jueves, 24 de mayo de 2018

CRÍMENES GEMELOS: EL DE CUENCA Y EL DE ARAGUARÍ / CRIMES GÊMEOS: O DE CUENCA E O DE ARAGUARI



Crímenes gemelos: el de Cuenca y el de Araguarí/Crimes gêmeos: O de Cuenca e o de Araguari


Por Federico Bello Landrove


     El Crimen de Cuenca en España y el de Araguarí en Brasil pasan por ser los casos más famosos de error judicial en ambos países. Aparte ese dato común, los hechos son tan parecidos, que me he animado a hacer un ensayo comparativo de ambos, en el que tampoco se olvidarán las principales diferencias entre ellos, ni la casi obligada referencia a las películas que han contribuido a hacerlos famosos.




1.      El caso de Araguarí o de los hermanos Naves[1]


     La ciudad de Araguari[2] se halla situada en el estado brasileño de Minas Gerais, ya en el límite con el de Goiás. Enclavada en una comarca agropecuaria y buen nudo de comunicaciones (incluso por ferrocarril), tenía en el año 1937 la considerable población de 40.000 habitantes. En consecuencia, disponía de una Delegación de Policía y de sede judicial, a nivel de Juez de Derecho. La ciudad de Uberlândia -que la doblaba en población- era el núcleo o capital administrativa y económica más próxima.

     Allá por el año 1937, tres de los habitantes de Araguari eran los hermanos Naves, Sebastião (35 años) y Joaquim (de 30), y Benedito Pereira Caetano (de 32 años). Los dos primeros estaban casados[3] y con descendencia, en tanto Benedito era soltero, lo que le animó a hospedarse onerosamente en casa de Sebastião, dado que se llevaban bien y que los padres de aquel residían en la villa de Nova Ponte, distante de Araguari unos doscientos kilómetros. Benedito y los hermanos Naves se dedicaban al campo, si bien la situación económica de aquel era mucho más desahogada. Entre los tres habían adquirido un camión para el transporte público de mercancías, siendo socios en lo tocante a su explotación. Completaré la presentación de los protagonistas del caso, aludiendo a la madre de los Naves, Ana Rosa, que por aquel entonces tendría unos cincuenta y cinco años de edad[4].

     Por unas u otras razones, le dio a Benedito por especular en arroz, adquiriendo una gran cantidad de dicho cereal, hasta invertir en la operación un montante aproximado de 140 contos de réis[5], buena parte de los cuales los obtuvo a crédito. Mas en aquella temporada empezó a bajar alarmantemente el valor del arroz, de tal forma que Benedito decidió venderlo al precio que buenamente pudiera, obteniendo finalmente unos 90 contos. De todo ello, tuvieron noticia los hermanos Naves, como es de suponer que también otros conocidos y negociantes de la zona. Luego, sin revelar su propósito a nadie, en la madrugada del 30 de noviembre de 1937 Benedito subió al ferrocarril con destino a Anápolis[6], llevando consigo la totalidad del dinero obtenido con la venta del arroz. Nadie que lo conociera lo vio en la estación, ni en el tren.

     La desaparición de Benedito provocó la lógica preocupación en sus amigos, en especial, en los hermanos Naves, dado que aquel era su huésped y socio, y que tenían conocimiento de que guardaba una importante cantidad de dinero. Parece que fue Sebastião Naves quien denunció formalmente el hecho ante el Delegado de Policía, pero nada de cierto se supo sobre Benedito. El desaparecido se perdería durante muchos años en la inmensidad de la geografía brasileña, aunque la mayor parte del tiempo se desplazase por los estados de Minas Gerais y de Goiás. En retrospectiva, pude decirse que hizo de todo: holgó, gastó el dinero, trabajó en diversos oficios, contrajo matrimonio y tuvo hijos. Seguramente para evitar el acoso de sus acreedores araguarinos, pasó a llamarse y documentarse como José Alves Gomes, siendo conocido cuando viajaba fuera de Goiás con el apelativo de José Goiano.

     Pues bien, la gente en general y la familia de Benedito en particular, empezaron a sospechar que el caso no se resolvía por la ineficacia de las Autoridades concernidas, que eran el Delegado de Policía y el Juez de Derecho de la localidad, a la sazón, un juez de paz, al encontrarse vacante la plaza. Movieron sus influencias y los jefes policiales del estado destituyeron al Delegado inicial y lo reemplazaron por un Teniente militar, llamado Francisco Vieira dos Santos, conocido por Chico Vieira, que en la capital mineira, Belo Horizonte, tenía fama de eficaz y violento. Examinadas las actuaciones previas y tras realizar las pertinentes entrevistas, Vieira llegó al convencimiento de que habían sido los hermanos Naves los responsables de la desaparición de Benedito, suponiendo que lo habrían matado para robarlo, que le habrían quitado el dinero y, finalmente, habrían enterrado el cadáver en algún lugar recóndito de las proximidades de Araguari[7].

     A partir de entonces y durante varias semanas, el teniente y los policías a sus órdenes se dedicaron a torturar de manera repetida y muy violenta, no solo a Sebastião y a Joaquim, sino a sus esposas y madre, manteniendo a los dos primeros en situación de detención permanente en los calabozos de la Delegación de Policía, mientras que las mujeres entraban y salían, según el capricho de Vieira[8]. Se trataba, simplemente, de hacerles confesar el homicidio y el robo, así como de recuperar en lo posible el cadáver y el botín. En paralelo, se realizaron algunas pesquisas adicionales, de las que merecen destacarse dos:

-          Un cuñado de los Naves, sospechando de ellos, delató que él guardaba casi un conto de réis, que los hermanos le habían pedido que escondiera, seguramente para evitar sospechas y decomiso. El teniente entendió que la procedencia sería de lo robado a Benedito y que tendría que haber mucho más, oculto en otros lugares, para descubrir los cuales endureció las torturas, favorecido por el hecho de que las realizaba en pleno campo y sin testigos.

-          Un tal José Prontidão se presentó a declarar que había estado trabajando en Uberlândia en una obra con Benedito Caetano, después de su desaparición. El teniente, no solo lo tomó como una tomadura de pelo, sino que, creyendo que pudiera saber algo del crimen, también lo torturó y tuvo preso durante un tiempo.

     La resistencia de los hermanos Naves a la tortura fue homérica, ayudados por la postura de su madre, que les aconsejaba no ceder pues sería peor, siendo inocentes. Mas, a la postre, tanto ellos, como sus mujeres, reconocieron todo cuanto el teniente Vieira deseaba, con precisiones de lugar y tiempo suficientes para formular una acusación, aunque no hubiesen aparecido los restos de Benedito, ni el dinero robado.

***

     En la ciudad de Araguari vivía y ejercía como abogado el doutor João Alamy Filho, de 30 años de edad[9], quien no había querido implicarse desde un principio en el caso, dado que él -según la opinión dominante de Araguari- creía culpables a los hermanos Naves y no tenía constancia de los malos tratos a que estaban siendo sometidos. Con todo, la madre de aquellos, una vez libre, visitó al letrado y le pidió que asumiera la defensa de los hijos presos[10]. Al ver en la señora Ana señales evidentes de tortura, aceptó el caso y se presentó de inmediato en la Delegación de Policía y en el Juzgado de Araguari, sin conseguir resultados tangibles. En vista de ello, se desplazó para entrevistarse con el Juez de Derecho que reglamentariamente sustituía al de Araguari durante la inexistencia de titular. Dicho juez, Merolino Raimundo de Lima Corrêa, al tomar cartas en el asunto -siquiera de forma circunspecta y muy respetuosa del teniente Vieira- no terminó con las torturas, pero imprimió un giro más ágil a la tramitación, que finalmente dio lugar al equivalente a nuestro auto de hechos justiciables -fechado el 21 de marzo de 1938-, en el que acogía lo sustancial de la investigación policial y de las confesiones forzadas, sin perjuicio de reconocer que, dadas las circunstancias del caso, era posible un tremendo error judicial, lo que obligaba a valorar las pruebas con sumo cuidado. También se recogía en la resolución la alegación del defensor, de que las confesiones fueran obtenidas por la violencia, cuando menos, en buena parte de la actuación policial. Lo único decisivo de esta resolución fue dejar fuera del juicio a la madre de los hermanos Naves, a quien la investigación policial había reputado cómplice del delito, cosa que el Juez de Derecho consideró contradictoria, ya que no podía haber complicidad posterior a la comisión del latrocinio.



     El 27 de junio de 1938 se celebró el primer juicio por Jurado de este caso -con seis jurados varones y una mujer-. El punto esencial de la vista fue la retractación de tres de los cuatro confesos (los dos hermanos y una de sus mujeres, Salviana), dando todo lujo de detalles de las formas en que fueron maltratados. Diversos testigos corroboraron los síntomas (heridas, gritos, etc.) que indicaban las torturas, siquiera uno de los fundamentales -el chófer de servicio público que llevaba a descampado a los presos y los policías- no admitió haber sido testigo presencial de maltratos. También resultó llamativa y contraproducente para la tesis acusatoria la actitud intimidatoria del teniente Vieira quien, tras haber concluido su declaración, permaneció un tiempo en la sala paseándose ostensiblemente y haciendo gestos y mascullando palabras amenazadoras hacia el abogado defensor. Finalmente, el Jurado votó la absolución por seis votos contra uno. Ello suponía automáticamente que se dictase una sentencia absolutoria pero, al recurrirla el fiscal, fue obligado por ley que los acusados permaneciesen en prisión preventiva, hasta que se pronunciase el Tribunal de apelación.

     El recurso fue estimado por una razón técnica: el veredicto no contenía las preguntas legalmente precisas en los casos de coautoría, como era el de los hermanos Naves. La causa hubo, pues, de volver a verse ante un nuevo Jurado, si bien con el mismo juez presidente de la vez anterior, el citado Merolino Corrêa. La vista se desarrolló de forma similar a la primera, el día 21 de marzo de 1939, solo que en este momento la corriente de opinión social había cambiado de modo radical, teniendo el teniente Vieira que salir esta vez de la sala entre las amenazas de algunos de los circunstantes. Nuevamente, el veredicto fue de inocencia para ambos acusados, por seis votos a uno en el caso de Sebastião y por cinco a dos en el de Joaquim.

