martes, 3 de abril de 2018

LA VIDA NUEVA DE BLANCA MERCADAL



La vida nueva de Blanca Mercadal

Por Federico Bello Landrove

     En plena posguerra de nuestra Guerra Civil, una muchacha toma la decisión de abandonar su patria y su familia, en busca de un futuro mejor. Pero, ¿cómo empezó el camino hacia una nueva vida? ¿Qué precio habrá pagado tan solo por recorrer la primera parte del camino? Cedamos la palabra a los protagonistas y dejemos abierto el mañana pues, como dijo el poeta, no está en el ayer escrito.





1.      La noticia


-          Marcos, ¿puedes venir un momento a la sala? Está aquí Blanca. Ha venido a despedirse.

     Marcos levanta la mirada del Castán[1] y la fija en su madre, que parece emocionada. Con todo, antes de incorporarse de no muy buena gana, le pide aclaración:

-          ¿Cómo que a despedirse?

-          Se marcha a Francia -le contesta-. Yo no veo bien su decisión. Tal vez podrías aconsejarla al respecto…

     El hijo murmura algo inaudible, sale de su habitación y se pierde pasillo adelante. La madre prefiere quedarse al margen. Se sienta en sillón que Marcos acaba de dejar, entorna los ojos y reflexiona en silencio:

-          ¡Qué hijo este; qué manera de pasar de un extremo a otro! Primero, todo se le volvía beber los vientos por ella, como si no hubiese mañana; y ahora, le molesta alzarse de la silla para ir a despedirla. Claro que algo tuve yo que ver, haciéndole notar que eran unos niños y que Blanqui todavía era una chiquilla, sin formar en ningún sentido. Y, en algunas cosas, sigue igual, por mucho que se haya desarrollado y adquirido una culturita. ¡Mira que irse a Francia, a casa de ese amigo de su padre, con el pretexto para su familia de que va a trabajar de modista! No digo yo que en su casa sea muy feliz, pero también podía emplearse aquí en alguna tienda y estudiar por libre un rato todas las noches. ¡Cosas más difíciles se han visto, y con lo estudiosa y lo lista que es…! A ver si Marcos le dice algo que la conmueva. Lo que es yo, ahora vería con buenos ojos que él volviera con esa chiquilla, mejor que dejarse engatusar por la señoritinga hija del Abogado. Si mi Fernando levantara la cabeza…

     No es la cabeza de Fernando la que asoma por el quicio, sino la de su hermana Hipólita, la cuñada solterona que comparte hogar con doña Luisa y sus hijos, Luchi y Marcos. Como es algo dura de oído, viene a preguntar:

-          Luisa, ¿quién ha venido a ver a Marcos? Parece la voz de una joven.

-          Es Blanca, la hija del difunto Mercadal, que se marcha fuera y está despidiéndose del chico.

     La verdad es que, inicialmente, la despedida era de ella, pero no quería que Luisa entrase en el ajo. Diciéndole que era para Marcos, tal vez se cohibiese de aparecer por la sala.

-          Creía que ya no llevaban amistad, comenta Luisa.

-          De eso sabes tú más que yo -replica con acidez su cuñada-. Marcos no tiene secretos para ti.

***

     Entre tanto, los dos adolescentes -diecisiete años, ella; diecinueve, él- mantenían una conversación entreverada de tristeza y de cortos silencios. Algo así, como esto:

-          Dice mi madre que te vas.

-          En efecto. He venido a despedirme de ella y, al decirme que estabas en casa, no he querido irme sin…

-          Y a Francia… ¿Cómo tan lejos?

-          A mi madre le he dicho que es porque pagan mucho mejor que aquí, y es cierto. Pero la verdad es que, si me quedo en España, no veo ninguna posibilidad de hacer carrera en la Universidad, que es lo que yo quiero.

-          Mujer, con lo estudiosa que tú eres y consiguiendo una beca…

-          Imposible la beca, siendo hija de quien soy. Y luego están mis hermanos, que no me dejan en paz con que soy una egoísta y una parásita; que me deje de libros y me ponga a trabajar y a traer dinero a casa. Marcos, me ahogo: En casa, he llegado a ser una extraña, un bicho raro; y en la calle… ¡qué voy a decirte!

