagaré viaje y estancia, y que le garantizo una entrevista con el general de la División de Castellar, si le interesa el personaje -seguramente, estaba vendiendo la piel del oso antes de cazarlo-.



     Todavía adopte otra prevención, la más arriesgada, pues podría entenderse como muestra de favoritismo. Me enteré de quién había sido designado abogado defensor, un teniente del Regimiento de Infantería. Lo llamé por teléfono para decirle:

-          Es posible que el fiscal pida que el Tribunal escuche a algunos de sus testigos. Aunque no creo que le hagamos caso, lleve usted también al consejo de guerra a dos o tres personas que estén dispuestas a hablar en favor del acusado. Voy a hacer todo lo posible porque haya imparcialidad: Si se escucha a unos, hay que oír también a los contrarios.

     Con todo ello, entendí hecho cuanto podía anticipar. El resto sería cosa de pelear con firmeza y guante de terciopelo, con el Código de Justicia Militar como única arma.

***

     El juicio duró media hora y se desarrolló de la forma rutinaria y anodina que era ya habitual. Al concluir y despejar la sala, el presidente se dirigió a mí, sabiéndome novato:

-          Supongo que no tendrás objeción alguna a la pena de muerte. Es la que venimos aplicando en casos como este, máxime tratándose de un alcalde y habiendo toreado a la Guardia Civil durante cuatro meses.

-          Mi teniente coronel, repuse, no vaya usted a creer que soy un civil bisoño. Estudié para Jurídico Militar, me he fogueado en la Auditoría de Burgos y en el Alto Tribunal y cuento con la confianza del Caudillo, aunque me esté mal el decirlo. No tiene más que llamar, si lo pone en duda, a su Auditor, Lorenzo Fuset.

     El Presidente se puso en guardia; los otros cuatro vocales me miraban atónitos.

-          No hace falta molestar a nadie: lo creo; pero, ¿qué es lo que quiere usted? ¿No está conforme con el fusilamiento?

-          Con lo que no estoy conforme es con el delito de rebelión.

     Y antes de que pudieran replicarme, los apabullé con la enumeración: El acusado no había hecho nada por oponerse al levantamiento; en el pueblo nadie había confirmado expresamente el estado de guerra; el ex alcalde, tan pronto se enteró de que llegaba la Guardia Civil y los falangistas de la cabecera de la comarca, se había escapado al monte; no había hecho uso de la escopeta sino para cazar conejos y perdices para poder comer; no había ofrecido resistencia alguna a quienes lo detuvieron, entregándose a la primera intimación…

     A continuación, leí los artículos de la rebelión y el Bando General declarativo del Estado de Guerra[21]. Luego, me metí con las agravantes invocadas por el Fiscal:

-          Se trata, sí, de un alcalde, pero de un pueblo relativamente pequeño. Era socialista y de la UGT, no comunista ni de la FAI. Navaumbrosa fue tomada sin resistencia. Por tanto, ni hay especial relevancia del acusado, ni daño o consecuencias graves por su conducta de mera huida. Y, a mayores, había sido una persona pacífica, equilibrada y que había parado los pies a los frentepopulistas más aviesos de la localidad.

     El Presidente, abrumado por mis argumentos, echaba lumbre por los ojos:

-          Entonces, dijo, ¿qué coño quieres que hagamos? ¿Que lo absolvamos y le reintegremos a la alcaldía? ¿En qué lugar quedamos nosotros, habiendo mandado al paredón a otros, con menor significación?

-          Cada caso es distinto a los demás y, de todas formas, no son las mismas circunstancias de hace meses, cuando el Movimiento peligraba seriamente y el orden no se había impuesto. Pero ahora nuestras fuerzas triunfan por doquier y es voluntad del Generalísimo que se haga justicia equilibrada y cristiana, no dando pie para que nuestros enemigos y los extranjeros nos avergüencen.

-          ¿Y con qué cara elevamos una sentencia de absolución a la Auditoría y al General? Nos mandarían a todos al frente o a presidio.

-          Asumo toda la responsabilidad, como ponente y asesor jurídico. Yo mismo llevaré en mano la resolución. Sin embargo, nadie ha dicho que se absuelva al acusado. No soy tonto ni loco y sé que la ley tiene que interpretarse con sentido común y dentro de lo posible.