     Si no se hubiese producido una circunstancia desgraciada para los hermanos Naves, aquí y así habría terminado su enjuiciamiento. Pero sucedió que, entre tanto, había sido promulgada una reforma de la legislación brasileña del Jurado, que permitía, por primera vez en su historia, apelar de la decisión de los jurados ante el Tribunal de Justicia del Estado, por error en la valoración de las pruebas[11]. Así lo interesó el Fiscal, ante el Tribunal de Minas Gerais, que le dio la razón y revocó la absolución, imponiendo a cada uno de los hermanos Naves, por el robo con homicidio de que se les acusaba, la pena de veinticinco años y seis meses de prisión celular. Dicha pena fue objeto de revisión al año siguiente, 1940, quedando definitivamente reducida a dieciséis años y seis meses de duración. En todo lo demás, la revisión fue desestimada.

     El cumplimiento efectivo de las penas resultó muy aminorado ya que, por comportamiento penitenciario ejemplar, los dos hermanos obtuvieron la libertad condicional en agosto de 1946, tras ocho años y nueve meses de privación de libertad. Dos años más tarde, víctima de dolencias que sin duda tenían que ver con las torturas, falleció Joaquim Naves. El teniente Chico Vieira lo había precedido, apenas tres meses antes, víctima de un trastorno del aparato circulatorio.

***
     En el año 1952, un primo[12] de Sebastião Naves vio de casualidad por la villa mineira de Nova Ponte a Benedito Caetano, quien se había desplazado hasta allí para visitar a sus padres. Enterado de ello Sebastião, con la colaboración de un periodista[13] y del jefe de Policía de Araguari, se trasladó en un taxi hasta Nova Ponte, pudiendo todos comprobar que, en efecto, Benedito estaba vivo y, al parecer, muy arrepentido de haber causado tanto trastorno, por lo que inmediatamente pidió perdón a Sebastião.

     La indignación del pueblo araguariano fue grande, determinando la apertura de causa criminal contra Benedito, quien se escudó en que desconocía en absoluto que se hubiera juzgado y condenado a nadie por su presunta muerte. Sus padres corroboraron tan dudosa ignorancia, que el hijo explicó por lo lejos que había estado durante aquellos quince años. Como explicación de su marcha subrepticia, alegó que tres individuos le habían robado el dinero de la venta del arroz y él, avergonzado y no pudiendo hacer frente a sus deudas, había escapado de la comarca.

     Nadie sabe cómo habrían terminado las cosas para Benedito, de no haber sido por otro hecho desgraciado que se produjo en el caso. Y fue que, habiendo citado la Justicia a sus familiares (en especial, mujer e hijos) para aclarar su presunta ignorancia y los lugares en que hubiesen vivido, el avión en que viajaban hasta el estado de Minas Gerais sufrió un accidente y murieron todos los ocupantes. Habría sido inicuo, después de tal penitencia, exacerbar el castigo: la causa contra Benedito Caetano fue archivada, en cuanto a su posible responsabilidad por el error judicial; y, en lo tocante a haberse quedado con los 90 contos (que en su gran mayoría eran ajenos), la apropiación indebida había ya prescrito.

     Como es natural, la otra consecuencia procesal de la aparición de Benedito fue la de anular la sentencia condenatoria en todos sus aspectos desfavorables (antecedentes penales, limitaciones de la libertad condicional). A mayor abundamiento, los tribunales fijaron una indemnización por error judicial, a cargo del estado de Minas Gerais, de 24 contos de réis, a repartir entre Sebastião Naves y los herederos de su hermano Joaquim. Eso fue en 1956 pero, por la actitud cicatera de la Administración, los trámites se demoraron hasta el año 1960, cuando el Pleno del Supremo Tribunal Federal, con fecha 4 de agosto, ordenó definitivamente el pago, con abono de los intereses, aunque no del anatocismo. A partir de aquí, las dificultades no fueron jurídicas, sino prácticas. El hecho es que, según la prensa de la época, el abono de la indemnización -ya en la nueva moneda de entonces de Brasil- se hizo en 1973, alcanzando un montante de 62.241,99 cruzeiros[14]. Dicha cantidad -dijeron muy expresivamente los beneficiarios- apenas llegaba para comprarse una casa. Para entonces, Sebastião y Benedito ya habían pasado a mejor vida[15].




2.      El crimen de Cuenca o de Osa de la Vega


     Aunque en España el caso que voy a relatar es generalmente conocido como el crimen de Cuenca, su denominación topográfica correcta sería de Osa de la Vega, pueblo de la provincia conquense en el que, presuntamente, se habría perpetrado en agosto de 1910 el homicidio del pastor, José María Grimaldos López. Cuenca es tan solo la capital de la provincia, razón por la cual los sucesivos juicios del caso -de 1918 y de 1935- se vieron ante su Audiencia, ya como Tribunal de Jurado, ya como estricto Tribunal de Derecho[16].

     Tanto el pastor Grimaldos, como los que luego pasarían por sus matadores, llamados León Sánchez Gascón y Gregorio Valero Contreras[17], estaban al servicio del terrateniente más importante de Osa de la Vega: Grimaldos, cuidando el rebaño de ganado lanar; León, como mayoral de todo el ganado de la finca; Gregorio, como guarda, en especial, del palomar de la explotación. Lo mismo León que Gregorio tenían fama de anarquistas y conflictivos, mientras que Grimaldos pasaba por ser un débil mental medio, a quien los otros dos -y varios individuos de la zona- embromaban de manera pesada y se las hacían pasar bastante mal. Insisto en que era un simple rumor, que el propio Grimaldos rebatiría -como veremos- a su regreso a Osa, en el año 1926.

     Es ello que, hacía el 20 de agosto de 1910, Grimaldos -soltero, sin hijos y, a lo que parece, bastante harto de su vida presente- tuvo el barrunto[18] de marcharse de Osa en busca de nuevos horizontes, sin avisar de ello a nadie o, en todo caso, presentándolo como una escapada muy breve, para tomar las aguas y lodos del cercano balneario de La Celadilla[19]. Grimaldos manifestó a dónde iba -o a dónde decía que iba a ir- a León Sánchez, como mayoral que era del ganado que tenía a su cuidado como pastor. Se da por seguro que llevaba una cantidad indeterminada de dinero, pero de cierta importancia[20], procedente de la venta de unos corderos u ovejas. Es algo perfectamente posible, tanto si también cuidaba de ganado propio, como si parte de su soldada se le pagaba en un determinado número de crías de las ovejas del rebaño. No parece que Grimaldos se despidiera de los familiares con los que convivía cuando estaba en Tresjuncos (padres, hermanos), ni me consta que se hiciera una indagación seria en el balneario de La Celadilla, para comprobar si había pasado por allí. Añadiré en este párrafo que León Sánchez y Gregorio Valero vivían en Osa de la Vega, en unión de sus mujeres e hijos. Y, en cuanto a las edades que entonces tenían, se asignan 28 años a Grimaldos -alias El Cepa- y alrededor de 30 a Gregorio y León[21].

     Habiendo pasado unas tres semanas de ausencia sin noticias suyas, un hermano de Grimaldos, Urbano, presentó la oportuna denuncia en el Juzgado Municipal de Osa de la Vega, en la que ya señalaba como sospechosos de posible criminalidad a León y Gregorio. La suspicacia tenía el motivo patente de las bromas y abusos que se decía realizaban hacia el pastor, pero la causa latente era la animadversión que ambos despertaban en el denunciante, debido a su carácter, ideas políticas y piquillas localistas entre los pueblos rivales de Osa y Tresjuncos. El juez municipal osense tomó declaración al denunciante, a los denunciados y a otras personas[22], tras de lo cual remitió estas primeras diligencias al Juzgado de Instrucción de Belmonte, que abrió el oportuno sumario, número 94 de 1910. En él, se reiteraron las declaraciones, se inspeccionó sin fruto los lugares donde se decía había sido visto últimamente Grimaldos y, en definitiva, se practicaron las diligencias pertinentes para indagar acerca del paradero del desaparecido. Dicho sumario, remitido que fue a la Audiencia Provincial de Cuenca, fue archivado por esta el día 11 de septiembre de 1911, sin haber conseguido ninguna aclaración ni, en consecuencia, establecer la responsabilidad de persona alguna en los hechos denunciados.

     El archivo provisional de la causa no fue bien recibido por la familia de Grimaldos ni, en general, por los tresjunqueños, que acuñaron otra de las expresiones lapidarias del caso: En el Partido Judicial de Belmonte, los asesinos andan sueltos. Parece cosa cierta que la especie llegó a impresionar al Diputado conservador del distrito[23], quizá por el tinte anarquista de los sospechosos. El hecho es que, tan pronto tomó posesión del Juzgado belmonteño un nuevo juez, don Emilio de Isasa Echenique[24], reabrió el sumario con muy poco fundamento adicional -el 2 de abril de 1913- y, apenas quince días más tarde -el 17 de abril de 1913- ya dictó auto de procesamiento por el homicidio de Grimaldos contra León Sánchez y Gregorio Valero, respecto de quienes acordó la situación personal de prisión preventiva sin liberación por fianza. En las declaraciones indagatorias, ambos procesados negaron en absoluto los hechos y el delito que se les imputaba. Así continuó la situación, hasta el 27 de abril cuando, a causa de las torturas[25] a las que eran sometidos por miembros de la Guardia Civil actuante[26], empezó una serie de declaraciones, pocas veces uniformes, pero cada vez más auto inculpatorias[27]. Baste con indicar que, a la postre, los acusados admitieron que, usando un garrote y un cuchillo, habían dado muerte a Grimaldos en un palomar de la finca en que laboraban, con el objeto de robarle el dinero que sabían llevaba, obteniendo de tal forma unas 75 pesetas, y que posteriormente habían descuartizado el cadáver, echando la carne a los cerdos, y pulverizando y quemando los huesos. De esa forma, quedó explicada la desaparición de los restos cadavéricos, una vez que los médicos forenses descartaron que algunos existentes en el cementerio fueran los de Grimaldos. Y, en cuanto a las torturas, los forenses[28] dijeron no encontrar huellas de las mismas en los procesados, por más que León Sánchez, más decidido que su compañero, afirmó ante el Juez de Instrucción haber recibido vergajazos y culatazos, hasta atontarlo en sus declaraciones.