-          Tampoco creo que Francia sea ahora un paraíso. El año pasado estuve quince días en Bayona para practicar el francés y hallé un país triste y empobrecido, traumatizado por la guerra y los juicios y venganzas contra los colaboracionistas. No sé si vas a encontrar allí mucho trabajo.

-          Yo voy a Toulouse, acogida por un antiguo capataz de los talleres del Norte, que fue muy amigo de mi padre. Me tiene ya buscado acomodo en un taller de costura. Ya ves, después de tanto esfuerzo por vuestra parte, al final me van a sacar de apuros las enseñanzas de mi madre.

-          Bien, siendo así…  Bueno…, mi madre no ve clara tu decisión y me ha dicho que…

     Marcos maldecía interiormente su torpeza, mientras intuía que el rubor le subía incontenible a las mejillas. Decidió acabar como fuera:

-          … Vamos -concretó-, que trate de quitarte de la cabeza la idea. Claro que, si tu madre y tú lo habéis considerado despacio y estáis de acuerdo…

-          Lo estamos. De lo que no le he hablado, claro, es de mi propósito de matricularme en cuanto pueda en la Universidad tolosana. Ese amigo que te digo intentará ayudarme a través de los fondos para hijos de fusilados. De todos modos, si quieres decirme algo que yo no sepa de…, sobre tus sentimientos, o tu manera de pensar, te escucharé encantada.

     Era lo más, y lo más directo, que Blanca osó decir, no tanto para sondear a Marcos, como para provocar una respuesta de cariño. La ilusión y la esperanza le hicieron olvidar el inestable carácter del mozo, tan pronto necesitado de impulso, como reacio a aceptar las iniciativas ajenas. De hecho, el chico le contestó con superficialidad:

-          Quizá estemos dando excesiva importancia al asunto. Después de todo, si las cosas no salen como ansías, siempre puedes volver y reanudar la vida aquí. Solo tienes diecisiete años.

     Esta vez fue Marcos quien equivocó el argumento, con tan voluntariosa muchacha:

-          Mucho y malo tendría que sucederme para regresar derrotada -respondió, al límite de la exclamación-.  Las oportunidades solo pasan una vez en la vida.

     Blanca se levantó, provocando que su interlocutor hiciese lo propio. Le tendió una mano, que él estrechó largamente entre las dos suyas. Tal vez ese gesto enterneció a la joven, quien le hizo saber:

-          He dejado a tu madre mis señas en Francia, por si queréis escribirme o hacerme una visita.

     Marcos cortó cualquier conato emotivo en la despedida:

-          Espera, que voy a decirle a mi madre que te marchas.

     Volvió a perderse por el largo pasillo, esta vez, en sentido opuesto.

     Se quedó en muy segundo plano, mientras doña Luisa y Blanca se fundían en un abrazo, entre frases de gratitud de la chica y buenos deseos por parte de su querida maestra. Tan pronto se cerró la puerta tras ella, la madre preguntó a Marcos:

-          ¿Le dijiste algo?

-          ¿Qué querías que le dijera? Ya sabes cómo están las cosas.

     Y se volvió al cuarto de estudio. Levantó el visillo y todavía acertó a ver a Blanca de espaldas, momentos antes de doblar la esquina: media melena ondulada, chaquetón blanco, falda tableada roja. Soltó la cortinilla, tomó el Castán abierto e intentó reanudar, paseando, el estudio de la compraventa. La verdad es que aprovechó muy poco aquella tarde.