     Hubo cierta relajación y todos quedaron expectantes:

-          Ese alcalde era un rojo, aunque moderado y buena persona. En vez de entregarse, se echó al monte y ha obligado a un trabajo de meses para cogerlo. Se llevó un arma cargada -lo que no deja de ser tenencia ilícita- y lo mismo que mató liebres, podía haberse cargado a un guardia civil. Y hay que dar un escarmiento, pero con mesura. Lo que yo propongo es condenarlo sin agravantes y, valorando los buenos informes personales, ponerle la pena de rebelión en grado medio: veinticinco años de reclusión. ¿Qué les parece?

     Cuchichearon entre sí, mientras yo mandaba recoger los autos al secretario y, dando por hecho el acuerdo, llamaba al Fiscal, que entró sorprendido de lo que habíamos tardado en decidir. Dije:

-          Con su permiso, señor Presidente, ¿podemos felicitar ya al fiscal por su informe y decirle que vamos a condenar al acusado, sin circunstancias agravantes, a veinticinco años de reclusión mayor?

-          ¿Veinticinco años? -repitió decepcionado el fiscal-. ¿Y sin agravantes?, recalcó.

     El teniente coronel sintió por encima de todo el sobresí del rango:

-          ¿Qué demonios quería usted? ¿Le parece poco picar piedra durante cinco lustros? Aquí el capitán Bolado le aclarará las cosas, si lo tiene a bien… Vamos, capitán, redacte cuanto antes la sentencia, que tenemos que irnos a comer.

     Supongo que los demás miembros del Consejo comerían con sus familias. Yo lo hice con el corresponsal del Telegraph, a quien tuve que explicar en espanglish cómo se podía imponer veinticinco años de cárcel a alguien por el mero hecho de huir en compañía de una escopeta de caza -eso sí, de nacionalidad norteamericana-.

***

     Al día siguiente, con la sentencia redactada y firmada por todos los jueces, me personé en la Auditoría. El Jefe de la misma ya había sido alertado por el fiscal y me recibió de uñas:

-          ¿Se puede saber lo que pretendes? ¿Es que vas tú solito a desmontar todo el tinglado de la Justicia militar?

     Me indignó su cinismo, al definir aquella máquina de matar como tinglado. Me referí a Benavente[22]:

-          Tan solo pretendo que ese tinglado no sea el de la farsa.

     En vez de echarme una bronca, el Auditor aminoró sus ímpetus:

-          Si de mí dependiera, las cosas serían de muy otra manera, pero tenemos encima la espada de Damocles de la Autoridad Militar. ¿Qué crees que va a decir el General cuando le vaya con una sentencia tan blanda, que se aparta de todo lo hecho hasta ahora?

-          ¿Puedo hablarle con franqueza, señor?

-          Supongo que eso es lo que vienes haciendo hasta ahora -respondió-.

-          Ya está bien de esconder nuestros conocimientos y nuestra conciencia, para ponerlos a recaudo de los superiores. Estos, como nosotros, son justos e injustos, duros y humanos, decididos y acomodaticios. Sin ir más lejos, los generales a quienes mejor conozco me han dado muestras de respeto por la ley y la razonable iniciativa de quienes la aplican. Me refiero al Auditor General Cortés y al mismísimo general Franco. Si mi sentencia le parece ajustada a Derecho, fírmela y preséntela a la aprobación del General de la División. Y, si por esta vez muestra su desacuerdo, que resuelva el Alto Tribunal Militar, que para eso está.

     Empezaba a titubear ante mis embates. Dijo:

-          ¿Está conforme Fuset con tu pintoresca manera de actuar?

-          Sin duda -aventuré-, pero ya verá como no hay que picar tan alto. El Caudillo no se mete en temas de justicia, salvo contadísimas excepciones. Lo suyo es indultar o no las penas de muerte[23] y bien podríamos facilitarle su tarea no imponiéndolas a millares.

-          Por esta vez, me mostraré conforme con una sentencia tan benévola, para no dar un escándalo. No obstante, te relevo de participar en más consejos de guerra. Otros temas habrá en la Auditoría que perturben menos tu conciencia.

-          Como guste. Y, si no ordena otra cosa, querría pasarme por Capitanía con un periodista inglés, para ver si lo recibe el General.

-          ¿Cómo es que ha conectado contigo a tal fin?

-          Porque empiezo a ser famoso en el extranjero por mi correcta aplicación del Código de Justicia Militar -repliqué con retintín-.