     El 11 de noviembre de 1913, dando por cierto el homicidio de Grimaldos, se procedió a inscribir su óbito en el Registro Civil de Osa de la Vega, fijando como data de la muerte el 21 de agosto de 1910, en hora entre las ocho y media y las nueve de la noche[29]. Fue una de las últimas diligencias importantes practicadas en un sumario, que sufrió varias conclusiones y reaperturas durante casi dos años, para ampliar la instrucción, en ocasiones, a instancia del Ministerio Fiscal -al parecer, no muy convencido de la suficiencia de las indagaciones, como para poder estar seguro de un delito tan grave-.



***

     Abierto procedimiento ante el Tribunal del Jurado[30] en la Audiencia de Cuenca, el fiscal[31] formuló conclusiones provisionales respecto de ambos acusados, siguiendo de cerca los hechos confesados que antes he dicho, con ciertas salvedades, como que los huesos machacados, junto con grandes piedras, los habían arrojado en una espuerta a un río innominado. Los hechos eran valorados como robo con homicidio (artículo 516 del Código penal de 1870, vigente a la sazón). Comoquiera que se apreciaban las agravantes de alevosía y empleo de astucia para ambos acusados[32], y que no se aplicaba atenuante alguna, resultó obligada la petición de pena de muerte para los dos reos[33], a más de una indemnización de 5.000 pesetas para los familiares más allegados del difunto Grimaldos.

     Las defensas de los acusados negaron la muerte de Grimaldos y, por supuesto, el crimen de sus patrocinados, interesando en consecuencia su absolución. La tesis defensiva era que el pastor, desde los baños de La Celadilla, había partido con rumbo desconocido, siendo posible -según uno de los defensores- que pudiera hallarse en el Brasil, a donde repetidas veces había mostrado predilección de irse. Me permito la humorada de señalar esta alusión a la atractiva tierra brasileña, como una trivial y poco conocida relación del crimen de Cuenca con el de Araguarí.

     Sobre esta base fáctica hubo de celebrarse el juicio oral, el día 25 de mayo de 1918, cuyas sesiones duraron siete horas. Pese a lo dilatado de la labor probatoria, me atrevo a decir que la suerte estaba echada, no por lo que resultara del plenario, sino por la labor soterrada de convicción de los defensores hacia el fiscal. Bastante de eso trascendió posteriormente[34], pero, además, la lógica y la experiencia me llevan a convenir en que fue la conciencia del acusador público[35] y, si acaso, su ojo clínico lo decisivo para que aquel caso de flagrante error judicial no tuviese resultados mortales. Paso a explicar mi punto de vista, con el detalle que creo merece.

     La petición de pena de muerte por el fiscal respondía perfectamente, no solo a la ley, sino al clima justiciero de la presunta mayoría social[36], aunque presentaba el riesgo de convertir el juicio en una palestra para la discusión de las probables torturas, de modo que -como tantas veces sucede en los juicios- se invirtieran las tornas y los acusados pasaran a convertirse en acusadores; todo ello, con el temor añadido de suscitarlo ante un tribunal de legos en Derecho, cual es el Jurado. En consecuencia, los defensores[37] -es de suponer que de acuerdo con sus defendidos-, en un momento indeterminado -probablemente, a punto de iniciarse el juicio, para así evitar durante él las alusiones a las torturas- pactaron con el fiscal la aceptación de una pena de cárcel no demasiado larga, a cambio de no traer a colación los maltratos sufridos. El fiscal debió sentir el descargo de su conciencia, al no pedir pena de muerte en un caso tan enrevesado, y se dispuso a dar un cambio sorprendente y radical en sus conclusiones definitivas, para modificar la imputación de robo con homicidio por la de homicidio a secas. No obstante, el juicio se celebró con la tensión y amplitud que el caso merecía, sin dar pábulo a sospechas de un acuerdo entre las partes[38], declarando un número muy considerable de los treinta y cinco testigos propuestos, y acabando el juicio ya de noche, tras sesiones matinal y de tarde. Y así, tras las siete horas que duró el plenario, el fiscal formuló conclusiones definitivas excluyendo el móvil de robo y la agravante de alevosía, con lo que los hechos quedaron reducidos a un homicidio simple[39]. Apreció en ambos acusados las agravantes de abuso de superioridad y nocturnidad o despoblado y, además, la de reincidencia en León Sánchez -por condena anterior por delito de lesiones-, sin concurrencia de atenuantes, lo que permitía solicitar, si el Jurado apoyaba su tesis, una pena de reclusión entre diecisiete años, cuatro meses y un día, y veinte años.

     Las defensas modificaron sus hechos, inventando un relato poco original: En la tarde del 21 de agosto de 1910, León y Gregorio habían estado celebrando con Grimaldos la despedida de este, en un palomar, a solas. Merendaron un conejo y bebieron de forma copiosa, hasta embriagarse. Seguidamente, se pusieron a jugar a las cartas y de ahí surgió una discusión entre el pastor y los dos acusados, en la que se acometieron mutuamente y estos mataron a aquel. En consecuencia, aceptaban la calificación de homicidio propuesta por el fiscal, aunque con diversas atenuantes[40], en especial, la de embriaguez, ninguna de las cuales sería aceptada por el Jurado en su veredicto.

     La deliberación del Jurado duró tan solo media hora, cosa lógica ante la conformidad casi plena de acusación y defensas, acogiendo las tesis de muerte, coautoría y empleo de un garrote y un cuchillo, pero rechazando la embriaguez y demás atenuantes propuestas por las defensas. Con base en el veredicto aprobado, el fiscal interesó una pena de 20 años de reclusión temporal y una indemnización de 4.000 pesetas para la familia de Grimaldos, en tanto que las defensas solicitaron la de 17 años, 4 meses y un día de la misma pena. La Audiencia Provincial dictó sentencia, condenando a los dos acusados a la pena de dieciocho años de reclusión temporal, de los que habrían de descontarse los más de cinco pasados en prisión preventiva. Ninguna de las partes recurrió tal sentencia que, por tanto, alcanzó firmeza[41]. En su virtud, León Sánchez y Gregorio Valero pasaron a cumplir sus penas privativas de libertad en Cartagena y Valencia, respectivamente. En tal situación hubieron de permanecer hasta enero de 1925, habiéndose beneficiado entre tanto de los indultos generales de 12 de septiembre de 1919 y 4 de julio de 1924. En consecuencia, la pena efectivamente cumplida ascendió, solo, a once años y nueve meses, en números redondos[42].

     Concluyo este apartado referente al juicio oral, haciéndome la siguiente pregunta: ¿Qué habría pasado, si los familiares de Grimaldos se hubiesen personado como acusación particular? La respuesta, aunque hipotética, me parece obvia: En modo alguno habrían consentido en apartarse de la tesis de robo con homicidio y pena de muerte. En consecuencia, las defensas no podrían haberse conformado, el fiscal no creo que se hubiese atrevido a rebajar sus pretensiones de las provisionales y -en mi opinión- el Jurado habría provocado la condena a la pena capital. Claro que también habría sido posible -pero muy poco probable, a mi parecer- que, impresionados por la imagen de la tortura, y ante la ausencia de otras pruebas directas y concluyentes, hubieran votado en contra del hecho de la muerte de Grimaldos. En suma, por una cuestión tan colateral como que la familia de Grimaldos hubiese tenido la decisión y el dinero para ejercitar la acusación, el juicio del crimen de Cuenca podría haber terminado de muy otra manera, seguramente luctuosa.

***

     Mientras León Sánchez y Gregorio Valero se pudrían en prisión, José María Grimaldos llevaba una vida muy similar a la de Osa de la Vega -pastor, vendimiador, mulillero-, solo que en localidades de la provincia de Valencia, limítrofes con la conquense: Camporrobles, Cuevas de Utiel, Fuenterrobles y Villagordo del Cabriel[43]. A continuación, se colocó en trabajos del pueblo conquense de Mira de la Sierra, relativamente alejado de Osa y Tresjuncos[44]. De vez en cuando, surgían rumores entre sus antiguos convecinos de que estaba vivo o, incluso, de que se le había visto por los alrededores, pero nada de cierto puede sostenerse, como no sea el envío de una carta a su hermana María desde Mira, para informarle de que se encontraba vivo y había formado su propia familia[45]. En efecto, había pasado a convivir establemente con una mujer, con la que tenía dos hijas. En ningún momento explicaría con certeza el porqué de su casi ocultación. Se limitó a asegurar que nunca había simulado otra personalidad, ni usado documentación con nombre falso. También insistirá, en su momento, en que jamás tuvo noción del proceso criminal por su presunta muerte ni, menos aún, de las condenas de León y Gregorio. Precisamente, dijo, guardaba un buen recuerdo del primero, que le había ayudado en diversas ocasiones; con el segundo manifestó que apenas había tenido trato.

     ¿Qué sucedió para que, finalmente, a principios de 1926, se confirmara sin dudas la supervivencia de Grimaldos y, por tanto, la inexistencia de su homicidio? En el origen, estuvo el deseo del pastor -inducido por el párroco mireño- de regularizar su situación familiar, contrayendo matrimonio. El párroco le facilitó las cosas, pidiendo por correo a su colega de Tresjuncos la partida de bautismo, necesaria para celebrar unión canónica. Aunque el párroco tresjunqueño lo tomó a broma o confusión[46], no dejó de comentarlo con familiares de Grimaldos, si bien, finalmente, rompió la carta y no proveyó a lo que se le solicitaba. Sin embargo, fue suficiente para avivar los rumores anteriores, siendo el propio Juez de Instrucción de Belmonte quien dio orden a la Guardia Civil de informarse en Mira y, de ser ciertas las sospechas, traer conducido inmediatamente a Grimaldos hasta Tresjuncos, para proceder a su reconocimiento visual por parte de familiares y conocidos. No es cierto, por tanto, lo que algunos sostienen, en el sentido de que fue el propio Grimaldos, motu proprio, quien se presentó en su antiguo pueblo, para recabar directamente la partida bautismal[47].