2.      Reflexiones nocturnas


     En la soledad de su alcoba italiana, sin otro sonido que el tictac del péndulo, ni otra luz que la que filtran de la calle las cortinas del balcón, Marcos ve pasar las horas, desvelado tras un primer sopor, hecho de confusos retazos de realidad y pesadilla. Harto de dar vueltas buscando el sueño, dobla la almohada, se coloca boca arriba y, según su costumbre, piensa en susurros:

-          Dios quiera que le vaya bien, porque salir al extranjero una chica tan joven…; ni aunque la proteja ese amigo de su padre. Claro que ella es valiente y no se desenvuelve mal en francés. No es como entonces que, entre la timidez, el sometimiento a la madre y las bromas y malos modos de los hermanos, la pobre apenas se atrevía a abrir la boca. Quizá fue eso lo primero que hizo que me fijase en ella: el desprecio en que la tenía Javier. De aquella, yo estudiaba cuarto de bachiller y nos juntábamos para ir jugar al fútbol y, algunos domingos, al cine. ¡Bah!, eso ya es historia. Javier ahora es un oficial de la Electra y anda por ahí con una chica tras otra desde hace un par de años. ¡La que a mí me gustaba un montón era la hermana mayor, Sofía! ¡Vaya chavala! Era muy mala para aprender y, tan pronto dejó la escuela, se colocó: primero, en una mercería, y después, en El Embrujo de París. Nunca quiso quedarse en casa para ayudar a la madre con la costura. A ella le iba la marcha; conque, en una perfumería -y de las buenas-, encontró su sitio. Todavía me acuerdo de lo pesada que se ponía, ridiculizando a Blanca por ser tan rectilínea y descuidar un tanto su aderezo. Ahora pienso que lo hacía, en parte, por llamar nuestra atención, aunque no hacía falta: ¡menudo monumento! La verdad es que la hermana pequeña ha mejorado mucho, ¡muchísimo! Es mona, tiene buenas formas y va siempre bien preparada, sin excesos ni provocación, como la otra. En fin, agua pasada. Rosa también está bien y es una buena chica. Claro que me toca aguantar la cantinela de mamá y de Luchi: que si su familia es de derechas; que si la madre las mira por encima del hombro; que si la chica parece un poco cortita. ¡Paparruchas! Es simpática, me quiere y su padre me lleva en palmitas. ¿O es que voy a tener que dejar de trabajar para él porque en la Guerra esto y lo otro? ¡Al cuerno! Ya tengo edad de tomar mis propias decisiones y yo soy quien decide qué chica me conviene y cuál no…

     Marcos se interrumpe, temeroso de haber levantado un poco la voz, no sea que lo oiga la tía Hipólita, que duerme pared por medio y, aunque teniente, tiene el sueño muy ligero. Bosteza un par de veces y vuelve a la carga, con otro tema homogéneo:

-          ¡Vaya con mi madre! Cuando yo estaba ilusionado con Blanca, y ella loquita por mí, va y nos lee la cartilla, a cada uno a su modo. Pero a los dos, porque no hay quien me quite de la cabeza que algo le dijo a la pobre Blanqui, o a su madre, que luego ella apenas se atrevía a mirarme. Desde luego, sé lo que me dijo a mí: que si éramos dos críos; que, por edad y cultura, yo estaba muy por encima de ella y no debía precipitarme ni abusar de su natural cariñoso; que esperase a que ella adquiriera carácter y madurez para que ambos decidiéramos con conocimiento de causa. ¡Conocimiento de causa!: la frase favorita de mamá. Claro que su razón tenía. Blanca estaba de más en su casa y era la nuestra la que consideraba su hogar. Gracias a mamá pudo sacar el bachiller con las mejores notas…, y gracias a mí, que le daba las clases de latín y de francés, además de prestarle bajo cuerda libros clásicos y modernos, sin andar con tiquismiquis de censura. ¿Qué más habría tenido que hacer por ella? Y para que luego, sin guardarme la espera, se pusiera a salir con aquel aprendiz de fontanero. Sí, ya sé: que había sido una imposición de su hermano; que si fueron tres o cuatro días; que tampoco yo le había confesado que la quisiera. ¡Pamplinas! El caso es que en el Campo, en las Navidades del 44, va y se pone toda imperiosa: Tú ya sabes que te quiero. Dime tú que me quieres y te esperaré lo que haga falta… ¡Anda, dímelo!, y, si no, ¡déjame en paz! Bueno soy yo para exigencias y, menos aún, con lo que había pasado. Así que adiós, tan amigos y cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y ahora viene mi madre con que no la deje marchar, o poco menos, y Blanca con que se queda si se lo pido con sentimiento, o algo así. Y a Rosa, que la parta un rayo, y a su padre también. ¡Pues no señor! Que haga Blanqui lo que quiera… Tal vez, le habría ido mejor si mamá no se hubiese metido a redentora y hubiese dejado que siguiera en la escuela primaria: ahora sería modista, o dependienta, o niñera de casa bien, y hasta novia del aprendiz de fontanero. Pero no, ¡cómo vamos a dejar que se pierda una hija de Mercadal, tan buen compañero de tu padre en el Ayuntamiento, que hasta los juzgaron juntos y fusilaron con un día de diferencia! Pues muy bien, entre todos le hemos dado oportunidades, estudios, cultura, alas, ¡una vida nueva! Ahora le toca a ella salir adelante y vivirla. ¿En Toulouse? Pues en Toulouse. Ella lo ha querido. Otros tuvieron que irse más lejos: a Méjico, a Venezuela, a Argentina. Si las cosas le van bien, en Navidades puede darse una vuelta por acá. Y si no le pintan, pues antes aún. Maldita la falta que hace que nos carteemos o que vayamos a hacerle una visita. ¡Para tirarlo está el dinero!