     En efecto, el Jefe de la División recibió encantado al corresponsal, sirviendo yo de mediocre intérprete. Supongo que tal entrevista contribuyó a suavizar luego la reacción del General, cuando otras personas fueron a malmeterlo contra mí, intentando que no aprobase la sentencia  contra el ex alcalde de Navaumbrosa. Ahora les cuento y concluyo mi relato.

***

     No dudo de que el presidente del Consejo de guerra y el fiscal hallarían los medios de hacer llegar al General el escándalo de una sentencia que no había condenado a muerte a un alcalde socialista, aunque fuese una buena persona en un pueblo sin importancia. El Auditor me lo apuntó, dejando claro que no había sido él quien levantara la liebre:

-          Como comprenderás -me dijo- yo le pasé a la firma la sentencia sin hacerle ningún comentario: No iba a tirar piedras contra mi propio tejado. Él firmó el conforme sin ningún problema, pues hay muchos juicios y tiene plena confianza en mi criterio. Pero no veas cómo se ha puesto cuando le han contado después tu hazaña. Yo he asumido la responsabilidad y la bronca, asegurándole que nunca más formarías parte de un consejo de guerra, pero ha insistido en que vayas a verlo. Mi consejo es que agaches las orejas y le ofrezcas tu renuncia.

     El general, cuando me tuvo delante, en pie y posición de firmes, me leyó la cartilla a modo:

-          Tienes suerte de ser Jurídico de complemento y de estar muy apoyado. De no ser así, a estas horas estabas en el calabozo y, en cuarenta y ocho horas, te mandaba con un batallón de castigo a pegar tiros al frente. ¡Qué demonio de hombre! Lo que más me indigna, y me admira al mismo tiempo, es que te hayas llevado al huerto al tribunal, el fiscal, mi auditor y a mí mismo, que me la he tragado como un imbécil. Sí, sí, mucho despotricar y decir pestes de ti pero el caso es que la sentencia ya ha sido declarada firme y ejecutoria. No hay, pues, nada que hacer: Has ganado la partida y tan contento que estarás. Pero ¿en qué rayos pensáis los jueces civiles? Han de estaros matando y todavía andaréis con miramientos legales. Y, por si fuera poco, me metes por las narices a un periodista extranjero para que luego cante las excelencias de la Justicia militar que no olvida la reflexión ni la humanidad. ¡Me cago en tal! Todavía vamos a tener que estarte agradecidos.

     Calló mi interlocutor y aproveché para efectuar lo que el Auditor me había sugerido:

-          Ya veo, mi general, que he provocado su indignación y desagrado. Si en algo puedo aliviarlos, estoy dispuesto a presentar inmediatamente mi renuncia al cargo, por razones de salud.

-          Muy considerado te veo. Si de mi dependiera, te habría echado de manera deshonrosa, pero corresponde a la Secretaría de Guerra y todavía hay por allí quien dice que tu criterio jurídico es digno de ser tenido en consideración, aunque no se comparta. ¡No te jode!

     Por un momento, imaginé a don Luis Cortés echándome un capote salvador; pero tampoco era cosa de abusar de los amigos.

-          Entonces, mi general, ¿renuncio?

     Su respuesta estuvo a punto de desbaratar mi marcial compostura:

-          ¡Cómo que si renuncias! ¡Perdiendo el culo!

***

     Esto es cuanto tengo que relatar de mi corta experiencia con la Justicia militar en nuestra guerra civil. Poco es pero, al fin, lo intenté y salí indemne. ¡Si al menos el ex alcalde de Navaumbrosa hubiera vivido para contarlo! Pero, cumpliendo el segundo año de reclusión en el Castillo de San Cristóbal, cerca de Pamplona, le dio por secundar la fuga masiva de mayo del 38 y perdió la vida tratando de llegar a Francia. Así que no me extraña la frase de despedida de mi maestro, el Auditor, cuando me reincorporé al juzgado de Infiesto a primeros de 1938, una vez liberada Asturias del yugo marxista:

-          Mucha suerte, Ricardo, y que se cumplan todos tus buenos propósitos que, conociéndote, no dudo de que serán muchos.

     En efecto, así fue pero todos mis éxitos y aciertos nunca sirvieron para hacerme olvidar la frustración de haber fracasado, cuando estaba en juego la vida de mis semejantes.