     A partir de aquí, necesariamente he de abreviar, pues son sobradamente conocidos y obvios los sentimientos de perdón y de júbilo entre todos los afectados, así como la estimación por el Tribunal Supremo -sentencia de 10 de julio de 1926- del recurso de revisión interpuesto por el Fiscal del mismo[48], para conseguir la nulidad de la sentencia condenatoria por el homicidio de Grimaldos y de la inscripción de su defunción en el Registro Civil. La resolución del Tribunal Supremo dejaba abiertos los temas sangrantes de la exigencia de responsabilidades penales y disciplinarias a los responsables de las torturas, así como de la fijación de la pertinente indemnización a las víctimas del craso y terrible error judicial.

     Por ello, bien merece dedicar un último apartado del capítulo a dos de las secuelas del crimen de Cuenca: la implementación de la indemnización a los injustamente condenados y el fallido intento de condenar a quienes, al parecer, mayor responsabilidad habían tenido en los decisivos maltratos a León Sánchez y a Gregorio Valero.

***

     El tema de la indemnización de los condenados por error judicial se llevó con desesperante lentitud[49]. Bien es verdad que, tras la reaparición de Grimaldos, ambos reos habían rehecho sus vidas. También lo es que, deseosos de cambiar de residencia, habían aceptado la oferta del Ayuntamiento de Madrid[50] de colocarlos como guardas municipales, preferentemente en tareas de parques y jardines, dada su procedencia rústica. Pero lo cierto es que, hasta el mes de diciembre de 1935, no se fijó por ley la forma y montante indemnizatorios: pensión vitalicia de 3.000 pesetas anuales para cada uno[51], abonables con retroactividad del 1 de enero de 1931 -es decir, de cinco años-. 

     En cuanto a la cuestión del juicio penal contra los presuntos responsables de las torturas a León y Gregorio, la cosa también fue con despacio; tanto que la vista de la causa no se celebró hasta el mes de mayo de 1935. Este segundo juicio del crimen de Cuenca es bastante desconocido[52], por lo que me voy a permitir una referencia algo detallada.

     Para empezar, el descubrimiento del error y la reacción del Gobierno y del Poder Judicial ya empezaron su función mucho antes de llegar al juicio, aunque el alcance de las consecuencias no está exento de confusión. El 21 de julio de 1926 -a los pocos días de la sentencia de revisión del Tribunal Supremo-, fallecía en Sevilla, donde ejercía como magistrado de su Audiencia Territorial, el juez Isasa, a los 49 años de edad[53]. La causa oficial de su muerte fue una angina de pecho, pero se sospechó suicidio, habida cuenta de la depresión moral que se dijo sufría desde que había sabido de la aparición de Grimaldos vivo[54]. Por su parte, el forense Jáuregui solicitó la excedencia en su Carrera, pasando a ejercer como médico en Madrid; todo ello, pese a haber sido condecorado por el Gobierno por su buen hacer en el caso que nos ocupa[55]. Y los guardias civiles más implicados se dice que sufrieron expulsión del Cuerpo[56]. Todo ello no les libró de ser acusados a los médicos Jáuregui y Labarga[57], a los guardias civiles Regidor, Taboada y Díaz[58], y al secretario judicial, señor Rodríguez de Vera[59], aunque no todos por todos los acusadores, como diré a continuación.

     En efecto, unos siete años después[60] de reaparecer Grimaldos y de ordenar el Tribunal Supremo que se procediese penal y disciplinariamente contra los responsables del error judicial, formularon sus acusaciones el fiscal y los acusadores particulares -en nombre de los perjudicados, León Sánchez y Gregorio Valero-. La del fiscal, pese al procesamiento y a su postura inculpatoria a todo lo largo del sumario, fue solicitar el sobreseimiento respecto de los guardias civiles procesados -dado que, en 1928, el Tribunal Supremo había entendido competente a la Jurisdicción militar-, limitando la acusación a los médicos Jáuregui y Labarga y al secretario judicial, Rodríguez de Vera, entendiendo que eran autores de delitos de falsedad en documento oficial en el ejercicio de sus funciones, solicitando penas entre 8 y 10 años de presidio mayor, multas entre 2.500 y 5.000 pesetas, e indemnización de 25.000[61]. Dicha postura abstencionista para con los guardias civiles fue mantenida en las conclusiones definitivas.

     Mostrando una casi total falta de sintonía con el Ministerio Fiscal, las acusaciones particulares no acusaron a los médicos[62], pero sí a los tres guardias civiles procesados, a quienes consideraron autores de delitos de amenazas y coacciones[63], moviéndose en penas de cuatro a seis meses de arresto mayor y multas entre 500 y 1.250 pesetas. Solo comulgaban con la tesis del fiscal en lo relativo a la falsedad documental del secretario judicial, por la que solicitaban una pena de diez años y un día de presidio y 5.000 pesetas de multa. Las indemnizaciones eran elevadas hasta cifras de 50.000 (Gregorio Valero) y 100.000 pesetas (León Sánchez), interesando la responsabilidad civil subsidiaria del Estado.

     Las defensas -tres abogados en total- negaron los hechos imputados a sus patrocinados respectivos, pidiendo para ellos la absolución.

     El primer señalamiento de juicio oral ante la Audiencia Provincial de Cuenca se fijó para el 31 de enero de 1934. De su relevancia -a todas luces, exagerada- da fe que se citó a unos cuatrocientos testigos. Imagínese la indignación de muchos cuando hubo de suspenderse la vista, ante la incomparecencia poco o nada justificable del acusado Jáuregui -el ex médico forense-, así como de los testigos funcionarios judiciales que habían intervenido en la causa[64]. Al menos, se aprovechó la suspensión para solicitar -tal vez, demasiado tarde, procesalmente hablando- la presencia e intervención de la Abogacía del Estado.

     Por fin, el 17 de mayo de 1935, el intento de celebración del plenario resultó fructífero. La expectación fue muy grande[65] y las conclusiones definitivas de todas las partes no trajeron cambios respecto de las provisionales.

     En la tarde del 20 de mayo de 1935, se conoció la sentencia. La Audiencia conquense absolvió a todos los acusados de todos los delitos que se les imputaban, con los efectos legales correspondientes. La censura de prensa existente en la época impidió a los medios escritos recoger la motivación de un fallo[66] que pugnaba directamente, nada menos, con el revisorio del Tribunal Supremo de 1926, dado que la absolución estaba efectivamente basada en la falta de pruebas de la tortura y demás infracciones objeto del juicio, acompañada de alusiones a la falta de intencionalidad (dolo) y al hecho de que la violencia hacia León y Gregorio no había tenido el objetivo ni el efecto de producir intimidación. También resulta llamativo que -por lo que yo sé- la sentencia no fuese recurrida por ninguna de las acusaciones.

     De todas formas, si no estoy equivocado, la absolución podría haberse acordado por una razón puramente técnica que, sin embargo, no se alegó formalmente: la prescripción de todos los delitos. Conforme al Código penal de 1932[67], la prescripción empezaba a contar, en todo caso, el día en que el delito se hubiera cometido. Dando por evidente que todos los delitos se habían perpetrado durante el año 1913- y que para el delito más grave imputado -la falsedad documental- se interesaban penas de presidio, el plazo de prescripción era de diez años. Habida cuenta de que la causa penal contra personas determinadas no se abrió hasta avanzado el año 1926, tengo por cierto que el plazo decenal ya estaba cumplido de sobra. Y, tanto más, en el caso de los guardias civiles pues, al pedírseles una pena máxima de seis meses de arresto mayor, el plazo de prescripción era tan solo de cinco años. En consecuencia, entiendo que la absolución podría haberse llevado por vía legal y técnica, sin necesidad de hacer política ni de cerrar los ojos a conductas reprobables, debidamente acreditadas.

     No quiero concluir este extenso capítulo sin referirme al impreciso, pero evidente, destino del sargento retirado de la Guardia Civil, Juan Taboada Mora. Este principal ejecutor de las torturas del caso acabo siendo fusilado durante nuestra Guerra Civil, siendo opinión general que contribuyó a tan trágico final su conocida implicación en el crimen de Cuenca[68].

    

3.      Diferencias entre ambos casos


     Partiendo de la base de que no hay dos casos procesales idénticos, es evidente que los de Cuenca y Araguari son tan parecidos, que no merece la pena enumerar sus similitudes, pero sí -en mi opinión- destacar las diferencias. Dos son, a mi parecer, las más significativas y, en cierto modo, de una deriva la otra.

·         Sea la primera que, mientras en el juicio del caso de Cuenca, los dos acusados mantuvieron su confesión del crimen, en el de Araguari los hermanos Naves se retractaron y denunciaron las torturas que los habían llevado a reconocerse culpables. El motivo por el que los acusados León Sánchez y Gregorio Valero siguieron diciéndose criminales ante el Jurado no fue otra que el acuerdo al que habían llegado previamente sus abogados defensores con el fiscal. En el capítulo 2 ya he tenido ocasión de valorar y comentar dicha tácita conformidad, por lo que no incurriré ahora en repetición.


·         De la diversa postura de los respectivos acusados en los juicios se deduce la lógica de los pronunciamientos de ambos Jurados en sus veredictos. Los Jurados brasileños, ante la retractación y la alegación sólida de torturas, se manifestaron en favor de la absolución, dado que no había ninguna otra prueba concluyente del latrocinio, es decir, del robo con homicidio. El Jurado conquense, ante la sumisión de acusados y defensores a la tesis acusatoria dulcificada del Fiscal, no podía hacer otra cosa sensata que inclinarse por la condena, dado que la tortura no se había planteado ante ellos como causa de las confesiones de los reos.

     A estas dos diferencias fácticas, se añade una jurídica, responsable de que, al final, Cuenca y Araguari concluyeran en injustas condenas a largas penas de cárcel. Me refiero a los recursos del fiscal brasileño contra las sentencias absolutorias, que a la postre lograron la condena por un Tribunal de Derecho, dentro de las amplias facultades de revisión que le había dado la reforma de la Ley del Jurado, llevada a cabo en enero de 1938. En cambio, estando de acuerdo todas las partes, en el caso de Cuenca no se interpusieron recursos y la sentencia que brotó del Tribunal del Jurado se mantuvo firme, hasta el recurso de revisión formulado en 1926, ante la aparición de José María Grimaldos vivo.