***

     Al otro extremo del caserón, también la madre esta desvelada. Al terminar de rezar el rosario por el alma de su marido, no ha apagado la luz de mesilla y, sentada en la cama, con la mirada fija en la foto de sobre la cómoda -un severo profesor barbado, en atuendo académico- habla con el difunto, algo habitual en ella todas las noches, como si hubiera de explicarle los sucesos e inquietudes de cada día:

-          Ya me suponía yo que la pequeña de Mercadal iba fallarnos. ¡Claro, han sido tantas dificultades, tantos obstáculos! Su madre, la pobre, hace lo que puede por ella: más que pasarse el día con la aguja y la máquina de coser… Pero los otros hijos… El mayor es un bruto, que se cree que por trabajar en la Electra puede avasallar al resto de la familia. Y la mediana, Sofía, ¡buena pieza está hecha! Se gasta en maquillaje y perifollos medio sueldo y todavía echa en cara a su hermana que la beca que tiene apenas cubre libros y matrículas. Ya sabes que, en unión de Araceli, la maestra del Picavea, nos las arreglamos hace años para que la niña estudiara el bachiller en el Instituto de tus desvelos, ahora convertido, como sabes, solo en femenino. Araceli convenció a su madre y le gestionó la ayuda económica, que para eso, además de tener buen corazón, es prima del Superior de los jesuitas. Y, por mi parte, la acogí en la academia de casa, sin cobrarle, y dándole la merienda todas las tardes, como a una hija. No, la verdad es que ella correspondió en todo: cariñosa, trabajadora, agradecida. Tu Luchi -ya sabes como es, aunque de pequeña era tu ojito derecho- no la tragaba, en parte, por celos y en parte, por envidia, que ella nunca fue buena estudiante. En cambio, Marcos, todo lo contrario, el caballero andante de doña Blanca, su paladín. Hasta al bruto del hermano mayor le llamó la atención más de una vez por cómo la trataba, y dejaron de ser amigos por eso. En fin, Fernando, que la muchacha ha acabado el bachillerato y lo que ahora llaman el Examen de Estado, y su familia ya no da para más. De becas, ni hablar, que para la Universidad miran mucho el que seas de familia republicana. O sea, que a una Mercadal, ni agua. Bueno, como a un Briones; solo que Marcos se lo gana a pulso con las matrículas de honor. Bueno… las matrículas y algo más, que no te he dicho hasta hoy, por no entristecerte. ¿Recuerdas a Cifuentes, el abogado de la Acera de Teatinos? Sí, aquel que en el Casino abofeteó al Alcalde, en octubre del 34. Pues resulta que Marcos estudia en el mismo curso que su hijo mayor, que debe de ser una acémila o, cuando menos, bastante torpe. El caso es que nuestro hijo y él congeniaron y Marcos empezó a dejarle apuntes y a ir por su casa alguna vez a estudiar y a resolver eso que llaman casos prácticos. Al señor Cifuentes le agradó mucho el chico -como es natural-. Le sonsacó que sabe francés y se defiende con el inglés y la mecanografía y, con eso, le ha contratado a tanto la página para que le pase las minutas manuscritas y las traducciones que necesite pues, además de abogado de campanillas, hace pinitos como columnista en El Noticiero y en algún periódico de Madrid… Veo que te estoy cansando; así que abreviaré. El hecho es que Blanqui le ha echado valor y, con el consentimiento de su madre y el apoyo de un ferroviario amigo de su padre, que pasó a Francia -creo que desde Cataluña, en enero del 39-, se marcha a Toulouse, para colocarse en un taller de costura y ver de estudiar en la Facultad de allá el equivalente a nuestra Filosofía y Letras. Fíjate qué valor y qué riesgo, con diecisiete años. Claro que las cosas ya no son como en nuestros tiempos felices…