[1] Cabeza de partido judicial asturiano. Está enclavada en el concejo o municipio de Piloña.
[2] Famoso compendio impreso de legislación, de uso constante por los juristas de la época.
[3] Denominación coloquial de una gama de turismos Citroën de éxito, que se comercializaron entre 1932 y 1938. Se fabricaron unas 95.000 unidades de todos los modelos.
[4]  José Solchaga Zala (1881-1953), que jugaría también un papel relevante en la Guerra Civil (1936-1939), al servicio del bando nacional.
[5] Infiesto era juzgado de entrada y, en el promedio de un par de años, los jueces tenían que trasladarse a otro juzgado de mayor volumen de trabajo, llamado de ascenso.
[6] Luis Cortés Echánove (1891-1980), que alcanzó el grado de General Auditor de División y la categoría de Presidente de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo. Fue, además, autor de publicaciones sobre temas históricos.
[7] Compañeros, como militares profesionales de alta graduación, pues el Auditor Cortés no formaba parte de dicha Junta.
[8] Miguel Cabanellas Ferrer (1872-1938), general de división.
[9] Federico Montaner Canet (1874-1938), oficial de Estado Mayor y muy distinguido cartógrafo.
[10] Ejecuciones por particulares, consentidas o favorecidas por las Autoridades.
[11] Extracciones de presos, para ser ejecutados sin mandamiento judicial y, en muchas ocasiones, sin previo juicio. La mayoría fueron autorizadas, cuando menos, por los directores de las prisiones.
[12] Según la Causa General (La dominación roja en España), que en este punto considero veraz e informada, a lo largo de la Guerra Civil -sobre todo, en sus primeros tiempos- fueron ejecutados por razones políticas o asesinados en la zona republicana española, 42 jueces y magistrados, 5 jueces-aspirantes, 19 fiscales, 30 secretarios de juzgados y tribunales, 19 médicos forenses y 12 funcionarios auxiliares.
[13] Ver Decreto número 55, de 1º de noviembre de 1936 (BOE nº 22, del 5 de noviembre).
[14] Francisco Gómez-Jordana Souza (1876-1944), entonces Teniente General en la reserva. Luego entraría en la Historia grande como Ministro de Asuntos Exteriores (1937-1939 y 1942-1944).
[15] Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), jefe de la Auditoría Jurídica del Cuartel General de Franco (1936-1939). Ascendería a Teniente Coronel en 1937.
[16]  Como es sabido, las tropas nacionales no entraron en Madrid hasta el 28 de marzo de 1939.
[17] Luciano Conde Pumpido, Coronel Auditor del Cuerpo Jurídico de la Armada cuando fue nombrado, en noviembre de 1936, Vocal del Alto Tribunal de Justicia Militar.
[18]  Decreto de 20 de enero de 1937 (BOE del día 27), de creación de Consejos de Guerra en plazas liberadas.
[19] En principio, no estaban previstos sueldo ni ascensos para los Jurídicos Militares Honoríficos. Posteriormente (3 de diciembre de 1937 y 8 de agosto de 1938), fueron rectificadas en parte tan leoninas condiciones, que dicen muy poco en favor de acoger a civiles en la Justicia militar.
[20] Sin duda, se trata de la batalla del Jarama, desarrollada al sur y al este de Madrid, entre los días 6 y 27 de febrero de 1937.
[21] Dicho Bando, firmado por el general Miguel Cabanellas, en su calidad de Presidente de la Junta de Defensa Nacional de España, lleva la fecha de 28 de julio de 1936, habiéndose publicado en Burgos el siguiente día 30, en el  Boletín Oficial de dicha Junta de Defensa.
[22] Alusión a una conocida frase, con la que comienza el Prólogo de Los intereses creados (1907), obra teatral de Jacinto Benavente Martínez (1866-1954), premio Nobel de Literatura de 1922.
[23] En principio, la conmutación de las penas de muerte correspondió a las Autoridades militares de cada zona, con tendencia a centralizarla en la Junta de Defensa Nacional. Al crearse el Alto Tribunal de Justicia Militar, la conmutación de penas fue una de sus competencias (artº 1º c, de su Decreto fundacional). Ante el escándalo de las ejecuciones que siguieron a la conquista de Málaga (febrero de 1937) por las tropas italianas y franquistas, el Generalísimo decidió asumir la plenitud del poder de indultar las penas de muerte (previo informe de su Auditoría, dirigida por el Jurídico Militar, Lorenzo Martínez Fuset) y así se mantuvo ya durante toda la Guerra Civil.

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