     Aunque tuvo nula eficacia práctica penal[69], al desembocar en la absolución de todos los acusados, conviene señalar otra diferencia jurídica: El error judicial de Araguari no supuso la apertura de causa criminal contra los torturadores, sino contra la falsa víctima, aunque ya he dicho que el proceso se sobreseyó. Esta postura pasiva ante la tortura es muy probable que estuviera basada en el previo fallecimiento del teniente Vieira, verdadero inductor y cabecilla de todos los torturadores. En cambio, el crimen de Cuenca vino a desembocar en un mero conato (investigación) de exigir responsabilidades a la reaparecida víctima, pero sí supuso el desarrollo de toda una causa criminal contra los responsables de las coacciones torturantes o de su encubrimiento, que permanecían con vida a la sazón: tres miembros de la Guardia Civil, dos médicos forenses y un secretario judicial. Bien es verdad que la sentencia resultó absolutoria para todos ellos, por las razones que he apuntado en el capítulo 2. En suma, la disparidad entre ambos casos, que en este párrafo he indicado, acabó por no tener consecuencias punitivas en nadie.

     Para ir concluyendo el tema de las diferencias, que no deseo resulte en exceso prolijo (ya dije al principio que no hay dos casos criminales iguales), quiero apuntar una circunstancia discutible, que atañe al diferente papel jugado por los jueces, a la hora de tener una responsabilidad por las torturas. En mi personal opinión, el señor Isasa -segundo juez de instrucción del caso de Cuenca- provocó la acción violenta de los guardias para con los presos, la cual es probable no se hubiera producido -cuando menos, a tal nivel-, si no les hubiera exigido resultados y tolerado y encubierto los excesos. En cambio, el teniente Vieira ya vino de Belo Horizonte con la convicción -si acaso, estimulada por sus jefes policiacos- de que tendría que usar de su habitual metodología para obtener la confesión de los ternes araguarinos. En este caso, tal vez por la menor intervención del Juez de Derecho en la instrucción brasileña de la época, los jueces (tanto el sustituto, como don Merolino Corrêa) pecaron por omisión, por hacer la vista gorda, sin que en modo alguno pueda decirse que estimulasen al Teniente con su presión.

     La presión en uno y otro caso fue, sin duda, de carácter social: la de unas colectividades, reducidas y justicieras, que transmitieron a las autoridades y a sus agentes los prejuicios y las ansias de condena; sin duda, el peor caldo de cultivo posible para una convicción, tan racional como peligrosa, sentida en Brasil, en España y en muchas otras partes: la de que la confesión es la reina de las pruebas y que, en lográndola, resultan superfluas todas las demás. En ambos casos, la tortura se encargó de poner de manifiesto trágicamente la debilidad de ese razonamiento procesal[70].

     Con frecuencia, al tratar de explicar los crasos errores judiciales de Cuenca y de Araguari, se alude a una situación política poco propicia al control judicial efectivo de los investigadores policiales. Se dice que, en España, eso era un mal endémico, como consecuencia -entre otras cosas- de la escasa energía y el poco apoyo oficial con el que contaban los jueces de instrucción, a la hora de controlar, dirigir y sancionar a los policías y guardias civiles, teóricamente a sus órdenes. Para Brasil, se recuerda que, desde la Revolución de 1930, se había ido trazando el camino a la dictadura de Getúlio Vargas, siendo el caso de los Hermanos Naves casi simultáneo de la implantación, en 1937, del semi fascista Estado Novo. Yo me limito a apuntar aquí esas opiniones, que no entraré a analizar, dados los lógicos límites de un ensayo.

     Más relevancia, para evitar errores similares a los de Cuenca y Araguari, podría tener la exigencia, para condenar por homicidio, de que aparezca el cadáver o, cuando menos, una porción de restos cadavéricos suficiente para determinar su identidad. Esta fórmula rígida, de tener el cuerpo del delito para poder acusar por homicidio, es admitida en otros ordenamientos penales; no así en el español ni en el brasileño de la época. He de reconocer que imponer tan drástico remedio del error judicial puede ser contraproducente en otros casos, cuando el criminal, a mayores de eliminar a su víctima, hace desaparecer su cuerpo. Esta cuestión, como la de los delitos cualificados por la sospecha de muerte[71], nos puede llevar muy lejos: demasiado para mi objetivo ensayístico presente.



4.      Apéndice cinematográfico


     Los dos crímenes -Cuenca y Araguari- estaban ya algo olvidados por el común de los ciudadanos, cuando sendas películas vinieron a ponerlos de actualidad. Y aquí sí que el destino inmediato de ambas cintas fue muy diverso, como tendré ocasión de exponer.

     La película brasileña -El caso de los Hermanos Naves, sería su título en español- fue rodada bajo la dirección de Luís Sérgio Person y estrenada en 1967[72]. Pese a la crudeza de sus escenas de maltrato y tortura[73], así como al hecho de que el jefe de los torturadores fuera un oficial del Ejército y el Gobierno brasileño de entonces una dictadura militar, la película obtuvo una difusión normal y hasta tuvo el honor de representar a su país en la carrera a los premios Oscar de 1968, si bien no fue siquiera nominada. Posteriormente, ha sido incluida en la lista de las cien mejores películas brasileñas de todos los tiempos[74].

     La película española, El crimen de Cuenca -dirigida por Pilar Miró y lista para ser estrenada en 1979- tuvo unos inicios muy conflictivos, como consecuencia de la causa criminal que, por delito contra el honor de la Guardia Civil, se le siguió a su directora, entre dicho año y 1981, ante la Jurisdicción militar, primero, y ante la ordinaria, después[75]. Hasta que se sobreseyó el proceso, estuvo secuestrada la película, aunque una de sus copias fue exhibida oficialmente en el Festival de Berlín de 1980. Finalmente, tras año y medio en los armarios, la película pudo estrenarse en España e iniciar su respetable andadura artística y comercial[76], para la que el indeseado escándalo tuvo agridulces efectos.

     Recordaré, por último, que la actitud administrativa, militar y judicial contra El crimen de Cuenca solo es comprensible en aquellos momentos de tránsito de la España dictatorial franquista hacia la democracia[77]. Cuando, por fin, se estrenó la película en las salas españolas[78], no hacía ni seis meses que se había producido el fallido golpe de Estado de 23 de febrero de 1981, con numerosa participación de militares y guardias civiles, asaltando el palacio de Las Cortes y secuestrando al Gobierno y a los diputados.