     Doña Luisa calla. Seguramente esté cansada -como nosotros de escucharla-. Con todo, ya que le ha confesado a don Fernando el deslizamiento de su hijo hacia la derecha, piensa que es el momento de ponerle al tanto de todo, de apurar el cáliz hasta las heces, como llegó a escribir su silente interlocutor en el testamento que tuvieron la gentileza de hacerles llegar de la cárcel después de la ejecución, aunque fuese con más tachaduras que el examen de un reprobado. Suspira, temiendo algún sofión de su esposo, y se anima a concluir:

-          Ya no son como antes las cosas ni, sobre todo, las personas. ¿Quieres creer que tu hijo no quiere ni oír hablar de la guerra y me pregunta si es con hache, cuando le cito a Azaña? Que sí, que sí, que no olvido tus palabras: perdón, nada de política y servicio incondicional a España; pero, hijo, es que ciertas cosas, ni su hermana las traga. ¡Mira que hacerse novio, o medio novio, de una de las hijas de Cifuentes! Para mí que, o el chico quiere hacer carrera en el bufete, o el padre le ha visto las buenas cualidades y, a mayores, pretende pasarnos por las narices que, no solo nos vencieron en la guerra, sino que hacen suyos a los mejores de nuestros hijos. Pues, ¡anda que tu hermana! Me sale con que deje en paz al chico, que tiene que vivir su vida y que la mejor fidelidad a sus mayores consiste en ser culto y decente. ¡No te digo! Y, cuando le dije cuatro frescas -menos de lo que se merecía-, me salió con que la culpa la tenía yo, que me había metido entre Blanca -ya sabes, la de Mercadal- y Marcos, cortando su inclinación y su cariño. Y lo malo es que Hipólita y el chico son uña y carne: ¡pobre de mí, como me meta entre medias! En fin, perdóname, Fernando, pero a veces pienso que estaríamos mejor si tu hermana, al morir tú, se hubiera vuelto a Galicia, con vuestra familia de allá.

     En la mente, ya confusa y calenturienta de la señora, se mezcla el bochorno de confesar la traición de Marcos, con el repelús que le producen los exabruptos de su cuñada. Entorna los ojos, apaga la lamparita y concluye:

-          Estoy cansada, Fernando. Mañana te contaré de la academia, pues voy a tener que meterme en gastos. Algunas sillas y pupitres están para el arrastre.



***

     A la mañana siguiente, tía Hipólita, con su ojo de lince, echa el alto a Marcos por el pasillo:

-          Me da que esta noche no has dormido bien. Te llegan las ojeras hasta el cogote.

     El sobrino comprende que es inútil pretender engañarla. Lo reconoce a medias:

-          En efecto, tardé en dormirme. Supongo que sería por la sorpresa que nos dio Blanca.