[1] Resumen bueno y fiable: Rogério Schietti Machado da Cruz, O Caso dos Irmãos Naves, narrado por…, Ministério Público do Distrito Federal e Territórios, Brasilia, www.geocities.ws.
[2] A partir de este momento, paso a la ortografía brasileña, dejando claro que la palabra es aguda.
[3] Sus mujeres se llamaban Salviana y Antônia Rita.
[4] El tema no es relevante, pero lo cierto es que las fuentes no son uniformes en el tema de los años del nacimiento y muerte de doña Ana Rosa. Algunas elevan la edad hasta diez años más pero, supuesto que Ana Rosa Naves falleció en 1966, no es nada probable que treinta años atrás tuviera ya 65 años.
[5] Es decir, ciento cuarenta millones de reales. En aquella época los 1.000 réis valían aproximadamente diez centavos de dólar americano; luego la cantidad invertida venía a ser de unos 1.400 dólares. El valor actual (2018) en dólares sería de unos 20.000.
[6]  Ciudad del estado de Goiás, distante de Araguari unos 350 kilómetros. Su población en aquella época era de unos 35.000 habitantes.
[7]  Para los aspectos penales y judiciales del caso de los Hermanos Naves, véanse: João Vítor Leal Rabbi, O caso dos Irmãos Naves, Iusbrasil, con bibliografía; Luís Mário Salvador Caetano, O caso dos Irmãos Naves sob a ótica do atual Direito penal, Boletim Jurídico, ano XVII, núm. 1520, 18/12/2010.
[8]  Detalladamente en: Camila Garcia da Silva, O caso dos Irmãos Naves: Todo o que disse foi de medo e pancada…, Revista Liberdades, nº 4, maio-agosto 2010, Instituto Brasileiro de Ciências Criminais, São Paulo, páginas 78-85.
[9] Nació en 1908 y falleció en 1993.
[10] Alamy es autor del relato clásico sobre el caso, aunque algo literaturizado: João Alamy Filho, O caso dos Irmãos Naves: O erro judiciário de Araguari, Círculo do Livro, São Paulo, 1960.
[11] Se trata del Decreto-Ley nº 167, de 5 de enero de 1938, artículos 91 y siguientes (Diário Oficial da União, 08/01/1938).
[12] Al parecer, se trataba del mismo José Prontidão, que testificó en la investigación policial que había estado trabajando con Benedito Caetano después de su desaparición de Araguari, ut supra dixi.
[13] Su nombre era Felício de Lucca Neto.
[14] Diario carioca O Globo, 5 de octubre de 1973, página 8. El estado de Minas Gerais, aceptando el mandato del Supremo Tribunal Federal, acordó pagar la indemnización en 1962, aunque la demora fue la que dejo dicha: véase Tribunal de Justiza do Estado de Minas Gerais, O caso dos Irmãos Naves, disponível para consulta, 27/04/2017. O Estado protelou, al parecer, porque pouco se sabe sobre o destino das vítimas e dos seus descendentes. Por tanto, no es exacto que la indemnización se abonara efectivamente en 1962, como algunos afirman.
[15] Benedito falleció en 1967; Sebastião, en 1964.
[16] Para mejor ilustración, fijaré las distancias y población (en 1910) de las principales localidades del caso. Osa de la Vega y Tresjuncos tenían cada una unos 1.300 habitantes y estaban separadas por poco más de 5 kilómetros. El pueblo de Mira (de la Sierra) tenía entonces 2.100 habitantes, distando 170 kilómetros de Osa de la Vega por carretera. Finalmente, Cuenca capital tenía en 1910 unos 11.700 habitantes y distaba de Osa de la Vega, por carretera, 70 kilómetros. La instrucción del sumario del caso correspondió al Juzgado de Belmonte (Cuenca), a cuyo Partido pertenecían Tresjuncos y Osa de la Vega.
[17]  En algunos de los documentos judiciales se suprime la ese del apellido, que queda en Contrera. Su alias era Varela.
[18] Es una de las palabras más conocidas del caso. Seguramente Grimaldos la empleó de manera inadecuada con arreglo al Diccionario de la Real Academia, pero todos entendieron que quería decir el pronto, la ventolera, o algo por el estilo.
[19]  Se halla en el término municipal de El Pedernoso, a unos cuatro kilómetros de Osa de la Vega. Probablemente, las instalaciones de aquella época hicieran pretencioso llamarlo balneario. Confirma la precariedad de las instalaciones en aquella época, (Lola) Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca. El drama que se convirtió en leyenda, edit. Argos Vergara, Barcelona, 1979; cito por la décima edición (febrero de 1981), pp. 27, 28 y 30.
[20] Las cifras manejadas van, desde unas 125 pesetas, hasta quinientos duros (un duro equivalía a cinco pesetas). Lo más probable es que la cantidad no rebasara las trescientas pesetas -según el fiscal, lo que los procesados le robaron a Grimaldos fue solo 75 pesetas-. Como orientación del valor del dinero en 1910, puede decirse que el sueldo de un albañil castellano era de tres pesetas diarias, que podían bajar a dos, tratándose de braceros del campo. Véase Javier Moreno Lázaro, El nivel de vida en la España atrasada entre 1800 y 1936. El caso de Palencia, Investigaciones en Historia Económica, 2006, invierno, nº 4, pp. 9-50, en especial, pp. 20-22. No creo que Cuenca estuviera menos “atrasada” que Palencia.
[21] En entrevista al periodista, Sr. Solís, de El Heraldo de Madrid, 6 de marzo de 1926, Gregorio Valero dijo que tenía entonces 46 años, era casado y había tenido cinco hijos. No obstante, en el encabezamiento de la sentencia de 25 de mayo de 1918, se asignan a León y Gregorio 33 años de edad, pero es de suponer que esa fuese la edad al momento del procesamiento, no del juicio.
[22] Entre ellas, al patrono de Grimaldos, León y Gregorio, el terrateniente y Alcalde de Osa, Francisco Antonio Ruiz. Véase para todo el caso la siguiente fuente, escueta pero fiable: Jacobo López Barja de Quiroga (Director), Los procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia, volumen 1 (Siglo XIX) y volumen 2 (siglo XX), editorial del Boletín Oficial del Estado, Madrid, 2014; el apartado de El crimen de Cuenca corrió a cargo de Miguel Ángel Encinar del Pozo y comprende las pp. 81-97 del volumen 2.
[23] Se trataría del diputado por el distrito de San Clemente (Cuenca), desde 1903, Sr. Martínez Contreras. Véase Ángel Luis López Villaverde, El “Crimen de Cuenca” en treinta artículos. Antología periodística del error judicial, Centro de Estudios de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 2010, pp. 34 y 47 (en notas).
[24] Su hoja de servicios no puede consultarse por Internet, pero me consta que en 1913 tenía unos 35 años de edad -murió en 1926, con 49- y que era hijo de don Santos de Isasa y Valseca (1822-1907), que fue Ministro de Fomento y Presidente del Tribunal Supremo. Según el diario madrileño ABC de 10 de marzo de 1926, llegó a Belmonte en los comienzos de su carrera, cosa que coincide con la categoría de dicho Juzgado, pero no con la edad habitual de iniciar la función judicial: Lo explica brevemente Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, citado en nota 19, p. 38.
[25]  Me parece innecesario enumerar los más que probables métodos de tortura empleados. La fuente principal de información fueron los mismos torturados, en declaraciones de 1926 al periodista de El Sol y literato, Ramón J. Sender: véase la hemeroteca de ese famoso diario madrileño, correspondiente al citado año, y depositada en la Biblioteca Nacional (consultable por Internet). Yo me acojo al resumen trascrito en la muy interesante entrada Cien años de la desaparición de “El Cepa”, en el blog eldesvandemislibros.blogspot.com.es, a cargo del periodista C. Moral, en los días 21 a 26 de agosto de 2010. Véanse también, Jiménez de Asúa, El error judicial…, pp. 79-80, citado infra, en nota 70; Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 48 y sigtes. y 80 y sigtes.
[26] La fuerza actuante estaba mandada por el teniente jefe de Línea, Gregorio Regidor Suárez, aunque la dirección inmediata solía corresponder al sargento jefe de Puesto, Juan Taboada Mora (Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, citado en nota 19, repetidamente lo asciende a teniente, ignoro con qué fundamento, y dice que se le trajo desde su destino de El Bonillo -Albacete- específicamente para las diligencias de este sumario; ver obra cit., pp. 43 s., 47, etc.). De los guardias sin graduación, se distinguió negativamente Telesforo Díaz Ortega. Es obvio que no todos los guardias civiles maltrataron a los procesados.
[27] No creo necesario detallar el contenido particular de esas declaraciones, de 27 de abril, 30 de abril, 1 de mayo y 13 de julio de 1913, entre otras. Están suficientemente resumidas por el magistrado Miguel Ángel Encinar del Pozo, en la obra citada en nota 22, páginas 84-85. Impresiona que la propia mujer de Gregorio Valero inculpara a su marido sin prueba ninguna, lo que induce a creer en la existencia de maltratos también hacia ella: ver El Liberal de 12 de marzo de 1926 (artículo de Ángel Ossorio y Gallardo) y, sobre todo, el relato de Ramón J. Sender en La Libertad de Madrid, día 28 de julio de 1935, y Salvador Maldonado, El Crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 87 y sigtes. En cambio -ignoro con qué certeza-, el abogado León de las Casas, en El Liberal (Madrid) de 23 de marzo de 1926, achaca la acusación por parte de la citada esposa a histerismo.
[28] Se trataba de don Juan José Jáuregui Mendoza y de don Baldomero Labarga Salazar. En realidad, el doctor Labarga parece que no era forense, sino un médico titular de asistencia pública de Osa de la Vega, incorporado para cumplir la Ley en lo tocante a que los informes sumariales se hicieran por dos facultativos. En todo caso, era el doctor Jáuregui el forense titular del Juzgado de Belmonte en aquella época. Otro médico, dice de Labarga Miguel Ángel Espinar, El crimen de Cuenca, citado en nota 22, p. 84. El mendaz informe de los facultativos se dio con fecha 1 de mayo de 1913.
[29] La verdad es que, a esas horas, es discutible el hablar de noche un 21 de agosto, por más que, en 1910, no regía el especial adelanto del horario de verano. No obstante, la sentencia apreció la agravante de nocturnidad y el fiscal se refirió en su calificación a las sombras de la noche.
[30] Según la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888, entonces vigente, el Jurado se componía de doce miembros, encargados por mayoría de emitir el veredicto, conforme al cual dictaba sentencia la Sección de Derecho, formada por tres magistrados de carrera. El Presidente de la Sección de Derecho era el encargado de presidir y dirigir conforme a ley las sesiones del juicio oral.
[31] El fiscal del caso fue D. José María Sánchez Vera, posteriormente fiscal en La Coruña y en el Tribunal Supremo. Su relato de hechos en la calificación es recogido en El Liberal de Cuenca, 22 de mayo de 1918. Las agravantes apreciadas las tomo del citado número de El Liberal (Cuenca), que alude a las circunstancias de alevosía y astucia, y además de la reincidencia -esta, solo en León Sánchez-, mezclando las conclusiones provisionales con las definitivas.
[32]  Relato íntegro de las conclusiones provisionales del Fiscal, de 25 de agosto de 1915, en Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 106-108. Por cierto, esta autora, en la p. 115 de la obra citada, pone en boca del letrado Álvarez Neira que el fiscal del juicio era Santos de Vega. En principio, me atengo a la identidad citada en la nota precedente.
[33]  Remito a los artículos 81 y 516-1º del Código penal español de 17 de junio de 1870. Véase también Talia González Collantes, Las penas de encierro perpetuo desde una perspectiva histórica, Foro. Nueva época, vol. 18, nº 2 (2015), pp. 51-91, especialmente pp. 61-63.
[34] Véase diario El Sol de Madrid, día 9 de marzo de 1926 (extensa explicación del abogado defensor, don Leopoldo Garrido) y El Heraldo de Madrid del 20 de marzo de 1926 (menos prolija justificación del otro letrado defensor, don Enrique Álvarez Neira). El diario ABC de 10 de marzo de 1926 califica la modificación de conclusiones del fiscal de piadosa precaución.
[35] Ver nota anterior. Me permito recordar que he sido fiscal durante más de 43 años.
[36] Así lo sentía en la sala de vistas uno de los abogados defensores, según su recuerdo posterior de lo acaecido. Sus manifestaciones (ver nota 34) son breves e interesadas, pero, a la vez, sentidas y expresivas. Las tengo en cuenta al dar mi opinión en lo que sigue. El letrado León de las Casas (que sería más tarde defensor de los intereses de León Sánchez Gascón) llegó a hablar de coacción de la opinión pública al tribunal del Jurado, en una conferencia pronunciada en 1931 en Madrid: véase la referencia en La Voz de Cuenca, 5 de mayo de 1931. Ver también, Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, citado en nota 19, pp. 115 y sigtes.
[37] Se trataba de los letrados Leopoldo Garrido Cavero (defensor de Gregorio Valero) y Enrique Álvarez Neira (defensor de León Sánchez). El tiempo mínimo del que dispusieron para preparar su actuación (al parecer, porque el Colegio de Abogados los designó a última hora, al no haber reparado en que era preciso un turno especial de oficio, ya que se pedía en principio pena de muerte) me lleva a apuntar poco más adelante que su acuerdo con el fiscal debió de ser inmediatamente antes de iniciarse el juicio. La postura acomodaticia, o del mal menor, de los dos defensores fue luego censurada por el ilustre letrado, Sr. Salazar Alonso, diciendo que hay que ir contra esa práctica de la Abogacía y contra un sistema que la produce: véase La Correspondencia Militar del 22 de marzo de 1926. Algo así se oye incesantemente ahora sobre las conformidades incentivadas por ministerio de la ley. Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 110 y sigtes., asigna la iniciativa y protagonismo de la negociación al letrado Álvarez Neira y achaca la culpa del escaso tiempo de preparación a la actitud recalcitrante del letrado de oficio de Gregorio, don Ramón Sanchiz, que ni a bien ni a mal quiso defenderlo, hasta el punto de excusarse malamente el día de la celebración del juicio, obligando a un aplazamiento de 24 horas.
[38] El abogado defensor que se sinceró ampliamente con el periodista de El Sol (véase nota 34) entendió que el juicio había resultado muy negativo para las defensas, ya que numerosos testigos llegaron hasta afirmar su conocimiento directo de cómo los acusados quemaban los restos de Grimaldos en el palomar del crimen. Pese a ello, el fiscal mantuvo su criterio y su palabra. Igualmente tajante, o más, se muestra, en lo tocante a motivos, el Fiscal del Tribunal Supremo en su recurso de revisión: …evitar que un Jurado lleno de prejuicios impusiese al Tribunal de Derecho la necesidad de pronunciar la condena a la pena de muerte (motivo 3º de la revisión). ¡Al patíbulo, al patíbulo!, gritaba la chusma cuando el juicio.
[39] Se ve que el fiscal no quiso inventarse unos hechos nuevos, como sí lo hicieron las defensas; a cambio, dejó el homicidio carente de motivación concreta. Me imagino la perplejidad del Jurado y del público ante ese escamoteo (no hablo de los magistrados de la Sección de Derecho, a los que supongo pondría previamente al corriente de su propósito). La tormentosa reacción del público a la rectificación del Fiscal fue recogida por el defensor, Sr. Álvarez Neira, en declaraciones a El Heraldo de Madrid del 20 de marzo de 1926: La modificación de conclusiones hecha por el fiscal produjo en el público pésimo efecto, y hubo nuevas voces y protestas.
[40] Las de arrebato u obcecación, embriaguez y provocación inmediata en el caso de León, y las de arrebato u obcecación y embriaguez para Gregorio. Al parecer, la provocación se debería a que Grimaldos había tirado una silla a León, a fin de golpearlo con ella -todo, según la defensa de León-. Ver Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 117-118, con referencia casi literal a las conclusiones de las defensas.
[41] De hecho, la moderada condena final se consideró un gran triunfo para los defensores: Así lo afirma El Liberal de Cuenca del día 29 de mayo de 1918.
[42] Sobre el buen comportamiento de ambos penados en la cárcel dan detalles El Liberal de Madrid, 17 de marzo de 1926, y El Sol (Madrid) de los días 8 y 10 de marzo de 1926.
[43] Todas ellas son pequeñas localidades (entre 1.500 y 2.000 habitantes, aproximadamente, en aquella época), pertenecientes a la comarca de Utiel, separadas de Osa de la Vega por distancias de carretera entre 145 y 168 kilómetros. Según Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, p. 28, los avisos judiciales en el sumario, para que se presentara Grimaldos o diera información quien supiera de él, solo se habían repartido y fijado por la provincia de Cuenca, no en la limítrofe de Valencia.
[44]  Para Mira de la Sierra, véase la nota 16. En el censo de 1920, la población había aumentado hasta 2.400 habitantes.
[45]  La hermana, al parecer, consultó el caso con el párroco de Tresjuncos. No dando crédito a la carta -escrita por otra persona, pues Grimaldos era analfabeto, y, además, estaba sin firmar-, la desdeñaron y rompieron. Véanse, con más detalles, Miguel Ángel Encinar, El crimen de Cuenca, citado en nota 22, p. 88; Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit., p. 131. Para otras posibles apariciones de Grimaldos antes de la decisiva, ver C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, entrada del 22 de agosto de 2010. Joaquín Jover, en La Correspondencia Militar del 13 de marzo de 1926, pone en boca de dicha hermana, María Grimaldos, que había recibido una carta hacia 1920, en que un anónimo le informaba de que su hermano José María estaba viviendo en Mira (Cuenca), pero por no llevar ninguna firma la carta, no dio importancia a lo que le notificaban.
[46] Como fecha de la carta, se da el 8 de febrero de 1926: así, C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, 26 de agosto de 2010. Versión literal de la misma, en Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, p. 138.
[47] Ello explica la tradición oral de los familiares, en el sentido de que, de buenas a primeras, se encontraron con que circulaba por las calles el pastor Grimaldos, entre guardias civiles: C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandeloslibros.blogspot.com.es, 22 de agosto de 2010, poniendo por testigo a María, la hermana del pastor. Por su parte, Miguel Ángel Encinar, El crimen de Cuenca, citado en nota 22, p. 88, señala que la Guardia Civil detuvo a Grimaldos. Véanse también, El Día de Cuenca, 2 de marzo de 1926: Grimaldos fue conducido a Belmonte; Salvador Maldonado, El crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 138 y sigtes.
[48]  La iniciativa partió del Ministro de Justicia, D. Galo Ponte Escartín. El recurso fue redactado por el entonces Fiscal del Tribunal Supremo, don Diego María Crehuet del Amo (1873-1956), y tiene notable interés jurídico, al ser pionero en extender la posibilidad de revisar las sentencias erróneas, aun cuando los condenados ya hubieran cumplido todas las penas, por existir para tal interpretación extensiva razones de lógica y de conciencia. Está transcrito íntegramente en la www.fiscal.es.
[49] De hecho, la ciudadanía tomó la iniciativa, abriendo muy pronto una suscripción pública en favor de los inocentes condenados, aunque ignoro cuánto se consiguió, si es que el propósito se hizo realidad: ver La Voz de Cuenca, 17 de marzo de 1926. La responsabilidad subsidiaria del Estado por errores judiciales arranca en España de la regulación del recurso extraordinario de revisión penal, llamada de Azcárate, plasmada en Ley de 7 de agosto de 1899: Ver Abogacía del Estado. Dirección del Servicio Jurídico del Estado, Manual de responsabilidad pública. Homenaje a Pedro González Gutiérrez-Barquín, Ministerios de Economía y Hacienda y de Justicia, 1ª edición, Madrid, 2004, páginas 16-18.
[50] Un veterano periodista recordaba que, en su infancia, Gregorio Valero, ya mayor, había ejercido también de guarda en un almacén municipal de la calle Velázquez de Madrid: Véase Antonio Garrido Buendía, Medio siglo en ABC, diario ABC de Madrid, 13 de abril de 1995, página 28. En cuanto a León Sánchez, parece que no tardó en ausentarse de Madrid y volver a sus ocupaciones habituales en Osa de la Vega y otros pueblos: véase Mundo Gráfico del día 28 de agosto de 1935.
[51] Ver Ley de 6 de diciembre de 1935 (Gaceta de Madrid de 10-12-1935). Para hacerse una idea del poder adquisitivo, puede compararse con el sueldo de entrada de un juez, que era en aquel entonces de unas diez mil pesetas anuales.
[52] Sin duda fue así por su menor dramatismo y por la escasa cobertura mediática, debida a la censura que se ejercía en el permanente estado de prevención o de alarma en que vivió la II República Española, desde el verano de 1933, hasta el inicio de la Guerra Civil. Véase Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[53] El fallecimiento de este magistrado determinó el sobreseimiento de la causa que contra él se había abierto -cuando menos, para el antejuicio-, por querella de los abogados de León y Gregorio. Ver La Correspondencia Militar, 26 y 29 de marzo de 1926.
[54] El cura párroco de Tresjuncos, Pedro Rufo Martínez Enciso, se había suicidado, tirándose boca abajo a una gran tinaja llena de vino. No obstante, es dudoso que lo impulsaran remordimientos por su conducta, tan poco propicia para esclarecer la verdad, siendo más probable que lo hiciera al constatar que él y su familia estaban arruinados, por obra y gracia de un sobrino manirroto. Véase C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, en eldesvandemislibros,blogspot.com.es, entrada del 23 de agosto de 2010.
[55] La actuación del expresado forense había sido muy loable (y así lo reconocieron luego León y Gregorio, no acusándolo) negándose a identificar mendazmente supuestos restos de Grimaldos, pero luego lo estropeó, al certificar que los torturados no presentaban huella ninguna de maltrato: Es más, según después reconoció el propio Jáuregui, algunas de las torturas habían sido en su presencia y, cuando trató de impedirlas, los torturadores lo echaron de la habitación. Véanse referencias en los diarios madrileños, El Imparcial, de 9 de marzo de 1926, ABC, de 9 y 14 de julio de 1927, y La Voz, de 9 de abril de 1931. Y, según el escrito de revisión del Fiscal del Tribunal Supremo, todavía en 1926, …dichos Médicos (es decir, Labarga y Jáuregui) declaran en este expediente, después de afirmar los malos tratos y haber observado en los reos vestigios de ellos… No es la conducta más merecedora, desde luego, de la Cruz de Beneficencia, que a Jáuregui se concedió en 1927. En parecido sentido, Nati Villanueva, El Crimen de Cuenca. La intrahistoria de un error judicial sobre un falso asesinato, en ABC, versión digital, 9 de junio de 2014.