     Hipólita da en el clavo, como casi siempre:

-          Deséale lo mejor y, si te viene la fe, reza por ella. Va a hacer lo que le parece mejor para su futuro, y yo creo que lo es. Nadie la obliga y tú no debes sentirte responsable. Vuestro momento pasó y sería ridículo dar marcha atrás por una piedad mal entendida. Tú ahora te debes a Rosa, suponiendo que la quieras de verdad, que no sea por compromiso hacia su padre…

     Marcos comprende que ha de contestar y con mayor seguridad de la que, en el fondo, siente:

-          ¡Claro que no, tía Poli! Nunca se me ocurriría pretender a una chica por el interés.

-          Pues, si es así, ¡buen viaje, señorita Mercadal! Y échate luego la siesta, que estás falto de sueño.



3.      Las despedidas


    No solo es en casa de los Briones donde hubo inquietud esa noche. Blanca ha vuelto a la suya muy excitada, tras la despedida que antes hemos presenciado en buena parte. En cuanto entra por la puerta, su madre la urge:

-          Blanca, hija, en cuanto te cambies vente a la cocina, que hablemos un poco, ahora que no están tus hermanos en casa.

     La chica se teme lo peor: otro rollo de consejos morales y sobre objetos a meter en la maleta y el bolso de viaje. ¡Señor, y todavía falta una semana para la partida! Así que se cambia con parsimonia, anhelando por una vez en la vida que la cerradura o el timbre anuncien la llegada de Javier o de Sofía; pero ni por esas. No tiene más remedio que encaminarse a la cocina, donde su madre está pelando patatas para la tortilla. Se sienta y toma la iniciativa, para demorar la presunta rociada materna:

-          Pronto empiezas hoy a preparar la cena, mamá. Ya sabes que los hermanos no llegan antes de las diez.

-          Lo sé, le responde, pero nosotras dos sí estamos y me apetece que comamos solas, para hablar con más libertad.

     La viuda de Mercadal deja que se vayan pasando las patatas a fuego lento, revolviendo a cada poco con una cuchara de palo. De espaldas a su hija, inicia la conversación:

-          Ya sabes que la voluntad de tu padre fue siempre que no recibieseis un trato diferente, según fuerais chicos o chicas. A cada uno, según sus posibilidades, decía. Eso sí, trabajando todos en bien de la familia, sin olvidar que erais hijos de un ferroviario, y de la UGT[2] por más señas. Yo he hecho cuanto he podido para seguir su mandato y, por eso, a pesar de las críticas y las burlas de tus hermanos, decidí que estudiaras el bachiller, tan pronto doña Araceli me hizo saber que valías para ello.

-          Lo sé, mamá, y te estoy muy agradecida por cuanto has hecho a tal fin.

-          No se trata de agradecer o no, aunque me agrade que lo reconozcas. Se trata de enlazar con lo que voy a decirte, ¡y cuidado con que se te escape, sobre todo, con Javier!... Me refiero a que, en cuanto puedas en Francia, sin ser una carga para nosotros ni para el amigo Andrés, saques tiempo y dinero para continuar los estudios. Aquí vamos saliendo adelante, sin necesidad de que te dejes los ojos y la juventud dándole a la aguja para mandarnos dinero.

     Blanca captó que su madre le había adivinado sus propósitos universitarios, pero no quería aparentar convencimiento así como así:

-          Eso no. Javier gana bien pero no tardará en abandonar la casa para formar su propio hogar. Sofía -Dios me perdone- gasta casi todo lo que gana y no tiene buena mano para ayudarte con la costura, aunque quisiera. Así que quedas tú sola, para pechar con el alquiler, los gastos de manutención y las mil y una cargas que tiene una casa. Mi obligación es enviarte todo lo que pueda. Si acaso, cuando llegue a oficiala y tenga un buen sueldo, será el momento de aspirar a un futuro mejor.

-          Organiza tu vida como mejor vayas viendo, pero sin pasar por nosotros estrecheces ni agobios. Y no digo más, que ya hemos hablado bastante esta temporada y nada se logra por machacar e insistir más de la cuenta. Así que ahora te toca a ti. ¿Qué tal la despedida de doña Luisa?