[56] Véase la página web de la abogada y escritora Anabel Rodríguez, anabelrodriguezescritora.com, entrada El crimen de Cuenca, 5 de junio de 2016, con base en prensa de la época. Me parece muy improbable dicha expulsión, dado que la sentencia absolutoria de 20 de mayo de 1935 alude a los tres guardias civiles como retirados (Regidor tenía entonces 70 años, sesenta y cinco Taboada, y 56 Telesforo Díaz) y en el B.O.E. de 8 de octubre de 1941 (p. 7768) he comprobado que una beneficiaria cobraba pensión devengada por el difunto sargento, Juan Taboada Mora. Por el contrario, no he hallado en la Gaceta de Madrid ninguna alusión a la expulsión de Regidor, Taboada o Díaz del Cuerpo de la Guardia Civil. No tengo seguridad de la expulsión más que en el caso de un guardia, llamado Mena (que fue un mero testigo judicial de los hechos), pues así lo recoge el informe en el recurso de revisión del Fiscal del Tribunal Supremo: ver La Lucha (Cuenca) del 18 de julio de 1926, recogiendo la crónica de Rafael Carbonell en El Socialista (Madrid). No creo que tal expulsión tuviese que ver con el caso Grimaldos.
[57]  Recuérdense las salvedades hechas en la nota 28, respecto de este facultativo.
[58]  En el texto ya ha quedado dicho que sus graduaciones eran, respectivamente, las de teniente, sargento y  guardia raso. Cualquier duda al respecto queda despejada con el encabezamiento de la sentencia.
[59] El nombre era Manuel.
[60] El Imparcial del día 24 de mayo de 1933 (página 2) decía haber transcurrido diez años. Exageraba: solo habían sido algo menos de siete (la sentencia de revisión del Tribunal Supremo era de julio de 1926). Y no sería por demora en iniciarlo: El Día de Cuenca del 15-9-1926 ya recogía las primeras diligencias sumariales; el 24 de mayo de 1927, El Heraldo de Madrid publicaba una referencia a la vista de un recurso contra el auto de procesamiento; en 14 de marzo de 1928, el mismo periódico se hacía eco de una segunda conclusión del sumario por el Juzgado de Instrucción, con procesamiento de los médicos Jáuregui y Labarga; en 3 de noviembre de 1928, el diario madrileño ABC reflejaba que el Tribunal Supremo había decidido definitivamente en favor competencia de la Jurisdicción militar, respecto de los guardias civiles presuntos torturadores. Quiere decirse que las demoras fueron más bien por complejidad procesal y discusiones competenciales, no por desinterés o desidia.
[61] Fue noticia a nivel nacional: ver, por ejemplo, La Vanguardia (Barcelona) de 24 de mayo de 1933. La mayor severidad de las penas pedidas al secretario judicial se debió a que concurría en él la agravante de reiteración.
[62] Llegó a decirse que León y Gregorio guardaban hacia el forense Jáuregui gratitud eterna por su recta intervención. Ver El Heraldo de Madrid del 8 de marzo de 1926. Véase también, supra, nota 55.
[63] Recuérdese que los Códigos penales de 1870 y 1932, vigentes en aquel largo periodo, no preveían específicamente el delito de torturas, sino que había de asumirse la tipificación como amenazas condicionales o como coacciones, debiendo aplicarse el Texto legal más benévolo para los acusados. La insistencia de las acusaciones particulares en mantener la competencia de la Jurisdicción ordinaria, en contra del criterio firme del Tribunal Supremo, solo resulta explicable porque había cambiado la legislación procesal militar desde 1928, cuando se había pronunciado el Tribunal Supremo: ver nota 60, supra. Sabido es que la Dictadura de Primo de Rivera hipertrofió la competencia de los tribunales militares (Real Decreto de 24 de julio de 1924), en tanto la II República la redujo drásticamente: Decreto-Ley de 11 de mayo de 1931, convertido en Ley el 18 de agosto del mismo año. Véase jurisprudencia y aplicación práctica, en Gaceta Jurídica de Guerra y Marina, en la web hemerotecadigital.bne.es. A mayor abundamiento, un Decreto de 16 de agosto de 1932 transfirió la competencia sobre la Guardia Civil, del Ministerio de la Guerra, al de Gobernación. En suma, a tenor de la sentencia de la Audiencia de Cuenca, que absolvió a todos los acusados (incluidos los Guardias Civiles), la razón asistía en este tema a las acusaciones particulares, no al fiscal, quien debió modificar sus conclusiones y solicitar lo que estimase pertinente para ellos (condena o absolución), sin llegar a producir en ningún caso indefensión.
[64]  Tampoco compareció el abogado defensor, Sr. Salazar Alonso, famoso letrado, como también lo era su colega de la defensa, Sr. La Cierva.
[65] Véase ABC del 18 de mayo de 1935, página 20.
[66] Las referencias al mismo son mínimas e iguales en todos los diarios. A título de ejemplo, véanse ABC, La Libertad y El Heraldo de Madrid, de fecha 21 de mayo de 1935. Alude también a la censura, Jiménez de Asúa, Crónica del crimen, citado en nota 70. Leyendo la sentencia, la fundamentación (considerandos primero y segundo) y los hechos (resultando tercero, principalmente) rompen por completo con la tesis fáctica del recurso de revisión y con lo que se viene considerando indiscutible desde entonces: la existencia de torturas que forzaron las confesiones, así como la ocultación de las mismas por los médicos. La sentencia llega hasta el extremo ridículo de reducir la violencia a lo siguiente: …en ocasión en que fueron conducidos a la posada de Osa de la Vega para la práctica de cierta diligencia judicial, como dichos procesados cuestionasen llegando a las manos, el Teniente de la Guardia civil, Don Gregorio Regidor, tuvo que intervenir empleando fuerza sobre ellos para separarlos (transcripción literal de la sentencia, en su resultando tercero) Por lo demás, la pelea entre los dos reos había sido cierta: ver Salvador Maldonado, El Crimen de Cuenca, cit. en nota 19, pp. 96-97; pero el tribunal la acogió como inadmisible explicación de todas las violencias. Más enjundia tiene la referencia (resultando segundo de la sentencia) al grave defecto de la acusación en nombre de León Sánchez que, a diferencia de la de Gregorio Valero, ni describió los maltratos, ni concretó quiénes los practicaron. De todos modos, la sentencia absolvió de las violencias imputadas por las dos acusaciones particulares, la incorrecta y la bien formulada.
[67] Era el Código penal de la II República Española, promulgado el 27 de octubre de 1932, más favorable en esto que el de 1870, vigente al momento de cometerse las presuntas amenazas y coacciones.
[68] El tema es atractivo y confuso, pero queda sustancialmente fuera de mi objetivo en este ensayo (parece ser que la ejecución fue en el pueblo conquense de Pozorrubio -de Santiago-, en agosto de 1936, y que fue practicada por milicianos republicanos; el día bien pudo ser el 29, según la concesión de pensión aludida supra, en la nota 56, pero C. Moral da el 20, infra, en esta misma nota). La sentencia de 20 de mayo de 1935 dice de él que tenía 65 años de edad y vivía en Cuenca. Como punto de arranque para un conocimiento de la cuestión, véase C. Moral, Cien años de la desaparición de “El Cepa”, citado, en eldesvandemislibros.blogspot.com.es, entrada del 26 de agosto de 2010. Para algunas referencias al final de León, Gregorio y José María Grimaldos, íbidem, así como El Día de Cuenca, 27/08/2010, pp. 22-23; también, Mundo Gráfico, 28 de agosto de 1935, para avatares vitales posteriores a 1925-1926. Y, para el guardia Telesforo Díaz, heroesymartires.blogspot.com.es (entrada de 22-11-2009) indica que fue ejecutado en Provencio (Cuenca) durante nuestra Guerra Civil -supongo que su condición de guardia civil en la reserva resultaría relevante-.
[69]  Otra cosa fueron las consecuencias morales y disciplinarias, algunas de las cuales se han señalado al final del capítulo precedente.
[70] A esa coincidencia terrible de torturas y suficiencia de la confesión se refirió el más famoso de los comentaristas jurídicos del Crimen de Cuenca: Luis Jiménez de Asúa, El error judicial en el caso Grimaldos, en Crónica del crimen, 1ª edición, editorial Historia Nueva, Madrid, 1929. Hay numerosas reediciones. De forma mucho más breve, La opinión del Señor Jiménez de Asúa, en La Correspondencia Militar del día 23 de marzo de 1926. Otro catedrático destacado, Quintiliano Saldaña, se pronunció muy a favor de la revisión de la sentencia condenatoria errónea, en La Correspondencia Militar, 30 de marzo de 1926.
[71] En el Código penal español se viene perpetuando un gravísimo castigo por la sospecha, cuando el secuestrador de una persona no dé razón del paradero de la persona secuestrada, ni acredite suficientemente haberla puesto en libertad: artículo 166 del vigente Código penal de 1995. Véase Federico Bello Landrove, Consideraciones acerca de los delitos de rapto y detenciones ilegales agravados de sospecha, Revista General de Legislación y Jurisprudencia, editorial Reus, Madrid, 1978, pp. 171-181.
[72] Al parecer, se tuvo la deferencia de hacerlo en la propia ciudad de Araguari, el 10 de junio de 1967. Ver José Calvo González, en Empório do Direito.com.br, 23/08/2017.
[73] No ahorra al espectador otro aspecto desagradable que el del estupro de la madre y de una (o las dos) esposas, que el abogado Alamy recogió como cierto y reiterado en su libro, citado en la nota 10. En su lugar, la película señala que la voluntad de Salviana y de Antônia Rita fue finalmente domeñada bajo la amenaza de matar a alguno de sus hijos pequeños.
[74] La selección se hizo en noviembre de 2015 y corrió a cargo de la Associacião Brasileira de Críticos de Cínema (Abraccine). En versión original, el film, O caso dos Irmãos Naves, puede verse en youtube.
[75] La bibliografía es muy extensa. Aconsejo: Francisco Soto Nieto y Francisco J. Fernández, Imágenes y Justicia. El Derecho a través del Cine, capítulo V -El crimen de Cuenca-, editorial La Ley, Madrid, 2004, páginas 95-114. En general, los reproches -muy justificados, en todo caso- hacía la actitud acusatoria de los mandos de la Guardia Civil de 1979 suelen basarse en las décadas transcurridas desde 1913 y en que la película centraba en unos pocos guardias de baja graduación la culpabilidad por las torturas. Quienes así opinan, olvidan o ignoran que, con arreglo a las decisiones judiciales, tales torturas finalmente no pudieron probarse (recuérdese la absolución general de la sentencia 58/1935, de 20 de mayo, de la Audiencia de Cuenca, ampliamente aludida al final del capítulo 2 de este ensayo). Ello no justifica -ni siquiera explica- que la Guardia Civil de 1979 se sintiera ofendida en su honor, pero sí podría haber servido para que se entendiera afectado el honor de los familiares más allegados y de los herederos de aquellas personas que la película consideraba torturadores, o inductores y conniventes con las torturas: véase artº 466 del Código penal de 15 de noviembre de 1971, vigente en la época del rodaje de la película.  
[76]  Los votantes en la conocida www.filmaffinity.com.es le vienen dando, hasta 2018, una puntuación media de 7,1 sobre diez.
[77]  En parecido sentido, Marie-Claude Chaput y Javier Jurado, “El Crimen de Cuenca” y “Rocío”, o los límites de la libertad, Área Abierta, vol. 15, nº 3, noviembre de 2015, pp. 3-17.
[78]  Debe de ser una de las pocas películas significativas, estrenadas en España en pleno agosto: el 14 de agosto de 1981, en Barcelona; el 17 del mismo mes y año, en Madrid.