-          Pues ¿cómo va a haber sido? Triste. No sabía nada de mi marcha y se ha llevado un sorpresón. Le he tenido que explicar todo y lo ha comprendido. Claro, ella mejor que nadie.

-          Mucho tenemos que agradecerle, por todo lo que ha hecho por ti y por lo sencilla y acogedora que ha sido. Yo tenía mi regomello, no creas, que su marido, aunque colega de Corporación de tu padre, era muy estirado. Ya sabes, papá era obrero y socialista, mientras Briones era catedrático y de los caballeros de Izquierda Republicana[3]. Al final, los dos fueron a parar juntos al hoyo y eso une mucho. ¡Y tanto que une! ¿Querrás creer que llegué a tener un poco de envidia por lo mucho que querías a tu maestra y lo bien que hablabas de ella? No sé si contarte una cosa…

-          Cuenta, mamá. Así me llevaré alguna primicia para Toulouse.

-          Fue el día de Nochebuena, creo que del 42. Bien porque ellos tuvieran la mesa mejor surtida, bien para que estuvieseis juntos Marcos y tú, Luisa te invitó a cenar en su casa y tú viniste a pedirme permiso con el mayor interés y entusiasmo. Supongo que recordarás la llorera que te entró cuando te dije que ese día se cena en familia…

-          … Aunque solo haya sopas de ajo. Me acuerdo perfectamente, mamá, pero perdona que te diga que, en aquel entonces, consideraba mi verdadera familia a los Briones. Si hubiese podido llevarte a ti allí y echar fuera a la engreída de Luchi, aquel habría sido mi paraíso. Y es que tenían dos cosas que para mí valían todo el oro del mundo: Marcos y la biblioteca.

     La madre comprende que es el momento de sacar de dentro algo que la ha estado reconcomiendo durante los últimos años:

-          Ya me lo figuro; sobre todo, el chico. Tal vez, no valiera mucho -como carácter y de físico, digo- pero el primer amor es siempre el primer amor… No creas que no he sentido que se te viniera abajo. Entonces imaginaba a tu padre dando saltos de alegría en la tumba -es un decir- porque se unieran las dos familias y se mezclaran vuestras sangres. ¡Ahí es nada, me parecía escucharle, unos nietos apellidados Briones Mercadal! Fuertes como ferroviarios y listos como profesores. ¡Y que se fastidien los brutos encanallados que nos segaron la vida!

     Blanca, oyendo a su madre, no sabe si emocionarse o apostrofarla. Si pensaba así, ¿a qué le puso toda clase de dificultades y de objeciones para continuar la relación? No va a hacer falta que explicite la pregunta, pues su madre prosigue de propia iniciativa:

-          Muchas veces me he arrepentido de hacerle caso a Luisa. Vino a verme de propósito un día para hablar del tema: Que erais muy niños; que si, confundiendo el afecto con el amor, podíais echar a perder el esfuerzo académico y la buena relación entre las dos familias… La verdad, Blanca, me pasó por la cabeza que le parecías poco para su único hijo varón, pero, ¿qué hacer? Ella te estaba formando y parecía quererte como a una hija. No te digo que nos empeñemos en destruir ese hermoso afecto: solo que procuremos detener su avance incontenible, me vino a decir. Claro, eso, a vuestra edad de entonces, era tanto como pretender que un hombre débil y necesitado se abstenga de comer durante un tiempo. Entre ella y yo nos cargamos aquel hermoso sentimiento y, dada vuestra edad y obediencia materna, no se os puede echar en cara nada…, ni siquiera esa estúpida historia tuya con el amigo de Javier.

      Al escuchar la alusión al aprendiz de fontanero, Blanca saltó:

-          Después de tantas novedades por tu parte, escucha ahora una de la mía. El tal Arcadio le comentó a mi hermano que estaba interesado por mí y Javier, tan chulo como casi siempre, le aseguró que hablaría conmigo y que estaba hecho que saliéramos juntos. Me cogió por banda en el gabinete del fondo y me echó la consabida bronca: que si era una señoritinga a costa del resto de la familia; que si creía que se había hecho la miel para la boca del asno, o sea, Marcos para mí; que ya iba siendo hora que empezase a tratar con trabajadores, como los de mi sangre. El caso es que, al sábado siguiente, tuve que salir con él, para que me presentara a un chaval, fontanero, la mar de majo. Habían quedado en los soportales. De allí, fuimos a una cafetería, donde mi hermano se acordó de que había quedado con una chica. Y yo: Podíamos salir juntos los cuatro. Y él, que ni de coña, que iban de compras, que tenían una boda próxima. Total, me quedé con Arcadio -¡qué remedio!-. La verdad es que el chico era majo y atento, y yo temía la reacción de Javier si lo plantaba. Recordarás que salimos otro par de veces y supongo que Marcos nos vería; yo no lo sé. Te confieso que si despedí al fontanero y cogí fuerzas para enfrentarme a Javier, fue porque Arcadio no me hacía tilín y me fastidiaba la prepotencia de mi hermano, no por seguir esperando a Marcos, a quien entonces tenía por débil y dubitativo. En fin, ahí tienes…, pero, por favor, no vayas a echárselo en cara a tu hijo: Es como Dios le hizo y no tuvo la culpa de que todo acabara entre Marcos y yo, … como tampoco la tienes tú. Fuimos cobardes y torpes, y punto. Si el amor no triunfa, es porque no merece la pena.

     Dijo esa frase tan rimbombante, como si en el fondo lo sintiera. Luego, en la noche, en el inhóspito tabuco en que dormía -y en el buen tiempo parecía asfixiarse-, tuvo ocasión de recordar su expresión, palabra por palabra, gruñendo:

-          ¡Qué buena soy para los dichos lapidarios! Como esta tarde, con Marcos: Si quieres decirme algo que no sepa acerca de tus sentimientos, te escucharé encantada. ¡Menuda imbécil! Hemos asesinado el amor de nuestras vidas y solo se nos ocurre hacerle hermosos epitafios. ¡Dios! ¿Acabaré algún día de decir pomposas sandeces?


***

     El rápido de Irún pasaba por Castellar a las cuatro y media de la tarde y Blanca a nadie, salvo a su familia, había comunicado el día y la hora; de modo que solo su madre salió a despedirla. Los hermanos, que tenían que trabajar. ¿Marcos? ¡Qué boba! ¿Acaso le había preguntado los detalles? Doña Luisa creía recordar que sí lo había hecho pero, claro, estaba algo torpe de las piernas y había de atender a los alumnos de la tarde.

     A punto de salir el tren, se llevó la sorpresa de la jornada. Allá que venía a toda prisa por el andén la tía Hipólita, jadeando, sonriente, con un envoltorio en la mano:

-          ¡Uf, hija, casi te pierdo! Marcos y mi cuñada habrían venido también, pero andan muy atareados. Así que yo obro en nombre de todos. Mucha suerte, Blanca, y haznos saber noticias tuyas en cuanto te aposentes.

     Le abre la cremallera del bolso de viaje y mete dentro el envuelto en papel de periódico. Susurra:

-          Es un chorizo. Procura esconderlo o comértelo durante el viaje, que los aduaneros podrían decomisarlo.

     La besa. Roza el brazo de la viuda de Mercadal, con un adiós. Se pierde por la puerta del gran vestíbulo, cimbrando la falda de satén negro.

-          ¡Qué mujer tan buena y tan detallista!, exclama su madre. Y Blanca, sonriendo entre el amargor y la ternura, agrega como para sí:

-          ¡Y qué bien sabe mentir!




[1] Forma coloquial de referirse al tratado de Derecho Civil de D. José Castán Tobeñas (1889-1969), titulado Derecho Civil español, común y foral.
[2]  Unión General de Trabajadores, sindicato que, por historia e ideología, ha estado ligado con el Partido Socialista Obrero Español.
[3]  Pequeño, pero influyente, partido político español de izquierdas, fundado por Manuel Azaña Díaz (1880-1940) en 1934.

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